Shakespeare en el Día del Libro: las pasiones humanas, las rosas y Enrique VI

¿Qué valor tiene, cuando un perro gruñe, meter la mano entre sus dientes cuando se puede espantarlo a patadas? / Si no te odiara mortalmente lamentaría tu miserable estado. Zapatea y rabia, para que yo cante y baile / Se confirma el adagio: montados, los mendigos llevan sus caballos a la muerte

Shakespeare en el Día del Libro: las pasiones humanas, las rosas y Enrique VI
Arrancando las rosas rojas y blancas en los jardines de la Iglesia del Temple, fresco de Henry Albert Payne pintado en el palacio Westminster (1910), inspirado en una escena de la obra Henry VI de Shakespeare
Contexto Condensado

23 de abril, Día del Libro. Institucionalizado por la Unesco en 1989, celebrado globalmente desde 1995, su iniciativa se dio en España hace casi un siglo. Antes de ser el Día Internacional del Libro y los Derechos de Autor, era sólo el Día del Libro, el Día de la Lengua Española, y el Día de San Jorge. O la Diada de Sant Jordi, en catalán, porque la celebración nace en Cataluña, donde desde la década de 1920 se regalan libros y rosas en este día en el que, ya desde hace siglos, se conmemora la muerte de este soldado romano, nacido en lo que hoy es Turquía, quien supuestamente mató un dragón para salvar una princesa y se convirtió en mártir de la fe por negarse a perseguir cristianos, confesando que él también lo era, siendo ejecutado por órdenes del emperador Diocleciano, de quien era guardia personal, supuestamente el 23 de abril del año 303. Pero el uso de esta efeméride como Día del Libro se estableció en el mundo de la «ñ» para honrar a Miguel de Cervantes, quien falleció el 23 de abril de 1616. Según algunos estudios, murió un día antes y lo enterraron el 23; pero hay un acta de defunción que dice: “En 23 de abril de 1616 asimismo murió Miguel de Zerbantes Sahavedra” — así se escribía antes. El mismo día murió el Inca Garcilaso de la Vega.

La veneración de San Jorge empezó, al parecer, en Palestina —donde lo enterraron— durante el siglo 4. Hoy, San Jorge es santo patrón de varias regiones, entre ellas: Cataluña, Aragón, Valencia, Portugal e Inglaterra, donde da la casualidad de que Shakespeare también murió en la misma fecha: 23 de abril de 1616 — pero no el mismo día que Cervantes. Pasa que en Inglaterra todavía seguían usando el calendario juliano y no el gregoriano que usamos hoy, que por ese entonces era una innovación con apenas 33 años de antigüedad. Diez días había de diferencia entre ambos calendarios, cuya adopción se hizo a pedido de la Iglesia Católica en 1582; por eso se adoptó primero en los reinos católicos de España y Portugal, los británicos y sus colonias no lo tomaron hasta mediados del siglo 18. Como Shakespeare fue bautizado un 26 de abril 52 años antes, románticamente se ha llegado a la conclusión de que murió el mismo día de su cumpleaños. Como lo hiciera 66 años después Sir Thomas Browne, que murió el día que cumplía 77 años.

Siguiendo un trend español, el mundo, que ahora se comunica en inglés, instauró éste como el Día del Libro. Siguiendo un trend español, el mundo adoptó el calendario gregoriano. Leyendo a Browne vimos que, siguiendo un trend español, la escritura inglesa reemplazó la letra «ʃ» por la «s», y ha pasado luego por otros cambios (como la eliminación del sufijo «-e» en palabras donde la «e» final no se pronunciaba ni demarcaba una vocal corta en la sílaba anterior: «Browne» pasó a ser «Brown», «Yorke» se convirtió en «York»). Tanto en inglés como en español, como en otros idiomas, lo escrito en los siglos pasados ha sido retraducido a la nueva forma de escribir de las distintas lenguas. Una edición del Quijote hoy no es exactamente igual a la versión original del Quixote; pero es quizá más fácil de entender para quien habla español, que para un estadounidense entender a Shakespeare en su inglés isabelino original.

La reina Isabel I marcó una era: reinó 44 años (26 menos que la segunda, que falleció hace poco). Era hija de Ana Bolena y Enrique VIII, que era hijo de Enrique VII —el primero de los Tudor—, que no era hijo de Enrique VI, sino nieto de la viuda de Enrique V. No es el día para hablar de esto, aunque tenga que ver con la escena que leemos a continuación: la cuarta escena, del primer acto, de la tercera parte de Enrique VI, de William Shakespeare — oficialmente: The third Part of Henry the Sixt, vvith the death of the Duke of Yorke, una muerte que leemos aquí (así se escribía antes «sixth» y «with»).
Primera página de la obra en el Second Folio de 1632
Guillermo Shakespeare, como le dicen en España, escribió esta trilogía sobre el rey Henry VI mucho antes de Dune, Matrix, El Señor de los Anillos, El Padrino, Los Juegos del Hambre, Star Wars... Como sucede con algunas franquicias, el éxito llevó a que (probablemente) escriba la primera parte, no al inicio, sino después, como prequel. Si les agregamos la obra sobre Richard III, es una tetralogía. Se teoriza que no escribió estas obras solo, sino en colaboración; y se conocen varias de las fuentes en las que se inspiró, en algunos casos de forma casi calcada.

La serie abarca la Guerra de las RosasWars of the Roses—, que nada tiene que ver con Saint George y la costumbre centenaria de regalar rosas en su día, sino con la guerra civil por ocupar el trono que se dio en Inglaterra entre 1455 y 1487 entre las casas de Lancaster y York: ambas casas tienen en su emblema rosas: rojas las de Lancaster, blancas las de York. O quizás sí tiene que ver con San Jorge, porque de la sangre del dragón supuestamente surgió un rosal del que sacó una rosa que regaló a la princesa, y San Jorge es el santo patrón de Inglaterra. Durante la guerra las rosas no fueron realmente un símbolo y el nombre de la guerra se puso y se popularizó mucho tiempo después, en el siglo 19, basado en una escena de la primera parte de esta tetralogía, donde algunos nobles eligen rosas de uno u otro color para simbolizar su allegiance. Durante más de un siglo fue llamada simplemente «the civil wars» (actually, «the civill warres»). Pero luego de la guerra, Enrique VII unió ambas rosas en lo que ahora es el emblema tradicional de Inglaterra —la Rosa Tudor— y el símbolo del final de la guerra. Un gran acto de propaganda que sin duda ayudó al bautizo posterior (hecho también para diferenciar esta guerra de la English Civil War del siglo 17).

Pero vamos al inicio de esta lucha y al personaje de esta trilogía de Shakespeare. Enrique VI nació en 1421 y se convirtió en rey de Inglaterra apenas nueve meses después, luego de la muerte de su padre, Enrique V. Fue rey hasta 1461, y luego de nuevo, por seis meses, entre octubre de 1470 y abril de 1471. Fue también heredero de la corona francesa, pero Juana de Arco le arruinó estos planes. Su mala gestión y sus probables ataques de locura —cosa que Shakespeare no menciona— sirvieron de excusa para que Ricardo Plantagenet, duque de York, lo aprese y se haga regente del reino: así estalló la Guerra de las Rosas.

Enrique VI era de la casa de Lancaster; a su único hijo lo mataron los yorkistas; a él lo mataron a los pocos días en la Torre de Londres, donde estaba preso luego de perder por segunda vez el trono. Se había casado con Margarita de Anjou, cosa que no gustó entre los nobles ingleses. Margaret —que derrotó y mandó a la muerte al duque de York en una batalla— nació en una comuna de Francia; era hija del duque de Anjou, que también era conde de Provenza, y también duque de Bar, y de Lorena, y rey de Jerusalén, y —el título más pesado— rey de Nápoles: Renato I de Nápoles, el Bueno, también conocido como Renato de Sicilia.

Pero volvamos, por favor, a donde empezó todo esto, a los libros y Cataluña. Resulta que este Renato era autor de poesías y novelas, y que en 1442 perdió el trono de Nápoles con Alfonso V de Aragón; pero en 1466, el principado de Cataluña, durante la guerra civil catalana contra Juan II, le ofreció el trono de Aragón, y así se convirtió —sin pisar nunca su nuevo reino— en Renato I de Cataluña.

Toda esta historia es complicada de seguir, es tan difícil como traducir a Shakespeare del inglés isabelino al español respetando su ingenio, su verso y su prosa; pero sentir a Shakespeare, no importa el idioma, no es difícil, porque estamos todos emparentados. Todo está conectado: la historia, la literatura, nosotros, la geografía, la política y todas sus luchas, que han sido siempre movidas por las mismas pasiones humanas — y esto lo conocemos gracias a los libros.
Autor: William Shakespeare (1564-1616)

Obra de teatro: Enrique VI, parte 3
> Acto 1
>> Escena 4

Redactada y puesta en escena alrededor de 1591, en inglés

Traducción de Roberto Appratto, edición a cargo de Andreu Jaume (2012)
Alarma. Entra Ricardo, duque de YORK.

YORK:
El ejército de la reina ha conquistado el campo;
por rescatarme han muerto mis dos tíos;
todos mis seguidores retroceden
ante el impetuoso rival, y huyen como barcos con el viento
o corderos perseguidos por hambrientos lobos.
¿Mis hijos? Dios sabe qué habrá sido de ellos.
Pero sé una cosa: se han comportado como hombres
nacidos para ser ilustres por su vida o su muerte.
Tres veces Ricardo me abrió paso
y tres veces gritó: «¡Valor, padre, pelea!».
Las mismas veces vino Eduardo a mi lado
con la cimitarra púrpura, pintada hasta el mango
con la sangre de aquellos que enfrentó.
Y cuando los más valientes soldados se apartaban,
Ricardo gritó: «¡A la carga y no cedan un palmo de terreno!»
y luego: «¡Una corona, o una tumba gloriosa!
¡Un cetro o un sepulcro en la tierra!».
Y así volvimos a cargar. Mas, ¡ay!, de nuevo
retrocedimos, como se ve al cisne
nadar con inútil esfuerzo contra la marea
y gastar la fuerza en olas que lo vencen.

Breve alarma dentro.

¡Escuchen! Los malditos secuaces nos persiguen
y yo estoy débil y no puedo escapar a su furia;
y aunque tuviera fuerzas, no la eludiría.
Las arenas que componen mi vida están contadas.
Debo quedarme aquí; que aquí mi vida acabe.

Entran la REINA MARGARITA, lord CLIFFORD, el conde de NORTHUMBERLAND y el joven príncipe Eduardo, con soldados.

¡Vengan, sanguinario Clifford, Northumberland feroz!
¡Propongo más fervor a su furia inextinguible!
Soy su blanco, y espero su disparo.

NORTHUMBERLAND:
Ríndete a nuestra merced, Plantagenet arrogante.

CLIFFORD:
Sí, la misma merced que su brazo despiadado,
con un golpe vertical, mostró con mi padre.
Ya Faetón ha caído de su carro,
y en pleno mediodía encontró la noche.

YORK:
Mis cenizas, como el fénix, pueden engendrar
un ave que se vengará en todos ustedes;
con esa esperanza levanto los ojos al cielo,
y desprecio todo aquello con que puedan dañarme.
¿Por qué no vienen? ¿Son multitud y tienen miedo?

CLIFFORD:
Así luchan los cobardes cuando no pueden ya huir;
así las palomas picotean los filosos espolones del halcón;
así los ladrones, desesperados, resignando la vida,
lanzan insultos contra los oficiales.

YORK:
Ah, Clifford, piensa en ti una vez más,
y en tu pensamiento recuerda mis tiempos pasados,
y, si aún tienes vergüenza, mira esta cara
y muérdete la lengua, que cobardemente insulta
a aquel cuyo ceño te ha hecho palidecer y escapar.

CLIFFORD:
No disputaré contigo con palabras,
sino con golpes, dos veces dos por uno.

Desenvaina.

REINA MARGARITA:
Detente, bravo Clifford; por mil causas
quisiera prolongar un poco la vida del traidor.
La ira lo ensordece: habla tú, Northumberland.

NORTHUMBERLAND:
Detente, Cliford, no lo honres tanto como para
pincharte el dedo por herirle el corazón.
¿Qué valor tiene, cuando un perro gruñe,
meter la mano entre sus dientes
cuando se puede espantarlo a patadas?
Es privilegio de la guerra sacar todo el provecho,
y estar diez contra uno no reduce el coraje.

Luchan y apresan a YORK.

CLIFFORD:
Sí, sí, así se debate el pájaro en la trampa.

NORTHUMBERLAND:
Así lucha el conejo en la red.

YORK:
Así triunfan los ladrones sobre el botín conquistado,
así ceden los decentes, superados por bandidos.

NORTHUMBERLAND: (A la REINA.)
¿Qué quiere su gracia que le hagamos ahora?

REINA MARGARITA:
Bravos guerreros, Clifford y Northumberland,
pónganlo de pie sobre este montículo,
a él, que alargando los brazos pretendía montañas,
y no hizo más que dividir la sombra con su mano.
(A YORK.) ¿Qué? ¿Y tú eras el que quería ser rey?
¿El que hizo una escena en el parlamento,
predicando sobre su ilustre descendencia?
¿Dónde está la banda de hijos tuyos para ayudarte ahora?
¿Dónde el lujurioso Eduardo y el afeminado Jorge?
¿Y dónde está ese prodigio, el valiente jorobado,
tu hijo Ricardito, que con su voz gruñona
solía animar a su papá en los motines?
Y, en cuanto al resto: ¿dónde está tu amado Rutland?
Mira, York: he manchado este pañuelo con la sangre
que el bravo Clifford, con la punta de su espada,
hizo manar del pecho de tu hijo.
Y si tus ojos pueden llorar esa muerte,
te doy esto para que seques tus mejillas.
Ah, pobre York, si no te odiara mortalmente
lamentaría tu miserable estado.
Te lo ruego, York, ponte triste para que yo me alegre.
¿Qué? ¿Tu fiero corazón te ha resecado tanto las entrañas
que no viertes ni una lágrima por la muerte de Rutland?
¿Por qué esta calma, amigo? Deberías estar furioso,
y yo, para que lo estés, me burlo de este modo.
Zapatea; delira, rabia, para que yo cante y baile.
A lo mejor hay que pagarte, pienso, para que me alegres.
York no puede hablar a menos que lleve una corona.
(A sus hombres.) Una corona para York, señores. ¡Inclínense ante él!
Sujétenle las manos mientras se la pongo.

Pone una corona de papel en la cabeza de YORK.

Ah, sí, señor, ahora luce como un rey, caramba.
Este es el que ocupó el trono de Enrique,
y a quien él eligió como heredero.
Pero ¿cómo el gran Plantagenet se coronó tan pronto
y rompió su solemne juramento?
Por lo que recuerdo, no deberías ser rey
hasta que nuestro rey estrechara manos con la muerte.
¿Vas a poner la gloria de Enrique en tu cabeza
y robarle de las sienes la diadema ahora,
en vida, contra tu santo juramento?
¡Oh, es una falta demasiado, demasiado imperdonable!
¡Fuera la corona!

Se la quita de un golpe. Y con la corona su cabeza.

Y mientras nos damos un respiro,
ocupémonos en matarlo.

CLIFFORD:
Esa es mi tarea, en nombre de mi padre.

REINA MARGARITA:
No, detente; oigamos sus oraciones.

YORK:
Loba de Francia, peor que las lobas de Francia,
de lengua más ponzoñosa que colmillo de serpiente:
¡qué mal sienta a tu sexo
triunfar como una amazona
sobre los enemigos que apresa la suerte!
Si tu rostro no fuera una máscara inmutable,
prepotente a fuerza de acciones malignas,
yo intentaría, soberbia, hacerte sonrojar.
Decir de dónde vienes, de quién,
bastaría para avergonzarte, si tuvieras vergüenza.
Tu padre asume el papel de rey de Nápoles,
de ambas Sicilias y Jerusalén,
pero es menos rico que un campesino inglés.
¿Ese pobre monarca te ha enseñado a insultar?
No es preciso, ni te sirve, reina orgullosa,
salvo para confirmar el adagio: montados,
los mendigos llevan sus caballos a la muerte.
A menudo la belleza envanece a las mujeres;
Dios sabe que es poca la que te ha tocado;
la virtud hace que se las admire;
a ti te hace admirable lo contrario.
La discreción las hace parecer divinas;
tú, por falta de ella, eres abominable.
Eres tan opuesta a todo bien
como a nosotros las antípodas
o como el sur al septentrión.
¡Ah, corazón de tigre envuelto en pellejo de mujer!
¿Cómo pudiste drenar la sangre del niño
para que el padre se secara los ojos
y seguir llevando semblante de mujer?
Las mujeres son suaves, tiernas, compasivas y flexibles;
tú, severa, dura, impenetrable, despiadada.
¿Me pediste furia? Ya has cumplido tu deseo.
¿Querías que llorara? Se ha hecho tu voluntad,
pues el viento airado hace estallar incesantes lloviznas,
y cuando la ira amaina comienza la lluvia.
Estas lágrimas son el tributo para mi dulce Rutland
y cada gota clama venganza por su muerte
contra ti, cruel Clifford, y contra ti, francesa falsa.

NORTHUMBERLAND:
Que me maldigan, pero sus sentimientos
me conmueven tanto que apenas puedo
impedir que mis ojos lloren.

YORK:
Los hambrientos caníbales no habrían osado
tocar su rostro, no habrían manchado de sangre...
Pero ustedes son más inhumanos, más inexorables,
ay, diez veces más que los tigres de Hircania.
Mira, reina despiadada, las lágrimas de un padre infeliz.
Has empapado este trapo con sangre de mi niño,
y yo limpio la sangre con mis lágrimas.
Guarda el pañuelo y haz alarde de esto,
y si cuentas bien esta penosa historia,
por mi alma que los que la escuchen llorarán;
sí, hasta mis enemigos derramarán lágrimas copiosas
y dirán: «Ay, fue un acto digno de piedad».
Ten, toma la corona, y mi maldición con ella:
que en caso de necesidad recibas un apoyo
igual al que tu cruel mano me ha brindado.
Clifford, corazón de piedra, sácame de este mundo.
Mi alma, al cielo; mi sangre, sobre sus conciencias.

NORTHUMBERLAND:
Aunque hubiera matado a toda mi familia,
viendo cómo la pena le carcome el alma
no podría, por mi vida, sino llorar con él.

REINA MARGARITA:
¿Qué? ¿Con el llanto a punto, mi lord Northumberland?
Piensa en el mal que nos ha hecho a todos,
y las lágrimas en que te fundes se secarán enseguida.

CLIFFORD:
Esto por mi juramento. Esto, por la muerte de mi padre.

Apuñala a YORK.

REINA MARGARITA:
Y esto por impugnar a nuestro bondadoso rey.

Apuñala a YORK.

YORK:
Abre la puerta de Tu misericordia, gracioso Dios;
mi alma vuela hacia Ti a través de estas heridas.

Muere.

REINA MARGARITA:
Córtenle la cabeza y pónganla en las puertas de York,
para que York mire York desde lo alto.

Trompetas. Salen con el cuerpo de YORK.

[Fin del primer acto]


Citado por / continúa en:

Robert Greene: unos tigres, un ataque a Shakespeare, y la vida que se acaba y se repite
Si una triste experiencia los mueve hacia la prudencia, o si una desdicha inaudita les ruega prestar atención, no dudo que mirarán hacia atrás con pena por su tiempo pasado, y se esforzarán con arrepentimiento en gastar el que está por venir. Hombres básicos son si por mi desdicha no son advertidos.

Citado por:

Schopenhauer: sobre lo que uno tiene (y lo que no)
No es de extrañar que en una especie animal tan precaria como la humana, cuya naturaleza consta totalmente de necesidades, nada se valore, e incluso se venere, más intensa y abiertamente que la riqueza, hasta el punto de que también el poder es buscado como medio para lograrla

Complementar con:

Thomas Browne: el hombre, sus opiniones, y su parecido con otros
Yo jamás podría distanciarme de ningún hombre por diferir en una opinión, ni enojarme porque no está de acuerdo conmigo en algo en lo que, tal vez, dentro de pocos días, yo mismo disentiría. — Las herejías no perecen con sus autores: aunque pierdan su corriente en un lugar, resurgen en otro.