Actuando como pandilleros (con Séneca, Le Bon, Calkins, Ross)

«Son machitos en grupo», «te quiero ver solito», son frases de la cultura popular que resumen el tema de hoy: intoxicados por una idea, cuando estamos en grupo, actuamos como pandilleros. Cuando nos dejamos llevar por la masa y por fanatismos somos capaces de cualquier tipo de locura.

Actuando como pandilleros (con Séneca, Le Bon, Calkins, Ross)
Los fanáticos de Tánger, de Eugène Delacroix (1837)

Son demasiados los textos a lo largo de la historia que han hecho hincapié en nuestra forma de actuar cuando nos encontramos en grupo. Demasiados. Es el principal argumento contra la democracia y la libertad casi irrestricta de acción, porque, cuando nos dejamos llevar por la masa, cuando somos parte de la muchedumbre, somos capaces de cualquier tipo de locura. «Son machitos en grupo», «te quiero ver solito», son frases de la cultura popular que resumen el tema de hoy: intoxicados por una idea, cuando estamos en grupo, actuamos como pandilleros.

De entre los miles de escritos sobre el tema, traemos algunos extractos menos comunes que la séptima carta de Séneca a Lucilio, pero igual de ilustrativos.

“El contacto con la multitud es dañino: no hay quien no pueda inculcarnos algún vicio, sugerirlo, o contagiárnoslo sin que nos demos cuenta. Y, ciertamente, mientras más grande la multitud, mayor el peligro. Pero nada es tan perjudicial para las buenas costumbres como el asistir a un buen espectáculo, porque ahí, a través del placer, el vicio se nos introduce más fácilmente”.

Eso dice Séneca sobre la muchedumbre[1], haciendo énfasis en los juegos y shows que se daban en lugares como el Coliseo; pero quedémonos con la idea de espectáculo, pilar de nuestra civilización.

En nuestra época, la política y los problemas políticos son parte central de nuestro entretenimiento; convertidos en espectáculo, en juego, como en todo juego, sentimos que hay que tener un equipo. El problema es que tener un equipo en el deporte le provoca a uno alegrías y enojos pasajeros, pero pertenecer a un equipo político tiene consecuencias gravísimas.

No nos vamos a detener hoy en los inicios de la «psicología de los pueblos», un término que tiene sus orígenes en Alemania (Völkerpsychologie), nacido en el atardecer del Romanticismo, ese movimiento cultural de tintes liberales que buscaba la diferenciación y la libertad, tanto individual como a nivel de pueblos, y de ahí su influencia en el surgimiento de los nacionalismos. («Soy único», «soy diferente», «esto es lo que nos diferencia», dicen un montón de personas muy parecidas entre sí que terminan conformando una comunidad de pares, comunidad que se cree también singular sin darse cuenta de todo lo que comparte con otras.) No vamos a hablar de los dos tipos de Völkerpsychologie, cuyo componente volk- quiere decir, literalmente, «nación o pueblo» (Volkswagen es «el auto del pueblo»; pronunciado folk, tiene que ver con el folclore). No vamos a hablar de la diferencia filológica que determinó uno de los padres de esta rama de la psicología, Wilhelm Maximilian Wundt (1832-1920), diferenciando que unos la usaban para hablar del «espíritu nacional» y él para denominar la combinación “en un todo unificado los diversos resultados relativos al desarrollo mental del hombre, considerados individualmente por el lenguaje, la religión, y costumbre”.[2] Vamos a hablar de lo que puede causar ese nacionalismo, ese espíritu nacional, cosa que los alemanes saben muy bien.

De la «psicología de los pueblos» viene la «psicología social». Uno de sus pensadores fue el sociólogo francés Gustave Le Bon (1841-1931), y una de sus frases más certeras, y por lo tanto entre sus más citadas, dice que el hombre, “aislado, puede ser un individuo refinado; en una muchedumbre es un bárbaro”. Quien haya ido al estadio, quien haya sido parte de una marcha o protesta social, quien haya salido de fiesta, cualquiera que se haya encontrado en algún lugar con mucha gente puede reconocer de lo que se habla. Leamos un poco de lo que escribió Le Bon[3]:

“Las individualidades en la muchedumbre que podrían poseer una personalidad lo suficientemente fuerte como para resistir la sugestión son demasiado pocas para luchar contra la corriente. A lo sumo, pueden intentar una distracción por medio de diferentes sugestiones. Es así, por ejemplo, como una expresión feliz, una imagen oportunamente evocada, han disuadido ocasionalmente a las muchedumbres de los actos más sanguinarios.

Vemos, entonces, que la desaparición de la personalidad consciente, el predominio de la personalidad inconsciente, el cambio por medio de la sugestión y el contagio de sentimientos e ideas en una dirección idéntica, la tendencia a transformar inmediatamente las ideas sugeridas en actos; éstas, vemos, son las principales características del individuo que forma parte de una muchedumbre. Deja de ser él mismo y se ha convertido en un autómata que ha dejado de guiarse por su voluntad.

Además, por el mero hecho de formar parte de una muchedumbre organizada, un hombre desciende varios peldaños en la escala de la civilización. Aislado, puede ser un individuo refinado; en una muchedumbre es un bárbaro — es decir, es una criatura que actúa por instinto. Posee la espontaneidad, la violencia, la ferocidad, y también el entusiasmo y el heroísmo de los seres primitivos, a los que además tiende a parecerse por la facilidad con que se deja impresionar por palabras e imágenes (que carecerían por completo de sugestión en cada uno de los individuos que componen la muchedumbre de estar aislados) y se deja inducir a cometer actos contrarios a sus intereses más obvios y a sus hábitos más cercanos. Un individuo en una muchedumbre es un grano de arena en medio de otros granos de arena, que el viento agita a su antojo.

Es por estas razones que se ve a los jurados emitir veredictos que cada uno de sus miembros desaprobaría, que las asambleas parlamentarias adoptan leyes y medidas que cada uno de sus miembros desaprobaría en solitario. Considerados por separado, los hombres de la Convención eran ciudadanos ilustrados de costumbres pacíficas. Unidos en muchedumbre, no dudaron en sumarse a las propuestas más salvajes, en guillotinar a los individuos más claramente inocentes y, contrariamente a sus intereses, en renunciar a su inviolabilidad y diezmarse a sí mismos.

No es sólo por sus actos por lo que el individuo de una muchedumbre difiere esencialmente de sí mismo. Incluso antes de haber perdido por completo su independencia, sus ideas y sentimientos han sufrido una transformación, y la transformación es tan profunda como para cambiar al avaro en derrochador, al escéptico en creyente, al hombre honrado en criminal y al cobarde en héroe. La renuncia a todos sus privilegios, que la nobleza votó en un momento de entusiasmo durante la célebre noche del 4 de agosto de 1789, seguramente no habría sido consentida nunca por ninguno de sus miembros tomados individualmente.

La Convención se refiere a la Convention nationale, la asamblea constituyente de la Primera República Francesa entre 1793 y 1795, producto de la segunda parte de la Revolución francesa de 1789 que dio paso a una monarquía constitucional. En agosto de 1792, una turba se rebeló y exigió elecciones y la abolición de la monarquía. El 21 de enero de 1793, a las diez y veinte de la mañana, la cabeza del ex-rey Luis XVI rodaba por la Plaza de la Revolución hacia los Campos Elíseos. En octubre del mismo año, la cabeza de María Antonieta hacía lo mismo, y con ello empieza El Terror francés. El régimen que tomó el poder bajo el lema de «libertad, igualdad y fraternidad» dio el mismo fin, en esa misma plaza, en sendos espectáculos públicos, a más de mil cabezas consideradas peligrosas; uno puede imaginar el estado de excitación de las multitudes. En un intento de borrar el mal recuerdo, el lugar fue rebautizado como Plaza de la Concordia.

Pero volvamos a Le Bon, que sabía escribir muy bien, y que por eso fue capaz de hacer que su casual racismo y sexismo impacten en el mundo de la psicología y el darwinismo social. No tenemos tiempo para hablar de a qué se refería exactamente con «raza» — usaba el término tanto como para lo que nosotros llamamos «nacionalidades» y «etnias» como en el sentido en el que lo usamos hoy; igual a como aquí usamos «multitud», «muchedumbre», «masa» y «turba» casi indistintamente. Le Bon, así como estudió “el alma de la muchedumbre”, estudió “el alma de las razas”, la del socialismo y la de la democracia — este último, un término del que decía que se usaba para muchas cosas y que en varias naciones se aplicaba mal. Una de las grandes fuentes del conservadurismo francés, elitista, seguro que era; e hijo de su época y su ambiente, también. Uno no puede escapar de la influencia de lo que lee, lo que ve, la información que consume, el comportamiento y las ideas de su comunidad. Curar el ambiente, está comprobado, es la mejor forma de prevenir el ataque de los impulsos.

Nos lleva el impulso ahora hacia Estados Unidos. Mary Whiton Calkins (1863-1930) fue una psicóloga y filósofa que se convirtió en la primera mujer en presidir tanto la American Psychological Association como la American Philosophical Association. Antes, Harvard le había negado el doctorado en psicología por ser mujer, habiendo completado todas las clases, a las que fue con un permiso especial “como invitada”; después fue docente y líder de un departamento de investigación en esa universidad, y en un montón de otras. Un montón fueron también los doctorados y posiciones honorarias que le ofrecieron. En 1901 publicó Una introducción a la psicología, y en él describió a Le Bon como “un brillante escritor francés”, y lo citó varias veces, incluyendo la certera frase susodicha. Sin embargo, “disiente enfáticamente” de la creencia de que “la muchedumbre o la turba es el único grupo social”, de que “la conciencia de turba es el único tipo de conciencia social”, y pide no confundir la muchedumbre con la sociedad. Lo explica así[4]:

“La persona reflexivamente social se da cuenta de que su propia conciencia y sus actos son imitaciones de los demás miembros de su grupo social o son modelos para ellos; se da cuenta, también, de que la conciencia y los actos de cada uno de los demás miembros del grupo son, o bien modelos de los sentimientos y actos de los demás, o bien sugestiones de sus experiencias y actividades. Uno imita, se opone o guía conscientemente a los demás, con la conciencia de que están relacionados de forma similar con uno mismo y con los otros. Este reconocimiento de las relaciones sociales es evidentemente un asunto reflexivo y deliberado, y no forma parte en absoluto de la «conciencia de la turba». [Por el otro lado] El individuo de la muchedumbre, aunque pueda tener la vaga sensación de compañerismo, no sabe que sus actos son el resultado de un contagio social. Si le preguntás por qué grita, rescata, o mata, te dirá que no puede evitarlo; y tiene razón, porque la imitación es un instinto irracional, y aunque sus actos están influenciados por los del grupo al que pertenece y por los actos de su líder, no razona sobre esta imitatividad ni se da cuenta claramente de ella.”

Antes de hacer esta aclaración, escribe, sobre la «conciencia de la muchedumbre»:

“Los individuos que la componen comparten la experiencia perceptiva y emocional de los demás, pero sus acciones son demasiado precipitadas como para admitir tiempo para la reflexión, y están profundamente influenciados por la emoción como para ser capaces de lealtad o de voluntad deliberada. La conciencia de la turba no sólo es fundamentalmente imitativa, sino que carece por completo de deliberación y reflexión, por tanto es caprichosa y fantasiosa. Por esta razón, los actos de una turba son absolutamente impredecibles, ya que surgen de las emociones, notablemente la más temporal de nuestras actitudes subjetivas. La inconstancia de la muchedumbre es, por tanto, su atributo tradicional; la turba que ha clamado en voz alta por la república rasga el aire con su Vive le Roi, y los Dantons y Robespierres, que han sido líderes de la muchedumbre, se convierten en sus víctimas.

Georges-Jacques Danton (1759-1794) y Maximilien de Robespierre (1758-1794) fueron dos de las figuras más prominentes de la Revolución francesa. Danton fue uno de los autores intelectuales de la caída de la monarquía, y fue el primer presidente del Comité de Salvación Pública, el ala de la Convención —y del Reinado del Terror— encargada de “proteger a la nueva república contra sus enemigos extranjeros y domésticos”. (Siempre que hay un «Comité de Salvación», «Ministerio de la Verdad», «Policía de la Moral», etcétera, lo que se quiere esconder lo contrario y establecer un régimen autoritario.) Pero Danton fue acusado por el mismo comité de corrupción, conspiración y de ser muy misericordioso con los enemigos, y murió por la misma guillotina que comandó. Robespierre, miembro de la misma comisión, se las arregló para acusar a su antiguo aliado y lograr su condena. Fue presidente de la Convención, cargando con él el apodo de «el incorruptible» por su intransigencia con lo que defendía: abolición de la pena de muerte y la esclavitud, y el derecho de voto universal (incluidos judíos y personas de color). Pero, una vez se convirtió en parte del gobierno autoritario, lógicamente, la pena de muerte estaba justificada para con los opositores, quienes no deberían votar. Muchos pueden ver aquí una contradicción entre sus principios, pero Robespierre se mantuvo en lo que era: un radical intransigente. Metió tanto miedo con sus ejecuciones mientras lideraba la nación, que finalmente él también fue considerado un opositor: acusado de ser un dictador, y con la misma celeridad con la que él (no) juzgaba, el mismo comité le cortó la cabeza. A él y 28 de sus asociados; y con esto se acabó la Terreur. A los pocos años la democracia francesa, que no había terminado de nacer, ya estaba muerta, y estaba vivo el imperio de Napoleón. Vive le Roi! Vive L'EmpereurVive le Diable.

Toda cosa que surja de una (in)conciencia de la muchedumbre —de un momento en el que un gran grupo de individuos no son conscientes de lo que están haciendo, se están dejando llevar por la opinión pública, y que además no se sienten responsables de sus actos— tiene un costo social altísimo. La Revolución francesa es un caso, como lo es la reciente Primavera Árabe, como lo fue la Revolución rusa, y también la iraní. Lo es también la elección de cientos de alcaldes y presidentes en la historia reciente del mundo occidental, donde populistas, payasos y charlatanes han perfeccionado el arte de ser elegidos en vez del arte de gobernar; y no sólo eso, sino también el arte de aferrarse al poder. Lo son también las Cruzadas de la Edad Media, el nazismo, la persecución de los cristianos, el caso Dreyfus, la persecución de los paganos, la Inquisición, el salafismo islámico, el producto estadounidense denominado como guerra contra el terrorismo en el Medio Oriente, el genocidio de «razas» o etnias enteras a lo largo de toda la historia en todos los continentes... (Sin entrar a ver casos más «banales» como la manipulación de mercados bursátiles o el ascenso a la fama y estatus de socialite de los capos de la mafia norteamericana, del narcotráfico latinoamericano, o de los piratas en la época de las conquistas de ultramar.) Todas estas son revoluciones culturales y populares con un costo social que cuesta mucho tiempo en recuperar. Tenemos una capacidad para dejarnos llevar que es —a falta de una mejor palabra— jodida. Nos ayuda también a hacer el bien, totalmente. Pero cuando se usa para manipular y exterminar, cuando es usada por fanatismos proselitistas que te quieren convencer de su verdad —que además es la única verdad— entonces la cosa se puede poner complicada.

Ya hemos hablado de que hasta hace unos cuantos siglos los problemas locales se mantenían locales. No es hasta que el humano empieza a viajar seguido ya no sólo por curiosidad, sino por comercio y para imponer su cultura que las enfermedades locales empiezan a convertirse en epidemias — y ahora, con los aviones, en pandemias. No es hasta que aparece la imprenta que las ideas empiezan a esparcirse rápidamente de un lugar a otro. Y después vino el telégrafo, y el teléfono, y la radio, y la televisión, y el celular, y el internet... Y la idea de un fanático radical intransigente o la de un charlatán manipulador, al otro lado del planeta, la podemos saber inmediatamente. Y me puede seducir, y me puede convertir, y me puedo volver otro evangelizador. Inconscientemente, es fácil terminar metido en movimientos o cultos que, de tener las libertades para hacer lo que les da la gana como los gobiernos autoritarios, aplicarían los mismos métodos represivos. Que no te quepa duda que los fanáticos que te marcan y mueven masas para que te cancelen en internet porque tus opiniones no les gustan, de haber ostentado el poder en la Francia del Terror, te habrían enviado a la guillotina.

Cerramos con un extracto de un ensayo publicado en 1897 por Edward Alsworth Ross (1866-1951), un sociólogo progresista de los Estados Unidos (defensor de los derechos de los trabajadores y las mujeres), doctor en economía política, reconocido economista, sociólogo reconocido y moldeador del rubro en Estados Unidos (enfocado sobre todo en el control social), profesor en varias universidades, entre ellas Cornell y Stanford... y de esta última fue despedido por sus visiones sobre la inmigración, la contratación de trabajadores extranjeros, y la eugenesia, que es una forma delicada de decir racismo. Su salida provocó lo que provoca ahora la salida de algún nombre famoso por hacer declaraciones políticamente incorrectas: “un debate nacional sobre la libertad de expresión y el control de las universidades por parte de intereses privados. De aquí surgió el movimiento organizado para proteger a los académicos con tenure[5]. Luego fue presidente de la American Sociological Association. Durante su tenure en Stanford, escribió lo siguiente[6]:

“Un hombre expectante o excitado se entera de que mil de sus conciudadanos han caído presa de cierto sentimiento potente, y se encuentra con la expresión de este sentimiento. Cada uno de estos ciudadanos se entera de cuántos otros sienten lo mismo que él. Cada etapa en el crecimiento consecuente de este sentimiento en extensión e intensidad es percibida, y así se fomenta la simpatía y la disposición a ir con la masa. ¿No obtendremos inevitablemente, por esta serie de interacciones, esa mirada de «fuera» que caracteriza al átomo humano en la turba?

El boletín, el rumor que se pasea, «el hombre de la calle» y la fácil aglomeración para hablar o arengar abren esos caminos entre las mentes y preparan esos contactos que permiten a la masa ambiental presionar casi irresistiblemente sobre el individuo. Pero, ¿por qué debe limitarse este fenómeno a la gente apiñada en unos pocos kilómetros cuadrados de suelo urbano? El contacto mental no está ligado a la proximidad. Con el telégrafo para recoger y transmitir las expresiones y signos del estado de ánimo dominante, y el correo rápido que apresura a las ansiosas garras de miles de personas que esperan las hojas aún húmedas del diario matutino, las personas remotas son llevadas como si estuvieran en presencia unas de otras. A través de sus órganos, el público excitado es capaz de asaltar al individuo con una masa de sugestión casi tan vívida como si estuviera realmente en medio de una inmensa muchedumbre.

Antes, en un día, una conmoción podía provocar la fiebre hasta en un radio de unas cien millas alrededor de su punto de origen. Al día siguiente podría agitar la zona más allá, pero mientras tanto el primer cuerpo de gente se habría enfriado y estaría dispuesto a escuchar a la razón. Y así, mientras una ola de excitación pasaba lentamente sobre un país, toda la masa popular no se encontraba en ningún momento en el mismo estado de agitación. Sin embargo, ahora, nuestros dispositivos de aniquilación espacial, al transmitir una conmoción sin pérdida de tiempo, la hacen casi simultánea. Un vasto público comparte la misma rabia, alarma, entusiasmo u horror. Entonces, a medida que cada parte de la masa se familiariza con el sentimiento de todos los demás, el sentimiento se generaliza e intensifica. Se produce un aumento de la temperatura emocional, lo que conduce a una reacción similar. Al final, el público se traga la individualidad del hombre ordinario, como la muchedumbre se traga la voluntad de sus miembros.

Es evidente que, en cuestiones de política, este consenso instantáneo de sentimientos u opiniones es perjudicial si se traduce en una acción inmediata. Antes, la lentitud necesaria para enfocar y determinar la voluntad común aseguraba la pausa y la deliberación. Ahora, la rápida aparición de un sentimiento masivo amenaza con traicionarnos hacia medidas impulsivas o poco meditadas. Calores y arrebatos repentinos reemplazan la reflexión y el acuerdo; y con ello aumenta la impaciencia ante los controles y la maquinaria que impiden al público dar efecto inmediato a su voluntad. A medida que el funcionamiento del gobierno representativo se vuelve así menos torpe, desaparece parte de esa sana deliberación que ha distinguido a la democracia indirecta de la directa.

Checks and balances dicen los estadounidenses para hablar de la separación de poderes. Si en lo político queremos que haya deliberación y tiempo antes de tomar una decisión que nos afecta en el largo plazo, y queremos que no sea una sola persona quien tenga el poder de tomar esta decisión, no estoy seguro cómo, pero quizá los individuos deberíamos buscar algo parecido internamente. Al final y al cabo, todos conversamos con nosotros mismos. No sería muy loco que tengamos un abogado interno que nos haga preguntarnos, antes de dejarnos llevar por lo que está haciendo la muchedumbre: «¿es esto lo ideal, lo que querés para vos, o estás a punto de comportarte como un fanático o como un pandillero?» Una multitud puede tumbar a un gobernante, endiosar a un charlatán, destrozar una reputación, arrastrar a una persona hacia la depresión, crucificar a un profeta o apedrear a una mujer embarazada. La ventaja de la democracia es que nos deja elegir el tipo de sociedad que queremos tener (en teoría), y la ventaja de la libertad es que nos deja decir lo que pensamos y pensar lo que queremos (en teoría); pero eso también implica que tenemos que escuchar lo que otros piensan, que puede ser cualquier barbaridad, y que puede empujar a nuestra comunidad a cualquier barbarie. Lamentablemente, en el mundo que aprecia la libertad, en una época de interconexión y de inmediatez, no queda otro remedio para el individuo que cuidar las ideas con las que se quiere entretener. Otros han cometido crímenes que queremos castigados o justificados, otros han hecho cosas que queremos saber, comprender, criticar o chismear. Otros. Pero vos, se preguntaba Séneca, “¿qué hiciste vos, pobrecito, para tener que mirar este espectáculo?”


Post Scriptum: el día que publicábamos esto, el mundo nos dejaba uno de los mejores ejemplos de la historia reciente para observar lo dicho.

Pasó en Majachkalá, capital de la república de Daguestán, la provincia de la Federación Rusa que está más cerca de Irán, colindante con Azerbaiyán, Georgia y Chechenia, y la más cosmopolita (conviven decenas de etnias y no hay una mayoritaria). Una turba de cientos de hombres, la mayoría musulmanes, ante el rumor de que llegaba un vuelo de Israel, se lanzó, literalmente, a la caza de judíos. Las imágenes que nos llegaron daban miedo, que era lo que querían inspirar. Hace cuarenta años, nos hubiéramos enterado de esto por la tele, si es que la turba se hubiera enterado que llegaba tal vuelo; ochenta años atrás, lo hubiéramos sabido por el periódico; ciento veinte años atrás, los hermanos Wright despegaban por primera vez en su aeroplano. Hoy, a través de “nuestros dispositivos de aniquilación espacial”, la aviación comercial te conecta con casi cualquier lugar del planeta, podemos seguir aviones en tiempo real, nos enteramos de todo en vivo, y reaccionamos inmediatamente. Queriendo y sin querer (cuando mataron a Osama Bin Laden, una persona, sin saberlo, tuiteó toda la redada en vivo). Y así, en Daguestán, cientos de personas formaron una muchedumbre que revisó hoteles, vehículos, autos de policía, ambulancias, buses, huecos y verihuecos; tomaron un aeropuerto e intentaron entrar a los aviones; revisaron, donde ingresaron, pasaportes e identificación, buscando judíos para linchar. Millones de personas en distintas partes del mundo seguían la noticia en vivo, recibiendo videos verídicos y otros falsos, celebrando u horrorizándose ante lo que se veía.

La presencia de niños y mujeres —cosa que creemos que suele llevarnos hacia cierto grado de decencia—no parecía importarles, y la idea de que esto suceda en pleno siglo 21 a veces nos parece inconcebible. En la cultura occidental, donde nos juramos «civilizados», pensamos que ya no debería existir xenofobia ni racismo, que ya no podemos caer en la tentación de cometer barbaries ni dejarnos llevar por la masa, que ya no deberían haber guerras. Pero esto es una ilusión. Más allá de todo juicio moral, la realidad nos muestra que estos comportamientos están codificados en la naturaleza humana. El dejarse llevar por ideologías y por el pensamiento tribal está en nuestra esencia: lo hemos visto recientemente en la pandemia, en las protestas sociales alrededor del mundo, en la guerra de Ucrania y Rusia, y ahora en la de Israel y Palestina, donde estamos observando todo tipo de instintos saliendo de la cueva donde estaban hibernando. Y quizás es inevitable que hablemos de eso.


[1] Cartas a Lucilio, libro 1, carta 7 (c. 60-65 AD).

[2] Introducción a Elemente der Völkerpsychologie (1912).

[3] Libro 1, capítulo 1 de The Crowd: A Study of the Popular Mind (1896), originalmente publicado en francés bajo el título Psychologie des Foules (1895).

[4] An introduction to psychology, libro 1, parte 2, capítulo 23, sección 1.

[5] Artículo de la American Sociological Association, actualizado por última vez el 31 de mayo de 2005.

[6] The Mob Mind, publicado en julio de 1897 en The Popular Science Monthly.


Se cita a:

Edward Alsworth Ross: la turba y la tecnología
Nuestros dispositivos de aniquilación espacial, al transmitir una conmoción sin pérdida de tiempo, la hacen casi simultánea. Un gran público comparte la misma rabia, alarma, entusiasmo, horror. Mientras cada parte de la masa se familiariza con el sentir de los otros, el sentimiento se generaliza.
Séneca - Conectorium
Lucio Anneo Séneca (Córdoba, 4 a. C. - Roma, 65 d. C.), «el Joven» para distinguirlo de su padre. Filósofo, político, orador y escritor romano conocido por sus obras morales (estoicismo). Fue cuestor, pretor, senador y cónsul sufecto durante los gobiernos de Tiberio, Calígula, Claudio y Nerón; consejero y tutor de este último, cuando gobernó de facto el Imperio Romano con Sexto Afranio Burro. Tuvo muchos enemigos políticos. Condenado a muerte por Nerón, se suicidó como buen estoico.

Capítulo previo del libro «Alabanza y menosprecio de la democracia»:

Agnes Repplier: sobre la opinología
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