El comercio y la agricultura en la guerra civil, con Alcide d'Orbigny, Adam Smith, y otros

En la guerra (civil), es inevitable que el comercio languidezca y que la economía se caiga, pero lo que no puede faltar nunca es comida. Son muchos los ejemplos de ejércitos que fracasaron en sus cruzadas, defensas, campañas, sitios y peregrinaciones, por falta de provisiones...

El comercio y la agricultura en la guerra civil, con Alcide d'Orbigny, Adam Smith, y otros
Contexto Condensado

En 1873, el ministro de Relaciones Exteriores venezolano Diego Bautista Barrios remite su Exposición que dirige al presidente de los Estados Unidos de Venezuela. La exposición lleva informes detallados de cónsules y embajadores desde Bolivia hasta los Estados Unidos de Norte América, desde el Imperio Germánico hasta el Perú, informes que muestran el estado de las relaciones y el comercio con Venezuela. Las cartas de los diplomáticos incluyen documentos, observaciones y, sobre todo, balanzas comerciales.

En noviembre de 1872, el cónsul J. M. Catalan envía su memoria desde la ciudad fronteriza de Cúcuta, Colombia, y en el mismo escribe, en la novena sección:
Este comercio [entre Cúcuta y Maracaibo] que en los primeros años fue muy poco notable, se fue desarrollando sensiblemente hasta el año de 1863... Pero desde aquel año al de 1870 fue disminuyendo... Tal decadencia en el comercio de tránsito se debe a los altos magistrados establecidos en Maracaibo a consecuencia de la guerra civil que por tantos años se ha cebado en nuestros pueblos, y las dificultades y graves inconvenientes que llegaron a entorpecer con mucha frecuencia las operaciones comerciales, causando grandes pérdidas al comercio y a la agricultura de estas comarcas, todo derivado de nuestra lamentable guerra civil. Tan altos gravámenes y repetidos obstáculos desanimaron sobre manera el comercio colombiano por Maracaibo, y lo obligaron muy a su pesar en parte a cambiar de vía hacia el [río] Magdalena, buscando como es natural, baratura y facilidades...
La primera guerra civil venezolana fue de 1848 a 1849. Desde entonces hasta 1903 hubo una serie de enfrentamientos, doce en total, que llevan por nombre “Revolución de...”, “Rebelión de...”, y no puede faltar, como en muchos otros países de Sudamérica, una Guerra Federal. Relativa paz sólo existió entre 1870 y 1887, donde hubo tiempo para crear exposiciones, planes y memorias, y para buscar hacer crecer el comercio.

Volvamos al libro este de 1873. En la misma exposición, el cónsul José Pérez y Sánchez, en Málaga, en la Costa del Sol española, escribe, a 28 de diciembre de 1872:
...y como ocurre que en el período de un año que hace ejerzo el referido destino, no haya atendido a dicha dependencia con ninguna noticia relativa a aquellos particulares, creo deber presentar ante todo a Vuestra Excelencia mi disculpa por la omisión en que aparentemente he incurrido, manifestando con tal objeto; que por efecto sin duda de las vicisitudes de España, cuya nación, después de cuarenta años de incesante revolución no ha conseguido aún consolidar nada estable, y sigue sometida a una serie continuada de perturbaciones y de trastornos en el orden público que entorpecen y contrarian el desarrollo de su comercio, de su industria, de su agricultura y de todo otro progreso; en esta sociedad tan agitada y conmovida por la lucha sin tregua de los partidos y en que la guerra civil y los motines puede decirse que son su estado normal, no es de extrañar que nada nuevo se invente en los ramos que pueden contribuir a su mayor prestigio y apogeo; y como por desgracia esto es lo que acaece en ella, de aquí la razón porque por mi parte no haya llamado hasta ahora la atención de V. E. sobre ningún ensayo ni procedimiento útil, de aplicación inmediata y beneficiosa para esa República.
Uno podría pensar que don José Sánchez y Pérez solo la pasaba bien en la Costa del Sol y que sería relevado del cargo por no mandar noticias en todo su primer año, pero fue consul de Venezuela en Málaga por muchos años más (por lo menos 5 años más, según muestra el directorio de cónsules en la Guía Oficial de España de 1877).

Si bien España llevaba “cuarenta años de incesante revolución”, la guerra de ese periodo se conoce hoy como la “tercera guerra carlista”, en su momento la “segunda guerra civil”. Duró de 1872 a 1876, y tuvo entre medio la proclamación de la Primera República Española, que duró poco menos de dos años entre 1873 y 1874. Luego vino la Restauración borbónica, que duró hasta 1931, cuando surgió la Segunda República, que vino con otra Guerra Civil, que terminó en 1939 con la instauración de la dictadura de Francisco Franco, que gobernó hasta 1975. Una vez instalados en el poder, librarse de monarcas y dictadores puede costar décadas.

Pío Moa Rodríguez, en su libro del 2001 El Derrumbe de la Segunda República y la Guerra Civil, escribe:
La estrategia de Franco a partir de marzo [de 1937] la expuso él mismo al impaciente Mussolini, a través del embajador Cantalupo: «Las fracasadas ofensivas contra Madrid me han enseñado que debo abandonar todo programa de grandiosa e inmediata liberación total (.) No puedo tener prisa (...) La consolidación militar de mis avances ha de quedar garantizada por las poblaciones que pasan a estar bajo mi gobierno». O bien: «Nada me hará abandonar este programa gradual. Me dará menos gloria, pero más paz». Esa fórmula debía de contener más necesidad que virtud, ya que la peligrosidad del enemigo no ofrecía dudas (y Mussolini había sentido su zarpazo en Guadalajara). Incluso después de octubre la recién ganada superioridad nacional distaba de ser abrumadora. El Caudillo toma en cuenta además un factor que ni a Mussolini ni a Hitler preocupaba: la existencia en su retaguardia de masas políticamente hostiles, a las que deseaba «pacificar» para asegurarse unas bases firmes. Sus detractores identifican esa pacificación con una mera y feroz represión. La represión, aunque muy dura, era probablemente inferior a la de sus contrarios, y no terminaba en ella la pacificación. El aspecto clave consistía en el reajuste productivo de las zonas ocupadas, que debía servir como argumento evidente y aplacar los ánimos.
Pues los nacionales encontraban al ocupar una región el serio problema del desbarajuste económico... Recuperar los índices de preguerra exigió algunos meses de duro esfuerzo. También en Cataluña la industria había perdido mucha presión, como ya indicamos, y en toda la zona populista la agricultura y el comercio sufrían tales trastornos que se extendió el hambre. El desorden nacía de las recetas revolucionarias, y de poco valía para combatirlo la proliferación de consignas, carteles y llamamientos a trabajar duro por la victoria. El Frente Popular debió importar, además de armas, víveres y bienes de uso elemental que antes producía con suficiencia...
Sobre populismos y totalitarismos, sobre Hitler y sobre la propaganda, ya tuvimos en esta serie a Hannah Arendt.

Retrocedamos ahora poco más de un siglo en el tiempo, y vamos a los albores de la vida republicana en América del Sur, al principio de la vida libre de la monarquía española en tierras cercanas al Río de la Plata, y a los viajes de Alcide d'Orbigny, que desembarcó el 24 de septiembre de 1826 en Río de Janeiro. “Nada me faltaba para ser feliz... Estaba en América”, escribe; acababa de cumplir 24 años. Al llegar, ya tenía noticias “de la guerra con Buenos Aires y los medios de pasar a Montevideo, no me auguraban nada bueno para la continuación de mi viaje”.

Entre 1816 y 1820, el Reino Unido de Portugal, Brasil y Algarve invadió la totalidad de lo que hoy es la República Oriental del Uruguay y el estado brasilero de Rio Grande do Sul (la “Banda Oriental”). Entre 1822 y 1824 el Brasil libra su guerra civil de independencia y se convierte en el Imperio del Brasil, que duró hasta 1889, y que tenía dentro de sí, hasta 1828, la Provincia Cisplatina, es decir, más acá del Río de la Plata. Entre 1825 y 1828, las Provincias Unidas del Río de la Plata y el Imperio del Brasil guerrearon por este territorio; Uruguay consiguió en este conflicto su independencia.

Al mismo tiempo, en Argentina se peleaba una guerra civil entre federalistas y unitarios (centralistas), guerra que duró hasta 1880, y que fue inmediata continuación a la guerra de independencia. Esta guerra civil se mezcló con las guerras civiles uruguayas en la Guerra Grande, que se extendió hasta 1851.

Es en medio de este menjunje de interminables conflictos que Alcide d'Orbigny emprende su viaje. Llega a Montevideo a finales de octubre de 1826 y menos de 3 semanas después emprende viaje hacia Maldonado, al ladito de Punta del Este, cerquita a Punta Ballena. Cuenta, en el capítulo 3 de su Viaje a la América Meridional:
Una de esas excursiones me llevó a la Punta de la Ballena, por la orilla del mar. Examiné los animales marinos y la composición geológica de las rocas emergentes. Llegado a la cúspide de esa punta granítica que el mar socava sin cesar, rompiendo con violencia, quise bajar al borde del agua. Una piedra en que había afirmado el pie, desprendió del suelo y rodé con ella hasta el borde de las rocas, de más de veinte pies de altura. Quedé casi sin conocimiento; una fuerte contusión en la rótula me impedía caminar; sin embargo me arrastró lo mejor posible hasta Maldonado, donde pude reanudar dos días después mis caminatas habituales. No dejaré Maldonado sin suministrar unos detalles acerca de su historia así como sobre el estado en que la conocí, en medio de las guerras que en esa época dificultaban el comercio e incluso la agricultura de toda la zona...
Qué cuenta d'Orbigny sobre “la Banda Oriental poblada por los indómitos charrúas con anterioridad a la llegada de los españoles”, es agua para beber en otro momento. Hoy estamos hablando, como ya te has dado cuenta, del impacto de la guerra civil en el comercio y en la agricultura.

Ahora traigamos otro ejemplo de d'Orbigny en el mismo libro, esta vez del capítulo 17: avancemos dos años, a noviembre de 1828. De camino al Río Negro para llegar a la Patagonia, nuestro explorador vuelve por Buenos Aires (ya había llegado allí casi dos años antes). Manda estas noticias de ese lugar en ese entonces; veamos cómo, en la guerra, se repiten los mismos abusos, los mismos (malos) juicios, las mismas estrategias... Escribe aquí d'Orbigny algo sobre la guerra civil que ya hemos leído expuesto por Montaigne y Concepción Arenal: es una “lucha entre hermanos”.
Una vez que mi carreta hubo avanzado por el camino, la dejé al cuidado de mi sirviente, y tomé la delantera para buscar un sitio donde descender. Pasé por el bonito villorrio de Quilmes, fundado en 1677, para recibir a los indios de ese nombre, que se trajeron de Santiago del Estero: sería imposible hallar hoy el menor rastro de su idioma primitivo; los habitantes tienen todos, es cierto, sangre más o menos mezclada, pero todos los rasgos de los indígenas se han fundido poco a poco con los de los descendientes de los orgullosos castellanos. Quilmes, situada a tres leguas [14 kilómetros] de Buenos Aires, sobre un promontorio de escasa altura, que protege sus casas de las frecuentes inundaciones a que están expuestas las tierras vecinas, presenta un alegre aspecto; se ve movimiento comercial, tiendas, muchas pulperías y muchos gauchos desocupados. Permanecí poco tiempo, porque mi condición de extranjero debía hacerme mirar de mala manera por las gentes de la campaña, tanto más cuanto las noticias políticas eran poco tranquilizadoras, sobre todo para los partidos que agitaban a los campesinos.
El general Lavalle mandaba, en los alrededores, el Partido Unitario, mientras que toda la campaña, sublevada por Juan Manuel Rosas, estaba por el Partido Federal. Lavalle, vencedor en muchas escaramuzas pequeñas, logró incluso apoderarse, por sorpresa, del gobernador [de Buenos Aires] Dorrego. Sin más trámite y sin juicio previo, le acordó dos horas solamente y lo hizo fusilar, creyendo poner así fin a la guerra civil; y envió al gobernador provisorio una proclama en la cual se limitaba a decir: “Hoy, por mi orden, fue fusilado el general Dorrego”. Y apelaba a la historia para que juzgara esa medida, sin dar mayores detalles. Ese asesinato político, conocido el mismo día en Buenos Aires y sus alrededores, conmovió a todo el mundo; los espíritus estaban exaltados al máximo; sólo se oían amenazas. Desde este momento todo hacía presagiar, en medio de la efervescencia general, en las campañas, esas guerras sangrientas, esa lucha entre hermanos, flagelo tan prolongado de la República Argentina. Asustado por el estado de espíritu en que encontré a los gauchos, me dirigí con presteza a la capital, donde la actitud despótica del general Lavalle provocaba mil rumores. El comercio estaba, por así decirlo, suspendido; desde el comerciante al peón, todos parecían haber olvidado momentáneamente sus asuntos, para hablar de política, o hasta para decidirse a tomar partido por o contra, en la anarquía del día...
Apenas 50 años antes de la feliz llegada de d'Orbigny a Sudamérica, en 1776, Adam Smith publicaba en el Reino Unido Una investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones. En el capítulo 11 del primer libro, mientras habla sobre las variaciones en el valor de la plata durante el transcurso de los cuatro últimos siglos (¡de los cuatro últimos siglos! observá su capacidad de análisis y los rangos de tiempos que manejaba) el observador del capitalismo escribe:
Entre 1630 y 1640, o en torno a 1636, el efecto del descubrimiento de las minas de América en la reducción del valor de la plata parece haberse agotado, y el valor de ese metal en proporción al del cereal nunca se hundió tanto como en aquella época: aumentó algo durante el siglo actual y probablemente había empezado a hacerlo durante algún tiempo antes de terminar el siglo pasado. Entre 1637 y 1700, ambos inclusive, los últimos sesenta y cuatro años del siglo pasado, el precio medio del cuartal de nueve bushels del mejor trigo en el mercado de Windsor fue, siempre según la misma contabilidad, de 2 libras 11 chelines 1/3 peniques, apenas 1 chelín 1/3 peniques más caro que lo que había sido dieciséis años antes. Pero en el transcurso de esos sesenta y cuatro años se produjeron dos acontecimientos que debieron dar lugar a una escasez de grano muy superior a la que habrían podido ocasionar las fluctuaciones estacionales, y que por tanto explican con creces ese pequeño incremento, sin necesidad de suponer ninguna disminución ulterior en el valor de la plata.
El primero de esos acontecimientos, fue la guerra civil, que al desalentar el cultivo e interrumpir el comercio debió elevar el precio del cereal muy por encima de lo que habrían podido lograr los accidentes del curso de las estaciones. Debió tener ese efecto más o menos en todos los mercados del reino, pero en particular en aquellos cercanos a Londres, que necesitan ser abastecidos desde la máxima distancia...
A Smith lo leemos en la edición de Carlos Rodríguez Braun, de 1994. La guerra civil a la que se refiere, “que desalentó el cultivo y el comercio”, es la guerra civil inglesa, librada en tres partes entre 1642 y 1651. En 1649 existió, como en otras partes, una República (todo está conectado). En 1660 sobreviene la Restauración de los Estuardo en el poder, de nuevo monárquico, luego una pelea entre protestantes y católicos, y el conflicto se alarga hasta 1688.

Mientras tanto, en España, los Países Bajos peleaban por su independencia. Sí, los Países Bajos, Bélgica, Luxemburgo y una Picardía francesa eran parte del Reino de España, y entre 1568 y 1648, sus Diecisiete Provincias pelearon contra la corona española la Guerra de los Ochenta Años, o Guerra de Flandes, o Guerra de Independencia de los Países Bajos, dependiendo de quién y dónde te la cuente. Algo tuvieron que ver en esta guerra, también, católicos y protestantes (todo está conectado).

Adam Smith nos cuenta un pedacito en el cuarto capítulo del tercer libro de su Riqueza de las naciones, hablando De cómo el comercio de las ciudades contribuyó al progreso del campo. Aquí vemos, de nuevo, que la plata sigue su propio rumbo, es apátrida, busca “baratura y facilidades”, quiere seguridad para ser invertida. Pero se nos aparece un poquito la luz: si el comercio es el tercer afectado en las guerras civiles (el primero es la vida humana, el segundo el sentido común), el agro, que también se ve afectado, si es de sólido progreso, “es mucho más perdurable y no puede ser destruido, salvo por las convulsiones más violentas”. Un pueblo que vive sólo del comercio, en una guerra queda liquidado.
El capital que cualquier país adquiere a través del comercio y la industria es una posesión completamente precaria e incierta hasta que una parte se vincula con el cultivo y mejora de sus tierras. Se ha dicho con toda corrección que un mercader no es necesariamente ciudadano de país alguno. En buena medida le resulta indiferente dónde desarrolla su negocio; y un insignificante inconveniente hará que retire su capital, y toda la actividad que pone en movimiento, de un país y lo destine a otro. No se puede sostener que parte alguna del mismo pertenezca a un país en particular hasta que se derrame, por así decirlo, sobre su faz, sea en la forma de construcciones o de mejoras duraderas en sus tierras. No queda hoy ningún vestigio de la copiosa riqueza que se dice poseyeron la mayoría de las ciudades hanseáticas [norte europeo], salvo en oscuros relatos de los siglos XIII y XIV [durante su apogeo]. No está claro ni siquiera dónde estaban algunas de ellas ni a qué ciudades europeas corresponden los nombres latinos de algunas. Pero aunque las desgracias de Italia a finales del siglo XV y comienzos del XVI [las Grandes Guerras Italianas] redujeron apreciablemente el comercio y la industria de las ciudades de Lombardía y Toscana, esas regiones están todavía entre las más pobladas y mejor cultivadas de Europa. Las guerras civiles de Flandes y el gobierno español que las sucedió liquidaron el abundante comercio de Amberes, Gante y Brujas; pero Flandes es todavía una de las provincias más ricas, mejor cultivadas y más pobladas de Europa.
Los trastornos habituales debidos a las guerras y los gobiernos agotan fácilmente las fuentes de aquella riqueza que surge sólo del comercio. La que proviene del más sólido progreso agrícola es mucho más perdurable y no puede ser destruida, salvo por las convulsiones más violentas ocasionadas por las depredaciones de naciones hostiles y bárbaras que se prolongan durante un siglo o dos, como las que tuvieron lugar antes y después de la caída del Imperio Romano en las provincias occidentales de Europa...
En la guerra (civil), es inevitable que el comercio languidezca y que la economía se caiga, pero lo que no puede faltar nunca es comida. Son muchos los ejemplos de ejércitos que fracasaron en sus cruzadas, defensas, campañas, sitios y peregrinaciones, por falta de provisiones; son muchas las guerras provocadas a lo largo de la historia por alimentos; son pocas las resistencias posibles sin dinero y sin comida. Con algo hay que mantener vivo el espíritu en situaciones tan jodidas.

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Hannah Arendt: la propaganda y el terrorismo del totalitarismo
La propaganda es parte inevitable de la guerra psicológica, pero el terror lo es más. El terror sigue siendo utilizado por los regímenes totalitarios incluso cuando ya han sido logrados sus objetivos psicológicos: su verdadero horror está en que reina sobre una población completamente sometida.
Montaigne sobre la guerra civil y su postura
¡Guerra monstruosa! Las otras ocasionan lejos sus efectos; ésta contra sí misma se roe y despedaza. Viene a curar la sedición, y de sedición está repleta; quiere castigar la desobediencia, y de ella muestra el ejemplo; dedicada a la defensa de las leyes, se rebela contra las suyas propias.
Concepción Arenal: El delito colectivo, capítulo 5
Cuando el delincuente no es culpable, ya se comprende que puede tener derecho a rebelarse contra la ley o el tirano que desconoce y pisa los derechos esenciales. La vida, la libertad, la hacienda, la honra, todo está a merced de la crueldad, la rapacidad, la injuria del déspota y sus satélites.
Voltaire: la guerra civil y sus costumbres
Are you not entertained? Con tantos ejemplos a lo largo de la historia, es sorprendente que la muerte la manos del enemigo no sea un escenario ni desenlace probable contemplado por quienes incitan actualmente a guerras civiles. No importa dónde ni cuándo, el ego y la libertad pagan el mismo precio.