Hannah Arendt: ¿qué es la libertad?
Que la prueba de la causalidad—la posibilidad de prever los efectos si se conocen todas las causas—no se pueda aplicar al campo de los asuntos humanos no es una prueba de libertad, sólo significa que no estamos en condiciones de conocer todas las causas que entran en juego. ¿Libertad=libre albedrío?

Entre el pasado y el futuro es donde vivimos. El eterno presente es el único lugar donde podemos jugar a ser libres. También es el título de una colección de ocho ensayos de Hannah Arendt, escritos entre 1954 y 1968, publicados por primera vez en 1961 (seis ensayos iniciales hasta la segunda edición del '68). A nosotros nos llegan en la traducción de Ana Luisa Poljak (1996).
En el cuarto de sus ocho ejercicios sobre el pensamiento político, Hannah Arendt busca respuesta a la eterna pregunta: ¿Qué es la libertad? Preguntarse esto, dice, “parece ser una empresa sin esperanza”. Hay contradicciones, hay “dilemas de imposibilidad lógica”, y además hay matices. ¿De qué libertad hablamos? ¿De la política, la libertad individual frente al estado? ¿De la libertad física y el “nada viene de la nada” y las leyes de causa y efecto? ¿O de la libertad sumamente individual, la libertad de espíritu, la estoica de Epicteto, la de no dejarse doblegar por las circunstancias y saber lo que depende de nosotros y lo que no? ¿Libertad = libre albedrío? Arendt navega todas estas aguas, citando el ensayo de Epicteto Sobre la libertad, retrocediendo hasta el “libertad significa hacer lo que uno quiere” de la Política de Aristóteles, y sosteniendo, como ya hemos visto, que la libertad política—y de la política—, y el “bastarse a uno mismo”, son requisitos indispensables para la vita contemplativa, “la forma de vida suprema y más libre”.
Mientras leás esto, recordá las preguntas sempiternas: ¿somos verdaderamente libres? ¿O estamos condicionados por nuestra historia, nuestra cultura, nuestro ADN, las leyes de la física, nuestra coyuntura y el azar—u orden—de lo que sucede a nuestro alrededor? ¿Hay causalidad o casualidad? Arendt intenta responder parcialmente estas preguntas (todas las respuestas son parciales) trayendo incluso algo del trabajo de Max Planck, fundador de la teoría cuántica y Nobel de Física (1918). El primer capítulo del ensayo es una joya, y por eso lo traemos completo. No te lo spoileo más.
Autora: Hannah Arendt
Libro: Entre el Pasado y el Futuro (1961)
Ensayo #4: ¿Qué es la Libertad?
Capítulo 1
Preguntarse qué es la libertad parece ser una empresa sin esperanzas. Es como si las contradicciones y antinomias del pasado estuvieran esperando para hacer que la mente se vea obligada a enfocar dilemas de imposibilidad lógica, tras lo cual según el ala del dilema que se haya escogido, resulte tan imposible la concepción de la libertad o de su opuesto como lo es comprender la idea de la cuadratura del círculo. En su forma más simple, la dificultad se puede resumir como la contradicción entre nuestra conciencia y nuestro consciente, que nos dicen que somos libres y por tanto responsables, y nuestra experiencia diaria en el mundo exterior, en el que nos orientamos según el principio de causalidad. En todos los asuntos prácticos, y en especial en los políticos, pensamos que la libertad humana es una verdad obvia, y, basadas en este supuesto axiomático, se dictan leyes, se adoptan decisiones y se aplican sentencias en las comunidades humanas. Por el contrario, en todos los campos del esfuerzo científico y teórico, nos atenemos a la no menos obvia verdad de nihil ex nihilo, de nihil sine causa, es decir a la idea de que incluso «nuestras propias vidas están sujetas, en última instancia, a la causalidad», y de que si hemos de tener un ego en esencia libre dentro de nosotros, ese ego sin duda jamás hace una aparición inequívoca en el mundo de los fenómenos y, por consiguiente, jamás puede llegar a ser el sujeto de comprobaciones teóricas. Por tanto, la libertad resulta ser un espejismo cuando la psicología echa una mirada a lo que, supuestamente, es su campo más recóndito, ya que «el papel que cumplen las fuerzas de la naturaleza, como causa del movimiento, tiene su contrapartida dentro de la esfera mental, en la motivación, como causa de la conducta».[1] Es cierto que la prueba de la causalidad —la posibilidad de prever los efectos si se conocen todas las causas— no se puede aplicar al campo de los asuntos humanos; pero este impredecible carácter práctico no es una prueba de libertad, sino que sólo significa que no estamos en condiciones siquiera de conocer todas las causas que entran en juego y esto, en parte, por el enorme número de factores implicados, pero también porque las motivaciones humanas, como elementos distintos de las fuerzas naturales, todavía están ocultas a los observadores, tanto a la inspección de nuestros congéneres como a nuestra introspección.
Debemos a Kant la máxima clarificación de estos oscuros temas y a su perspicaz aseveración de que la libertad no es más asequible al sentido íntimo, y dentro del campo de la experiencia interior, de lo que lo es a los sentidos que nos permiten conocer y comprender el mundo. Sea operativa o no la causalidad en el ámbito de la naturaleza y del universo, sin duda es una categoría mental que sirve para poner en orden todos los datos sensoriales, sea cual fuere su naturaleza, y esto es lo que hace posible la experiencia. De aquí se deduce que la antinomia entre libertad práctica y no-libertad teórica, ambas igualmente axiomáticas en sus campos respectivos, no sólo se refiere a una dicotomía entre ciencia y ética, sino que además está presente en las experiencias cotidianas que son el punto de partida tanto de la ética como de la ciencia. No es la teoría científica, sino el pensamiento mismo en su estado precientífico y prefilosófico, lo que parece disolver en la nada la libertad sobre la que se basa nuestra conducta práctica. En el momento en que reflexionamos sobre un acto que se llevó a cabo con la idea de que nuestro yo es un agente libre, parece que ese acto queda bajo el dominio de dos clases de causalidad: de una parte, la de la motivación interior y, de otra, la del principio de causalidad que gobierna el mundo exterior. Kant salvó a la libertad de este doble ataque, porque distinguió entre una razón «pura» o teórica y una «razón práctica», cuyo centro es el libre albedrío, por lo que es importante recordar que el agente poseedor de libre albedrío —de importancia suma en la práctica— nunca aparece en el mundo de los fenómenos, en el mundo exterior de nuestros cinco sentidos, ni en el campo de la percepción interior, con la que cada uno se capta a sí mismo. Esta solución, que contrapone el dictado de la voluntad y la comprensión de la razón, tiene su ingenio y hasta puede bastar para establecer una ley moral, cuya consistencia lógica en nada sea inferior a las leyes naturales. Pero de poco vale para eliminar la mayor y la más peligrosa de las dificultades, es decir, que el pensamiento mismo en su forma teórica como en su forma preteórica, hace desaparecer a la libertad, además de que ha de resultar extraño que la facultad de la volición, cuya actividad esencial consiste en dictar y mandar, tenga que ser el refugio de la libertad.
En el campo político, el problema de la libertad es crucial y ninguna teoría política puede despreocuparse de que este problema haya conducido al «bosque oscuro en el que la filosofía perdió su camino».[2] A continuación analizaremos la causa de esa oscuridad: ocurre que el fenómeno de la libertad de ningún modo se muestra en el reino del pensamiento; además, ni la libertad ni su opuesto se experimentan en el diálogo interno del yo, en cuyo transcurso se suscitan las grandes preguntas filosóficas y metafísicas; por último, la tradición filosófica —cuyo origen en este sentido discutiremos luego— distorsionó, en lugar de aclarar, la idea misma de libertad tal como se da en la experiencia humana, transportándola de su terreno original, al campo de la política y los asuntos humanos en general, a un espacio interior, la voluntad, donde se iba a abrir a la introspección. Como una primera justificación preliminar de este enfoque se puede señalar que históricamente el problema de la libertad ha sido la última de las grandes preguntas metafísicas tradicionales —como el ser, la nada, el alma, la naturaleza, el tiempo, la eternidad y otras— que llegó a convertirse en un tópico de la investigación filosófica. No existe preocupación por el tema de la libertad en toda la historia de la gran filosofía desde los presocráticos hasta Plotino el último filósofo antiguo. La libertad hizo su aparición primera en nuestra tradición filosófica cuando la experiencia de la conversión religiosa —primero la de Pablo y después la de Agustín— le dio lugar.
El campo en el que siempre se conoció la libertad, sin duda no como un problema sino como un hecho de la vida diaria, es el espacio político. Todavía hoy, lo sepamos o no, el problema de la política y el hecho de que el hombre sea un ser dotado de la posibilidad de obrar tiene que estar vivido sin cesar en nuestra mente cuando hablamos del problema de la libertad, porque la acción y la política, entre todas las capacidades y posibilidades de la vida humana, son las únicas cosas en las que no podemos siquiera pensar sin asumir al menos que la libertad existe, y apenas si podemos abordar un solo tema político sin tratar, implícita o explícitamente, el problema de la libertad del hombre. Además, el de la libertad no es uno más entre los muchos problemas y fenómenos del campo político propiamente dicho, como lo son la justicia, el poder o la igualdad; muy pocas veces constituida en el objetivo directo de la acción política —sólo en momentos de crisis o de revolución—, la libertad es en rigor la causa de que los hombres vivan juntos en una organización política: sin ella, la vida política como tal no tendría sentido. La raison d'être de la política es la libertad, y el campo en el que se aplica es la acción.
Esta libertad que damos por sentada en toda teoría política, y que incluso quienes son partidarios de la tiranía deben tomar en cuenta, es la antítesis misma de la «libertad interior», el espacio interno en el que los hombres pueden escapar de la coacción externa y sentirse libres. Tal sentimiento íntimo se mantiene sin manifestaciones extremas y en consecuencia es políticamente irrelevante por definición. Sea cual sea su legitimidad, y por mucha que haya sido la elocuencia de la Baja Antigüedad al describirlo, históricamente es un fenómeno tardío y en su origen fue el resultado de un apartamiento del mundo, en el que las experiencias mundanas se transformaban en experiencias internas del yo. Las experiencias de la libertad interior son derivativas, porque siempre presuponen un apartamiento del mundo, lugar en que se niega la libertad, para encontrar refugio en una interioridad a la que nadie más tiene acceso. El espacio interior en el que el yo se protege del mundo no se debe confundir con el corazón o la mente, que existen y funcionan, ambos, sólo en interrelación con el mundo. Ni el corazón ni tampoco la mente, sino la interioridad como espacio de libertad absoluta dentro del propio yo fue lo que se descubrió a fines de la Antigüedad, por obra de quienes no tenían lugar propio en el mundo y, por consiguiente, carecían de una condición mundana a la que, desde tiempos remotos hasta casi mediados del siglo xix, todos consideraron como requisito previo para la libertad.
El carácter derivativo de esta libertad interior, o de la teoría de que «la región apropiada de la libertad humana» es el «dominio interno de la conciencia»,[3] se muestra con mayor limpidez si acudimos a sus orígenes. En este sentido son representativos no el individuo moderno con su deseo de desplegarse, desarrollarse y expandirse, con su miedo justificado a que la sociedad se lleve lo mejor de su individualismo, con su insistencia enfática «en la importancia del genio» y la originalidad, sino los sectarios populares y popularizantes de la Baja Antigüedad, que apenas si tenían en común con la filosofía algo más que el nombre. De este modo, los argumentos más persuasivos para la superioridad absoluta de la libertad interior se pueden encontrar aún en un ensayo de Epicteto,[4] que empieza por determinar que es libre aquel que vive como quiere, una definición que extrañamente se hace eco de un juicio tomado de la Política de Aristóteles, donde la afirmación «libertad significa hacer lo que uno quiere» está en boca de quienes no saben lo que es la libertad.[5] Epicteto demuestra a continuación que el hombre es libre si se limita a lo que está en su mano, si no alcanza un ámbito en el que se le puedan poner obstáculos.[6] La «ciencia de la vida»[7] consiste en saber distinguir entre el mundo exterior, sobre el cual el sujeto no tiene poder, y el yo, del que puede disponer en la medida en que le parezca adecuado.[8]
Desde el punto de vista histórico, es interesante anotar que la aparición del problema de la libertad en la filosofía de Agustín estuvo precedida por el intento consciente de separar la noción de libertad de la de política, para llegar a una formulación a través de la cual se pudiera ser esclavo en el mundo y, no obstante, libre. Sin embargo, la libertad de Epicteto, que consiste en estar libre de los propios deseos, conceptualmente no es más que una inversión de las nociones políticas corrientes en la Antigüedad, y el medio político que servía de fondo para todo ese cuerpo de filosofía popular, la evidente declinación de la libertad en la etapa final del Imperio Romano, se manifiesta a sí misma aún con el claro papel en el que nociones como poder, dominio y propiedad tienen su espacio. Según el criterio antiguo, el hombre podía liberarse a sí mismo de la necesidad sólo a través del poder sobre otros hombres, y podía ser libre sólo si tenía un lugar, un hogar en el mundo. Epicteto transportó esas relaciones mundanas a las relaciones con el propio yo del hombre, y así descubrió que ningún poder es tan absoluto como el que el hombre ejerce sobre sí mismo, y que el espacio interior en el que el hombre lucha y se somete a sí mismo es por completo suyo, es decir está protegido de las interferencias externas con mayor seguridad que cualquier lugar en el mundo.
Por todo esto, a pesar de la gran influencia que el concepto de una libertad interior no política, ejerció en la tradición del pensamiento, no parece aventurado decir que el hombre no sabrá nada de la libertad interior, si antes no tiene, como una realidad mundana tangible, la experiencia de su condición de ente libre. Primero nos hacemos conscientes de la libertad o de su opuesto en nuestra relación con los otros, no en la relación con nosotros mismos. Antes de que se convirtiera en un atributo de pensamiento o en una cualidad de la voluntad, la libertad se entendió como la condición del hombre libre, la que le permitía marcharse de su casa, salir al mundo y conocer a otras personas de palabra y obra. Esta libertad estaba claramente precedida por la liberación, para ser libre el hombre tiene que haberse liberado de las necesidades de la vida. Pero la condición de libre no se sigue automáticamente del acto de liberación. La libertad necesitaba, además de la mera liberación, de la compañía de otros hombres que estuvieran en la misma situación y de un espacio público común en el que se pudiera tratarlos, en otras palabras, un mundo organizado políticamente en el que cada hombre libre pudiera insertarse de palabra y obra.
Es obvio que la libertad no caracteriza a toda forma de relación humana ni a todo tipo de comunidad. Donde los hombres viven juntos pero sin formar una entidad política —por ejemplo, en las sociedades tribales o dentro de su propio hogar— los factores que rigen sus acciones y su conducta son las necesidades vitales y la preservación de la vida, y no la libertad. Además, ya que el mundo hecho por el hombre no es el escenario de la acción y de la palabra —como en las comunidades agobiadas por gobiernos despóticos, donde los integrantes están limitados a la estrechez del hogar y así evitan la aparición de un ámbito público—, la libertad no tiene una realidad mundana. Sin un ámbito público políticamente garantizado, la libertad carece de un espacio mundano en el que pueda hacer su aparición. Sin duda, aún en tal caso ese espacio puede existir en el corazón de los hombres como deseo, voluntad, esperanza o anhelo; pero el corazón del hombre, como todos sabemos, es un lugar muy oscuro, y lo que ocurra en sus repliegues mal podría recibir el nombre de hecho demostrable. La libertad como hecho demostrable y la política coinciden y se relacionan entre sí como las dos caras de una misma moneda.
Con todo, precisamente esta coincidencia de política y libertad es lo que no podemos dar por sentado a la luz de nuestra presente experiencia política. El surgimiento del totalitarismo, presunción de haber subordinado todas las esferas de la vida a las demandas de la política y su reiterada ignorancia de los derechos civiles, sobre todo de los derechos de privacidad y del derecho a liberarse de la política, nos hace dudar no sólo de la coincidencia de la política y la libertad sino incluso de su compatibilidad misma. Nos inclinamos a creer que la libertad empieza donde termina la política, porque hemos visto que la libertad desaparecía cuando las llamadas consideraciones políticas se imponían a todo lo demás. Al fin y al cabo, ¿no estaba en lo cierto aquel credo liberal que decía «cuanta menos política más libertad»? ¿No es verdad que cuanto menor sea el espacio ocupado por lo político, mayor será el campo que le quede a la libertad? Y por cierto, ¿no medimos con justeza el alcance de la libertad, en cualquier grupo social, por el espacio libre que garantiza a actividades en apariencia no políticas, a la libre empresa económica, a la libertad de enseñanza, de religión o de actividades culturales e intelectuales? ¿Como de una manera u otra todos creemos, no es verdad, que la política es compatible con la libertad sólo porque garantiza una posible liberación de la política y en la medida en que lo hace?
Esta definición de libertad política como libertad potencial de la política no nos ha llegado simplemente por nuestras experiencias cercanas; ha jugado un amplio papel en la historia de la teoría política. No tenemos que ir más allá de los pensadores políticos de los siglos XVII y XVIII, que con mucha frecuencia identificaron sencillamente la libertad política con la seguridad. El objetivo supremo de la política, «el fin del gobierno», era garantizar la seguridad; a su vez, la seguridad hacía posible la libertad, y la palabra «libertad» designaba una quintaesencia de actividades que se producían fuera del campo político. Incluso Montesquieu, aunque de la esencia de la política tenía una opinión no diferente sino mucho más elevada que la de Hobbes o Spinoza, a veces podía igualar libertad política y seguridad.[9] El nacimiento de las ciencias políticas y sociales en los siglos XIX y XX amplió incluso la brecha entre libertad y política, porque el gobierno, que desde principios de la época moderna se había identificado con el dominio total de lo político, pasó a ser considerado como el protector oficial del proceso vital —más que de la libertad—, de los intereses de la sociedad y de sus individuos. El criterio decisivo siguió siendo la seguridad, pero no la seguridad individual, antítesis de la «muerte violenta», como en Hobbes (en quien la condición de toda libertad es estar libre del miedo), sino una seguridad que permitiera un desarrollo inalterado del proceso vital de la sociedad como un todo. Este proceso vital no está ligado a la libertad, sino que sigue su propia necesidad inherente, y sólo se le puede llamar libertad en el sentido en que hablamos de una corriente que fluye sin impedimentos. En esta concepción, la libertad no es el objetivo no político de la política sino un fenómeno marginal, que en cierto modo configura el límite que el gobierno no debe sobrepasar, a menos que estén en juego la vida misma y sus propensiones y necesidades.
Así es como además de nosotros, que tenemos razones propias para desconfiar de la política en el campo de la libertad, toda la época moderna establece una separación entre libertad y política. Puedo remontarme más aún en el tiempo y evocar antiguos recuerdos y tradiciones. El concepto de libertad premoderno y secular insistió, sin duda, en separar la libertad de los súbditos y cualquier participación directa en el gobierno; «las prerrogativas y la libertad consistían en tener el gobierno de unas leyes por las cuales la vida y los bienes del pueblo fueran del pueblo mismo y no por participar en el gobierno, que es algo que no le corresponde», como resumió Carlos I en su discurso desde el patíbulo. No era por un deseo de libertad por lo que el pueblo al fin pedía participar en el gobierno o introducirse en el campo político, sino porque desconfiaba de los que tenían poder sobre sus vidas y sus bienes. Además, el concepto cristiano de libertad política surgió de la sospecha de los primeros cristianos ante el campo público como tal, y de la hostilidad que hacia él sentían, y de que querían desentenderse de él para ser libres. Y esta libertad cristiana destinada a lograr la salvación estuvo precedida, como hemos visto, por la actitud de abstención de los filósofos ante la política, a modo de requisito previo para la forma de vida suprema y más libre, la vita contemplativa.
A pesar de la enorme carga de esta tradición, y a pesar de la quizá más significativa premura de nuestras propias experiencias, que presionan en la dirección de un divorcio entre libertad y política, pienso que el lector puede creer que ha leído una trivialidad cuando dije que la raison d'être de la política es la libertad y que esa libertad se experimenta sobre todo en el hacer. A continuación no haré más que reflexionar sobre esta vieja perogrullada.
Sigo a Max Planck. «Causalidad y libre albedrío» (en The New Science, Nueva York, 1959), porque los dos ensayos, escritos desde el punto de vista del científico, tienen una elegancia clásica en su simplicidad y claridad no simplificadoras. ↩︎
Ibid. ↩︎
John Stuart Mill, Sobre la libertad, op. cit. ↩︎
Véase «De la libertad» en Discursos, libro IV, 1.1. ↩︎
1310a25 y ss. ↩︎
Op. cit. 75. ↩︎
Ibid. 118. ↩︎
81 y 83. ↩︎
Véase El espíritu de las leyes, XII, 2: «La libertad filosófica consiste en el ejercicio de la voluntad ... La libertad política consiste en la seguridad.» ↩︎
Cita a:



Cf. de Conectorium:

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