Edward Alsworth Ross: la turba y la tecnología

Nuestros dispositivos de aniquilación espacial, al transmitir una conmoción sin pérdida de tiempo, la hacen casi simultánea. Un gran público comparte la misma rabia, alarma, entusiasmo, horror. Mientras cada parte de la masa se familiariza con el sentir de los otros, el sentimiento se generaliza.

Edward Alsworth Ross: la turba y la tecnología
Contexto Condensado

Edward Alsworth Ross (1866-1951) fue un sociólogo progresista de los Estados Unidos, defensor de los derechos de los trabajadores y las mujeres. Enfocado, sobre todo, en el control social, fue una de las figuras de la sociología de su tiempo. Doctor en economía política, fue profesor en varias universidades, entre ellas Cornell y Stanford... y de esta última fue despedido por sus ideas sobre la inmigración, la contratación de trabajadores extranjeros, y la eugenesia, una forma delicada de decir que era xenófobo con los asiáticos. Su salida provocó lo que provoca ahora la salida de algún nombre famoso por hacer declaraciones políticamente incorrectas: “un debate nacional sobre la libertad de expresión y el control de las universidades por parte de intereses privados. De aquí surgió el movimiento organizado para proteger a los académicos con tenure”. Esto se dice en su biografía en la página de la American Sociological Association, de la que fue presidente después del escándalo. 

Desde entonces, el mundo académico cambió mucho: existe una pelea feroz por conseguir un tenure. El término no tiene una traducción sencilla porque es una ocurrencia del mundo en inglés: es un nombramiento indefinido, del que sólo se puede ser removido por algo extraordinario. Irene Vallejo cuenta en El infinito en un junco que Ptolomeo instaló algo parecido en su Alejandría del siglo 4 a. C., y por los mismos motivos: un profesor atornillado bien puede dedicarse, por fin, sin miedo, a investigar libremente lo que de verdad quiere. O no, por miedo a perder la posición y el sueldo si estorba al establishment y su narrativa oficial. Algunos dicen que la pelea por obtenerlo y la seguridad posterior han llevado al mundo académico a la mediocridad y al esnobismo, y a los postulantes a sentirse como en Los juegos del Hambre. Existe cierta xenofobia en los nombramientos, se premia a quienes siguen la línea oficial y, por supuesto, hay tráfico de favores. Es lo que pasa en cualquier juego elitista. A eso sumemos que para poder mantener a los profesores hay que tener presupuesto, que depende directamente de los donantes, quienes a veces usan las donaciones a las universidades para limpiar su imagen y mantener contactos. Investigá sobre el caso de Jeffrey Epstein y el MIT.

Volvemos a Ross, quien durante su tenure en Stanford escribió lo siguiente, que explica la facilidad, a medida que avanza la tecnología, que tiene un loco, un megalómano o un charlatán, así como una ideología o un fanatismo, de levantar y mantener pasiones. Estos parrafitos son parte de un ensayo llamado The Mob Mind, publicado en julio de 1897 en The Popular Science Monthly, tres años antes de su despido.
Autor: Edward Alsworth Ross (1866-1951)

Ensayo: La mente de la turba
> Extracto

Publicado en 1897

Este texto es parte de nuestra serie y libro físico Alabanza y Menosprecio de la Libertad y la Democracia.

Un hombre expectante o excitado se entera de que mil de sus conciudadanos han caído presa de cierto sentimiento potente, y se encuentra con la expresión de este sentimiento. Cada uno de estos ciudadanos se entera de cuántos otros sienten lo mismo que él. Cada etapa en el crecimiento consecuente de este sentimiento en extensión e intensidad es percibida, y así se fomenta la simpatía y la disposición a ir con la masa. ¿No obtendremos inevitablemente, por esta serie de interacciones, esa mirada de «fuera» que caracteriza al átomo humano en la turba?

El boletín, el rumor que se pasea, «el hombre de la calle» y la fácil aglomeración para hablar o arengar abren esos caminos entre las mentes y preparan esos contactos que permiten a la masa ambiental presionar casi irresistiblemente sobre el individuo. Pero, ¿por qué debe limitarse este fenómeno a la gente apiñada en unos pocos kilómetros cuadrados de suelo urbano? El contacto mental no está ligado a la proximidad. Con el telégrafo para recoger y transmitir las expresiones y signos del estado de ánimo dominante, y el correo rápido que apresura a las ansiosas garras de miles de personas que esperan las hojas aún húmedas del diario matutino, las personas remotas son llevadas como si estuvieran en presencia unas de otras. A través de sus órganos, el público excitado es capaz de asaltar al individuo con una masa de sugestión casi tan vívida como si estuviera realmente en medio de una inmensa muchedumbre.

Antes, en un día, una conmoción podía provocar la fiebre hasta en un radio de unas cien millas alrededor de su punto de origen. Al día siguiente podría agitar la zona más allá, pero mientras tanto el primer cuerpo de gente se habría enfriado y estaría dispuesto a escuchar a la razón. Y así, mientras una ola de excitación pasaba lentamente sobre un país, toda la masa popular no se encontraba en ningún momento en el mismo estado de agitación. Sin embargo, ahora, nuestros dispositivos de aniquilación espacial, al transmitir una conmoción sin pérdida de tiempo, la hacen casi simultánea. Un vasto público comparte la misma rabia, alarma, entusiasmo u horror. Entonces, a medida que cada parte de la masa se familiariza con el sentimiento de todos los demás, el sentimiento se generaliza e intensifica. Se produce un aumento de la temperatura emocional, lo que conduce a una reacción similar. Al final, el público se traga la individualidad del hombre ordinario, como la muchedumbre se traga la voluntad de sus miembros.

Es evidente que, en cuestiones de política, este consenso instantáneo de sentimientos u opiniones es perjudicial si se traduce en una acción inmediata. Antes, la lentitud necesaria para enfocar y determinar la voluntad común aseguraba la pausa y la deliberación. Ahora, la rápida aparición de un sentimiento masivo amenaza con traicionarnos hacia medidas impulsivas o poco meditadas. Calores y arrebatos repentinos reemplazan la reflexión y el acuerdo; y con ello aumenta la impaciencia ante los controles y la maquinaria que impiden al público dar efecto inmediato a su voluntad. A medida que el funcionamiento del gobierno representativo se vuelve así menos torpe, desaparece parte de esa sana deliberación que ha distinguido a la democracia indirecta de la directa.


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