Bertrand Russell: El librepensamiento y la propaganda oficialista

En este ensayo, Bertrand Russell profundiza sobre el poder de la propaganda y la importancia de la libertad de pensamiento. Discurseado en 1922, en él se reflexiona sobre el estado del pensamiento —y sus sesgos personales y culturales— en diferentes partes del mundo desde anécdotas personales.

Bertrand Russell: El librepensamiento y la propaganda oficialista
Ilustración hecha por Midjourney. Prompt: «Retrato de Bertrand Russell dibujado por Miguel Ángel»
Contexto Condensado

En la primera lectura de este libro, George Orwell describe el problema del fanatismo hacia una ideología/narrativa, y cómo nuestros sesgos y la propaganda influyen en nuestro razonamiento. En este ensayo, Bertrand Russell profundiza sobre el poder de la propaganda y la importancia de la libertad de pensamiento.

Russell recibió el Premio Nobel de Literatura en 1950. Fue matemático, filósofo, docente (de ambas ramas) y también político. Fue miembro de la Cámara de los Lores del Reino Unido, durante casi 40 años, hasta su muerte, empezando como miembro del Partido Liberal (Labour Party). Russell, un activo pacifista, nació en 1872, en Gales, y murió, también en Gales, en 1970. Vivió casi un siglo durante el cual, lógicamente, sus posturas e ideas políticas se fueron puliendo; se alejó de las pasiones y presiones que ejercen los partidos y las ideologías, o sea, hacia el pensamiento libre e independiente. Abogó a favor del libre comercio, el voto femenino, la libertad sexual, la libertad religiosa (era ateo o agnóstico, dependiendo de a quién se dirigiera). Argumentó en contra del racismo y los grandes beneficios de la aristocracia — aunque él mismo era un aristócrata, tercer conde de Russell, estudiado en Cambridge. Un gran dato es que fue ahijado de John Stuart Mill, cuya influencia se nota.

El ensayo que leemos a continuación se pronunció como discurso el 24 de marzo de 1922 en el South Place Institute o South Place Ethical Society, que tiene sus orígenes en una especie de rebelión ideológica de un grupo de cristianos universalistas, en 1787, contra la idea de la condena eterna. Ubicada en Londres, esta organización es considerada la más antigua del librepensamiento entre las que siguen activas. En 1924 se mudó del South Place Chapel al Conway Hall, y desde entonces se la conoce como Conway Hall Ethical Society. Todo esto te puede parecer circunstancial, pero el discurso de Russell, dos años antes de la mudanza, comienza mencionando a Moncure Daniel Conway, en cuyo nombre está bautizado el recinto. Conway fue un abolicionista norteamericano que murió en París, un tipo que, al mismo tiempo que era pastor metodista, era también librepensador, y que fue pastor de la South Place Chapel de Londres en dos oportunidades. Murió en 1907 y la South Place Ethical Society instituyó conferencias anuales en su honor, que debían ser impresas y publicadas, desde 1908.

Pero volvamos a nuestro discurso, originalmente titulado Free Thought and Official Propaganda, un speech en el que Russell, con humor, reflexiona sobre el estado del pensamiento —y sus sesgos personales y culturales— en diferentes partes del mundo. Lo hace empezando desde anécdotas personales. Nosotros lo leemos acá en una traducción exclusiva, hecha en esta casa, la primera al voseo (además, por ahora es difícil de encontrar este ensayo en español).

Hace un siglo, decía Bertrand Russell: “a menos que se despierte una opinión pública vigorosa y vigilante para defender la libertad de pensamiento y la libertad del individuo, dentro de cien años habrá mucho menos de ambos de lo que hay ahora”. Curiosamente, nombra a China como “el último refugio de la libertad”: a los pocos años empezó la guerra que terminó con la Revolución que originó la China que conocemos hoy, y eso es ejemplo suficiente para entender los riesgos que existen hoy día.
Algunas notas para más contexto

1) Sobre “los guardianes” de Platón”: en La República, los guardianes son los filósofos-reyes, la clase especial de gobernantes, defensores de la ciudad ideal, que ocupan la posición social más alta.

2) Mikado: término que se usaba para denominar al Emperador de Japón.

3) Cristadelfianos: «Hermanos en Cristo» según su original en griego, son una rama del cristianismo que no cree en la trinidad. Surgieron en el Reino Unido y Estados Unidos cerca al mediodía del siglo 19.

4) Muggletonianos: así llamados en honor a Lodowicke Muggleton (1609–1698), uno de los fundadores de esta secta protestante que comenzó cuando él y su primo John Reeve anunciaron que eran los últimos profetas del libro del Apocalipsis. La secta era igualitaria, apolítica, pacifista y evitaba la adoración y predicación de todo tipo. Nada tienen que ver con los muggles de Harry Potter.

5) Adventistas del séptimo día: iglesia protestante que descansa y adora los sábados, y que espera la segunda venida de Cristo de forma inminente desde sus inicios en la primera mitad del siglo 19. Predican muchísimo.

6): Los Whips son miembros del parlamento o de la Cámara de los Lores designados por cada partido en el Reino Unido para ayudar a organizar sus internas.

7) El Trinity College de Cambridge es donde Russell estudió.

8) William James (1842-1910) fue un influyente filósofo y psicólogo estadounidense, fundador de la psicología fundacional; promotor del pragmatismo, llamó a su doctrina “empirismo radical”. A pesar de eso, en 1896 —en pocas palabras— defendió el derecho de mantener creencias sin tener pruebas suficientes, sobre todo en el ámbito moral donde tener una “voluntad de creer” puede ayudar a ser razonable y comportarse éticamente, puede tener beneficios prácticos e impactos positivos.

9) “Introducir el milenio”: según la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días: “Cuando se habla de «el Milenio», se hace referencia a los mil años que seguirán a la segunda venida del Salvador (véase Apocalipsis 20...)”.

10) “La Guerra” = la Primera Guerra Mundial.

11) Sobre “las píldoras de Blank”: “Blank's pills cure all ills” puede ser una rima para referirse a los varios tipos de remedios que se promocionaban en esa época que supuestamente curaban cualquier mal, o a una referencia a una marca de la época que vendía desde píldoras para el hígado hasta restauradores de pelo, o quizás a un químico famosillo en Inglaterra por vender remedios del mismo tipo y hacer anuncios en varias revistas y periódicos.

12) Spitzbergen es también conocido como Svalbard, un archipiélago en el océano Ártico entre Noruega y el Polo Norte.

13) En marzo de 1921 se firmó el acuerdo comercial anglo-soviético con el fin de facilitar el comercio entre el Reino Unido y la República Socialista Federativa Soviética de Rusia, precursora de la URSS nacida de un tratado firmado en diciembre de 1922, a los pocos meses de publicado este ensayo.

14) Piotr (o Pedro) Alekséyevich Kropotkin fue un naturalista, escritor, pensador y analista político y económico ruso que falleció en febrero de 1921 por una neumonía. Es uno de los principales filósofos del anarquismo, y uno de los fundadores del anarcocomunismo (quizá lo opuesto al ahora tan famoso anarcocapitalismo que predica Javier Milei).

15) El caso Dreyfus surgió en Francia en 1894 cuando se acusó a Alfred Dreyfus, capitán del ejército francés, de entregar información secreta a los alemanes. Se lo condenó a prisión perpetua en Guayana Francesa, pero el escándalo duró hasta 1906, cuando se reconoció formalmente su inocencia y se lo reintegró al ejército. El caso sacudió a la sociedad francesa y provocó una gravísima crisis política y social —la Francia de entonces casi muere— por el trasfondo antisemita de la cuestión que se trasladó a todo el territorio de la Tercera República. De él surgió el famoso Yo acuso de Émile Zola en 1898, y los episodios de odio a los judíos y los ataques antisemitas fueron azuzados por la prensa y la propaganda.

16) Le Moniteur Universel (también La Gaceta Nacional) fue el principal periódico francés durante la Revolución Francesa y luego, durante mucho tiempo, el diario oficial del gobierno francés.

17) Mendacidad: hábito o costumbre de mentir.

18) Papúes: pueblos indígenas de Papúa Nueva Guinea, vecino de Indonesia.
Autor: Bertrand Russell (1872-1970)

Ensayo: El librepensamiento y la propaganda oficialista

Discurseado y luego publicado en 1922.

Este ensayo es parte de nuestra serie y libro físico Alabanza y Menosprecio de la Libertad y la Democracia

Moncure Conway, en cuyo honor nos reunimos hoy, dedicó su vida a dos grandes objetivos: la libertad de pensamiento y la libertad del individuo. Con respecto a ambos, algo se ha ganado desde su tiempo, pero también algo se ha perdido. Nuevos peligros, algo diferentes en su forma a los de épocas pasadas, amenazan ambos tipos de libertad, y a menos que se despierte una opinión pública vigorosa y vigilante para defenderlos, dentro de cien años habrá mucho menos de ambos de lo que hay ahora. Mi propósito en este discurso es recalcar los nuevos peligros y considerar cómo se les puede hacer frente.

Comencemos por tratar de ser claros con respecto a lo que entendemos por «librepensamiento». Esta expresión tiene dos sentidos. En su sentido más estricto significa el pensamiento que no acepta los dogmas de la religión tradicional. En este sentido, un hombre es un «librepensador» si no es cristiano, musulmán, budista, sintoísta o miembro de cualquiera de los otros grupos de hombres que aceptan alguna ortodoxia heredada. En los países cristianos, a un hombre se le llama «librepensador» si no cree decididamente en Dios, aunque esto no bastaría para hacerlo un «librepensador» en un país budista.

No quiero minimizar la importancia del librepensamiento en este sentido. Yo mismo disiento de todas las religiones conocidas, y espero que todo tipo de creencia religiosa desaparezca. No creo que la creencia religiosa haya sido una fuerza positiva en el balance general. Aunque estoy dispuesto a admitir que en ciertos tiempos y lugares ha tenido algunos efectos positivos, me parece que pertenece a la infancia del razonamiento humano y a una etapa de desarrollo que ahora estamos superando.

Pero hay también un sentido más amplio del «librepensamiento» que considero más importante. Es más, el daño causado por las religiones tradicionales parece principalmente debido al hecho de que han impedido el librepensamiento en este sentido, que no es tan fácil de definir como el más restringido, y al que será bueno dedicar un poco de tiempo para intentar llegar a su esencia.

Cuando hablamos de cualquier cosa como «libre», lo que queremos decir no es definitivo a menos que podamos decir de qué está libre. Lo que sea o quien sea que es «libre» no está sujeto a ninguna compulsión externa, y para ser precisos debemos decir qué tipo de compulsión es. Así, el pensamiento es «libre» cuando está libre de ciertos tipos de control externo con frecuencia presentes. Algunos de estos tipos de control que deben estar ausentes para que el pensamiento sea «libre» son obvios, pero otros son más sutiles y elusivos.

Empecemos por el más obvio: el pensamiento no es «libre» cuando se incurre en sanciones legales por tener o no tener ciertas opiniones, o por expresar la creencia o falta de creencia en ciertos asuntos. Muy pocos países en el mundo tienen todavía este tipo elemental de libertad. En Inglaterra, bajo las Leyes de Blasfemia, es ilegal expresar incredulidad en la religión cristiana, aunque en la práctica la ley no se pone en marcha contra los «acomodados». También es ilegal enseñar lo que Cristo enseñó sobre el tema de la no resistencia. Por lo tanto, quien quiera evitar convertirse en un criminal debe profesar estar de acuerdo con la enseñanza de Cristo, pero debe evitar decir cuál fue esa enseñanza. En Estados Unidos nadie puede entrar al país sin antes declarar solemnemente que no cree en el anarquismo ni en la poligamia; y, una vez dentro, tampoco puede creer en el comunismo. En Japón es ilegal expresar que no se cree en la divinidad del Mikado. Como podemos ver, dar la vuelta al mundo es una aventura peligrosa; un mahometano, un tolstoiano, un bolchevique o un cristiano no pueden emprenderla sin convertirse en algún momento en criminales, o sin morderse la lengua sobre lo que consideran verdades importantes. Esto, por supuesto, sólo se aplica a los pasajeros de primera clase; a los pasajeros de salón se les permite creer lo que les plazca, siempre que eviten un entrometimiento ofensivo.

Queda claro que, para que el pensamiento sea libre, la condición más elemental es la ausencia de sanciones legales por la expresión de opiniones. Ningún gran país ha alcanzado todavía este nivel, aunque la mayoría de ellos cree haberlo hecho. Las opiniones que todavía son perseguidas parecen a la mayoría tan monstruosas e inmorales que el principio general de tolerancia no puede aplicarse a ellas. Pero esta es exactamente la misma opinión que hizo posible las torturas de la Inquisición. Hubo un tiempo en que el protestantismo parecía tan malvado como el bolchevismo parece ahora. Por favor, no deduzcan de este comentario que soy protestante o bolchevique.

Las sanciones legales son, sin embargo, en el mundo moderno, el menor de los obstáculos a la libertad de pensamiento. Los dos grandes obstáculos son las sanciones económicas y la distorsión de la evidencia. Está claro que el pensamiento no es libre si la profesión de ciertas opiniones hace imposible ganarse la vida. También está claro que el pensamiento no es libre si todos los argumentos de un lado de una controversia se presentan perpetuamente de la forma más atractiva posible, mientras que los argumentos del otro lado sólo pueden descubrirse mediante una búsqueda diligente. Ambos obstáculos existen en todos los grandes países que conozco, excepto en China, que es el último refugio de la libertad. Estos son los obstáculos de los que me ocuparé: su magnitud actual, la probabilidad de que aumenten y la posibilidad de que disminuyan.

Podemos decir que el pensamiento es libre cuando está expuesto a la libre competencia entre creencias, es decir, cuando todas las creencias pueden exponer sus argumentos y ninguna lleva atadas ventajas o desventajas legales o monetarias. Esto es un ideal que, por diversas razones, nunca podrá alcanzarse completamente, pero es posible acercarse a él mucho más de lo que estamos ahora. Tres incidentes de mi propia vida servirán para mostrar cómo, en la Inglaterra moderna, la balanza se inclina a favor del cristianismo. Mi razón para mencionarlos es que mucha gente no se da cuenta de las desventajas a las que el agnosticismo declarado todavía expone a las personas.

El primer incidente pertenece a una etapa muy temprana de mi vida. Mi padre era librepensador, pero murió cuando yo sólo tenía tres años.

Deseando educarme sin supersticiones, nombró a dos librepensadores como mis guardianes. Sin embargo, los tribunales anularon su testamento y me educaron en la fe cristiana. Me temo que el resultado fue decepcionante, pero eso no es culpa de la ley. Si hubiera ordenado que me educaran como cristadelfiano, muggletoniano o adventista del séptimo día, los tribunales no habrían ni soñado con oponerse. Un padre tiene derecho a ordenar que se inculque a sus hijos cualquier superstición imaginable después de su muerte, pero no tiene derecho a decir que se les mantenga libres de superstición en lo posible.

El segundo incidente ocurrió en el año 1910. En ese entonces yo deseaba presentarme al Parlamento como Liberal, y los Whips me recomendaron para cierta circunscripción. Me dirigí a la Asociación Liberal, que se expresó favorablemente, y mi adopción parecía segura. Pero, al ser interrogado por un pequeño grupo interno, admití que era agnóstico. Preguntaron si el hecho saldría a la luz, y dije que probablemente sí. Preguntaron si estaría dispuesto a ir a la iglesia de vez en cuando, y respondí que no. En consecuencia, eligieron a otro candidato, quien fue electo, ha estado en el Parlamento desde entonces y es miembro del Gobierno actual.

El tercer incidente ocurrió inmediatamente después. Fui invitado por el Trinity College de Cambridge a ser profesor, pero no miembro [fellow]. La diferencia no es monetaria, sino que el miembro tiene voz en el gobierno del College, y no puede ser destituido durante el período de su fellowship, a no ser por una inmoralidad grave. La razón principal para no ofrecerme un fellowship fue que el partido clerical no quería aumentar el voto anticlerical. El resultado fue que pudieron destituirme en 1916, cuando les disgustaron mis opiniones sobre la guerra. Si hubiera dependido de mi cátedra, me habría muerto de hambre.[1]

Estos tres incidentes ilustran diferentes tipos de desventajas que afectan al librepensador declarado, incluso en la Inglaterra moderna. Cualquier otro librepensador puede aportar incidentes similares, a menudo de carácter mucho más graves. El resultado neto es que las personas que no son acomodadas no se atreven a ser francas sobre sus creencias religiosas.

La falta de libertad, por supuesto, no está relacionada sólo o principalmente a la religión. Creer en el comunismo o en el amor libre es mucho mayor desventaja que el agnosticismo. No sólo es una desventaja sostener esos puntos de vista, sino que es mucho más difícil obtener publicidad para los argumentos a su favor. Por otra parte, en Rusia las ventajas y desventajas son exactamente las opuestas: el confort y el poder se consiguen profesando el ateísmo, el comunismo y el amor libre, y no existe ninguna oportunidad para la propaganda en contra de estas opiniones. El resultado es que en Rusia un grupo de fanáticos siente absoluta certeza sobre un conjunto de proposiciones dudosas, mientras que en el resto del mundo otro grupo de fanáticos siente igual certeza sobre un conjunto de proposiciones igualmente dudosas, pero diametralmente opuestas. De tal situación resultan en ambas partes, inevitablemente, la guerra, la amargura y la persecución.

William James solía predicar la “voluntad de creer”; por mi parte, me gustaría predicar la “voluntad de dudar”. Ninguna de nuestras creencias es del todo cierta; todas tienen al menos una penumbra de vaguedad y error. Los métodos para aumentar el grado de verdad en nuestras creencias son bien conocidos; consisten en escuchar a todas las partes, tratar de averiguar todos los hechos relevantes, controlar nuestro propio sesgo mediante la discusión con personas que tienen el sesgo opuesto, y cultivar la disposición a descartar cualquier hipótesis que se haya demostrado inadecuada. Estos métodos se practican en la ciencia, y han construido el cuerpo del conocimiento científico. Todo hombre de ciencia cuyo punto de vista sea verdaderamente científico está dispuesto a admitir que lo que se considera como conocimiento científico en este momento, seguramente requerirá correcciones con el progreso de los descubrimientos; sin embargo, se aproxima lo suficiente a la verdad como para servir para la mayoría de los fines prácticos, aunque no para todos.

En la ciencia, el único lugar donde se encuentra algo que se aproxima al conocimiento genuino, la actitud de los hombres es de tanteo y llena de dudas. En la religión y la política, por el contrario, aunque no hay nada que se acerque al conocimiento científico, todo el mundo considera de rigueur tener una opinión dogmática, que se respalda infligiendo hambre, prisión y guerra, y que se protege cuidadosamente de la competencia argumentativa con cualquier opinión diferente. Si tan sólo se pudiera llevar a los hombres a un estado de ánimo tentativamente agnóstico sobre estos asuntos, se curarían el noventa por ciento de los males del mundo moderno. La guerra se volvería imposible, porque cada lado se daría cuenta de que ambos deben estar equivocados. Cesaría la persecución. La educación tendría como objetivo expandir la mente, no estrecharla. Los hombres serían elegidos para los puestos de trabajo por su aptitud para hacer el trabajo, no porque halagaran los dogmas irracionales de los que están en el poder. Así, tan sólo la duda racional, si pudiera generarse, bastaría para «introducir el milenio».

En los últimos años hemos tenido un brillante ejemplo del temperamento científico de la mente en la teoría de la relatividad y su recepción en el mundo. Einstein, un pacifista alemán-suizo-judío, fue nombrado para un profesorado de investigación por el Gobierno alemán en los primeros días de la Guerra; sus predicciones fueron verificadas por una expedición inglesa que observó el eclipse de 1919, muy poco después del Armisticio. Su teoría trastorna todo el marco teórico de la física tradicional; es casi tan perjudicial para la dinámica ortodoxa como Darwin lo fue para el Génesis. Sin embargo, los físicos de todas partes se han mostrado completamente dispuestos a aceptar su teoría tan pronto como se ha visto que las pruebas estaban a su favor. Pero ninguno de ellos, y mucho menos el propio Einstein, afirmaría que él ha dicho la última palabra. No ha construido un monumento de dogma infalible que esté de pie para siempre; hay dificultades que no puede resolver; sus doctrinas tendrán que modificarse así como se han modificado las de Newton. Esta crítica y no dogmática receptividad es la verdadera actitud de la ciencia.

¿Qué habría ocurrido si Einstein hubiera avanzado algo igualmente nuevo en la esfera de la religión o de la política? Los ingleses habrían encontrado elementos de prusianismo en su teoría; los antisemitas la habrían tomado por complot sionista; los nacionalistas de todos los países la habrían encontrado manchada de pacifismo cobarde, y la habrían declarado un mero truco para eludir el servicio militar. Todos los profesores anticuados se habrían dirigido a Scotland Yard para que se prohibiera la importación de sus escritos; los profesores que le fueran favorables habrían sido despedidos. Él, mientras tanto, habría capturado el Gobierno de algún país atrasado, donde se habría vuelto ilegal enseñar cualquier cosa excepto su doctrina, que se habría convertido en un dogma misterioso entendido por nadie. Finalmente, la verdad o falsedad de su doctrina se decidiría en el campo de batalla, sin la recolección de ninguna evidencia a favor o en contra de ella. Este método es el resultado lógico de la voluntad de creer de William James.

Lo que se busca no es la voluntad de creer, sino el deseo de averiguar, que es exactamente lo contrario.

Si se admite como deseable una condición de duda racional, es importante indagar cómo es que hay tanta certeza irracional en el mundo. Gran parte se debe a la irracionalidad y credulidad inherentes a la naturaleza humana promedio. Pero esta semilla de pecado original intelectual es nutrida e impulsada por otros agentes, entre los cuales, tres desempeñan el rol principal: la educación, la propaganda y la presión económica.

Considerémoslos uno por uno:

1) Educación

La educación primaria, en todos los países avanzados, está en manos del Estado. Los funcionarios que deciden las cosas que se enseñan saben que algunas son falsas, y que muchas otras son tomadas por falsas —o por muy dudosas— por cualquier persona sin prejuicios.

Tomemos, por ejemplo, la enseñanza de la historia. Cada nación busca únicamente la auto glorificación en los libros escolares de historia. Cuando alguien escribe su autobiografía, se espera que muestre cierta modestia; pero cuando una nación escribe su autobiografía, no hay límites para su fanfarronería y vanagloria. Cuando yo era joven, los libros de texto enseñaban que los franceses eran malvados y los alemanes virtuosos; hoy enseñan lo contrario. En ninguno de los dos casos hay la menor consideración por la verdad. Los libros alemanes, con respecto a la batalla de Waterloo, muestran a un Wellington casi derrotado cuando llegó Blücher a salvar la situación; los libros ingleses presentan a Blücher como si hubiera hecho muy poca diferencia. Los autores de los libros alemanes e ingleses saben que no dicen la verdad. Los libros escolares estadounidenses solían ser violentamente anti-británicos; desde la Guerra se han vuelto igualmente pro-británicos, sin apuntar a la verdad en ninguno de los casos[2]. Tanto antes como después, uno de los principales propósitos de la educación en los Estados Unidos ha sido convertir a la surtida colección de niños inmigrantes en «buenos americanos». Aparentemente, no se le ha ocurrido a nadie que un «buen americano», un «buen alemán» o un «buen japonés», debe ser, por lo tanto, un mal ser humano. Un «buen americano» es un hombre o una mujer impregnada de la creencia de que America es el mejor país del mundo, y que siempre debe ser apoyado apasionadamente en cualquier disputa. Es posible que estas proposiciones sean ciertas; si es así, una persona racional no tendrá nada que discutir. Pero si son ciertas, deberían enseñarse en todas partes, no sólo en Estados Unidos. Es sospechoso que tales proposiciones nunca sean creídas fuera del país al que glorifican. Mientras tanto, toda la maquinaria del Estado, en todos los países, se pone en marcha para hacer creer a niños indefensos proposiciones absurdas, cuyo efecto es hacer que estén dispuestos a morir en defensa de intereses siniestros bajo la impresión de que están luchando por la verdad y lo correcto. Esta es sólo una de las innumerables maneras en las que la educación está diseñada, no para brindar conocimiento verdadero, sino para hacer a la gente complaciente a la voluntad de sus amos. Sin un elaborado sistema de engaños en las escuelas primarias, sería imposible conservar el camuflaje de la democracia.

Antes de dejar el tema de la educación, tomaré otro ejemplo de los Estados Unidos — no porque sea peor que otros países, sino porque es el más moderno, mostrando los peligros que crecen más que los que disminuyen. En Nueva York, uno no puede poner una escuela sin una licencia del Estado, aunque vaya a ser mantenida totalmente con fondos privados. Una ley reciente decreta que no se concederá licencia a ninguna escuela “donde parezca que la instrucción que se propone brindar incluya la doctrina de que los Gobiernos organizados deberán ser derrocados por la fuerza, la violencia o por medios ilícitos”. Como señala el New Republic[3], no se especifica qué tipo de Gobierno organizado; o sea que la ley habría hecho ilegal, durante la Guerra, enseñar que el Gobierno del Kaiser debía ser derrocado por la fuerza; y, desde luego, el apoyo de Kolchak o Denikin contra el Gobierno soviético habría sido ilegal. Tales consecuencias no eran las previstas, por supuesto, y sólo son el resultado de una mala redacción. Lo que se pretendía se desprende de otra ley aprobada al mismo tiempo, que aplica a los profesores de las escuelas estatales. Esta ley establece que los certificados que permiten a las personas enseñar en dichas escuelas se emitirán únicamente a quienes hayan “demostrado satisfactoriamente” que son “leales y obedientes al Gobierno de este Estado y de los Estados Unidos”, y los certificados se denegarán a quienes hayan defendido, sin importar dónde o cuándo, “una forma de gobierno distinta al Gobierno de este Estado o de los Estados Unidos”. El comité que elaboró estas leyes, según cita el New Republic, estableció que el maestro que “no apruebe el sistema social actual … deberá renunciar a su cargo”, y que “a ninguna persona que no esté ansiosa por combatir las teorías del cambio social se le deberá confiar la tarea de preparar a los jóvenes y a los mayores para las responsabilidades de la ciudadanía”.

Según la ley de Nueva York, Cristo y George Washington eran demasiado degenerados moralmente como para ser aptos para la educación de los jóvenes. Si Cristo fuera a Nueva York y dijera: “Dejad que los niños vengan a mí”, el presidente del Consejo Escolar de Nueva York le respondería: “Señor, no veo indicios de que usted esté ansioso por combatir las teorías del cambio social. De hecho, he oído decir que usted aboga por lo que llama el reino de los cielos, mientras que este país, gracias a Dios, es una república. Está claro que el Gobierno de su reino de los cielos difiere materialmente del estado de Nueva York, por lo que no se le permitirá el acceso a ningún niño”. Si no diera esta respuesta, no estaría cumpliendo con su deber como funcionario encargado de administrar la ley.

El efecto de tales leyes es muy grave. Supongamos, en aras del argumento, que el gobierno y el sistema social del estado de Nueva York son los mejores que han existido en la historia de este planeta; aun así, es de suponer que ambos podrían mejorarse. Cualquier persona que admita esta proposición obvia es por ley incapaz de enseñar en una escuela estatal. Luego, la ley decreta que todos los profesores deben ser hipócritas o tontos.

El creciente peligro, ejemplificado por la ley de Nueva York, es el que resulta del monopolio del poder en manos de una sola organización, ya sea el Estado o una fundación o federación de fundaciones. En el caso de la educación, el poder está en manos del Estado, que puede impedir que los jóvenes oigan cualquier doctrina que le desagrade. Creo que todavía hay quien piensa que un estado democrático apenas se distingue del pueblo. Esto, sin embargo, es un engaño. El Estado es una colección de funcionarios diferentes, que sirven para propósitos diferentes, que obtienen cómodos ingresos siempre que se mantenga el status quo. La única alteración que pueden desear en el status quo es un aumento de la burocracia y del poder de los burócratas. Por lo tanto, es natural que aprovechen oportunidades tales como la excitación de la guerra para adquirir poderes inquisitivos sobre sus empleados, incluyendo el derecho de hacer pasar hambre a cualquier subordinado que se les oponga. En asuntos de la mente, como la educación, este estado de cosas es fatal. Acaba con toda posibilidad de progreso, libertad o iniciativa intelectual. Sin embargo, es el resultado natural de permitir que toda la educación primaria caiga bajo el dominio de una sola organización.

La tolerancia religiosa, hasta cierto punto, se ha conseguido porque la gente ha dejado de considerar a la religión algo tan importante como antes. Pero en la política y la economía, que han ocupado el lugar que antes ocupaba la religión, hay una tendencia creciente a la persecución, que no se limita en modo alguno a un solo partido. La persecución de la opinión en Rusia es más severa que en cualquier país capitalista. Conocí en Petrogrado [San Petersburgo] a un eminente poeta ruso, Aleksander Blok, cuya muerte fue resultado de las privaciones. Los bolcheviques le permitieron enseñar estética, pero él se quejó de que insistieran en que enseñara la materia “desde un punto de vista marxista”. No pudo descubrir cómo se relacionaba la teoría de la rítmica con el marxismo, aunque, para evitar morirse de hambre, había hecho todo lo posible por averiguarlo. Por supuesto, desde que los bolcheviques llegaron al poder, en Rusia ha sido imposible publicar nada que critique los dogmas sobre los que se basa su régimen.

Los ejemplos de América y Rusia ilustran la conclusión a la que parecemos abocados — esta es, que mientras los hombres sigan teniendo la actual creencia fanática en la importancia de la política, el librepensamiento en asuntos políticos es imposible; y existe el peligro de que la falta de libertad se extienda a todos los otros asuntos, como pasó en Rusia. Sólo un cierto grado de escepticismo político puede salvarnos de esta desgracia.

No hay que suponer que los funcionarios encargados de la educación desean que los jóvenes se eduquen. Por el contrario, su problema es impartir información sin impartir inteligencia. La educación debería tener dos objetivos: primero, dar conocimientos concretos —lectura y escritura, lenguaje y matemáticas, etcétera—; segundo, crear hábitos mentales que permitan a las personas adquirir conocimiento y formarse juicios sólidos por sí mismas. A la primera podemos llamarla información, a la segunda inteligencia. La utilidad de la información se admite tanto práctica como teóricamente: sin una población alfabetizada es imposible un estado moderno. Pero la utilidad de la inteligencia se admite sólo en teoría, no en la práctica, donde no se desea que la gente común piense por sí misma, porque se considera que las personas que piensan por sí mismas son difíciles de manejar y causan dificultades administrativas. Sólo los guardianes, en el lenguaje de Platón, deben pensar; el resto debe obedecer o seguir a los líderes como un rebaño de ovejas. Esta doctrina, generalmente de forma inconsciente, ha sobrevivido a la introducción de la democracia política y ha viciado radicalmente todos los sistemas nacionales de educación.

El país que mejor ha logrado dar información sin inteligencia es la última incorporación a la civilización moderna: Japón. Se dice que la educación primaria en Japón es admirable desde el punto de vista de la instrucción. Pero, además de la instrucción, tiene otro propósito, que es enseñar el culto al Mikado — un credo mucho más fuerte ahora que antes de que Japón se modernizara[4]. Luego, las escuelas se han utilizado simultáneamente para conferir conocimientos y promover la superstición. Como no nos sentimos tentados a adorar al Mikado, vemos claramente lo que hay de absurdo en la enseñanza japonesa. Nuestras propias supersticiones nacionales nos parecen naturales y sensatas, por lo que no tenemos una visión tan verdadera de ellas como la que tenemos de las supersticiones de Nippon. Pero si un japonés «viajado» sostuviera la tesis de que en nuestras escuelas se enseñan supersticiones tan contrarias a la inteligencia como la creencia en la divinidad del Mikado, sospecho que podría argumentar un muy buen punto.

Por el momento, no busco remedios, sólo me preocupo del diagnóstico. Nos enfrentamos al paradójico hecho de que la educación se ha convertido en uno de los principales obstáculos para la inteligencia y la libertad de pensamiento. Esto se debe principalmente a que el Estado demanda el monopolio; pero, en todo caso, esa no es la única causa.

2) Propaganda

Nuestro sistema educativo hace que los jóvenes salgan de las escuelas capaces de leer, pero en su mayor parte incapaces de sopesar pruebas o de formarse una opinión independiente. Entonces, durante el resto de sus vidas, se les ataca con afirmaciones diseñadas para hacerles creer todo tipo de proposiciones absurdas, como que las píldoras de Blank curan todos los males, que Spitzbergen es cálido y fértil, y que los alemanes comen cadáveres. El arte de la propaganda, tal como lo practican los políticos y los gobiernos modernos, deriva del arte de la publicidad. La ciencia de la psicología le debe mucho a los publicistas. En otros tiempos, la mayoría de los psicólogos probablemente habrían pensado que un hombre no podía convencer a mucha gente de la excelencia de sus propios productos simplemente afirmando enfáticamente que eran excelentes. Sin embargo, la experiencia demuestra que estaban equivocados. Si me levantara una vez en un lugar público y afirmara que soy el hombre más modesto que existe, se reirían de mí; pero si pudiera reunir el dinero suficiente para hacer la misma afirmación en todos los autobuses y vallas publicitarias de las principales líneas de ferrocarril, la gente se convencería enseguida de que tengo una reticencia anormal a la publicidad. Si me acercara a un pequeño comerciante y le dijera: “Mire a su competidor, le está quitando el negocio; ¿no cree que sería un buen plan dejar su negocio y plantarse en medio de la carretera e intentar dispararle antes de que él le dispare a usted?” Si yo dijera esto, cualquier pequeño comerciante me tomaría por loco. Pero cuando el Gobierno lo dice con énfasis y una banda de música, los pequeños comerciantes se entusiasman, y se sorprenden bastante cuando descubren después que el negocio se ha resentido. La propaganda, llevada a cabo por los medios que los publicistas han encontrado exitosos, es ahora uno de los métodos reconocidos de gobierno en todos los países avanzados, y es especialmente el método por el cual se crea la opinión democrática.

La propaganda, tal como se practica en la actualidad, conlleva dos males muy diferentes. Por un lado, generalmente apela a causas irracionales de creencia más que a argumentos serios; por otra parte, da una ventaja injusta a aquellos que pueden obtener más publicidad, ya sea a través de la riqueza o del poder. Por mi parte, me inclino a pensar que a veces se hace demasiado hincapié en el hecho de que la propaganda apela a la emoción más que a la razón. La línea que separa la emoción de la razón no es tan nítida como algunos creen.

Además, una persona inteligente podría elaborar un argumento lo suficientemente racional a favor de cualquier posición que tenga alguna posibilidad de ser adoptada. Siempre hay buenos argumentos a ambos lados de cualquier cuestión real. Se pueden objetar legítimamente algunas afirmaciones erróneas, pero no son en absoluto necesarias. Las meras palabras «Jabón Pears», que no afirman nada, hacen que la gente compre ese artículo. Si, dondequiera que aparezcan estas palabras, se sustituyeran por las palabras «El Partido Laborista», millones de personas se verían inducidas a votar por el Partido Laborista, aunque los anuncios no le hubieran atribuido mérito alguno. Pero si ambas partes en una controversia se limitaran por ley a declaraciones que un comité de eminentes lógicos considerara pertinentes y válidas, el principal mal de la propaganda, tal como se lleva a cabo en la actualidad, permanecería. Supongamos, bajo tal ley, dos partes con un caso igualmente bueno, una de las cuales tiene un millón de libras para gastar en propaganda, mientras que la otra sólo tiene cien mil. Es obvio que los argumentos a favor del partido más rico serían más conocidos que los del partido más pobre y, por lo tanto, ganaría el partido más rico. Por supuesto, esta situación se intensifica cuando uno de los partidos es el Gobierno. En Rusia, el Gobierno tiene el monopolio casi absoluto de la propaganda, pero eso no es necesario. Las ventajas que posee sobre sus oponentes serán generalmente suficientes para darle la victoria, a menos que le pase algo excepcionalmente malo.

La objeción a la propaganda no es sólo que apela a la insensatez, sino, sobre todo, la ventaja injusta que da a los ricos y poderosos. La igualdad de oportunidades entre las opiniones es esencial para que haya verdadera libertad de pensamiento; y la igualdad de oportunidades entre las opiniones sólo puede asegurarse mediante leyes elaboradas dirigidas a ese fin, que no hay razón para esperar que se promulguen. La cura no debe buscarse principalmente en tales leyes, sino en una mejor educación y en una opinión pública más escéptica. Por el momento, sin embargo, no me interesa hablar de curas.

(3) La presión económica

Ya me he ocupado de algunos aspectos de este obstáculo a la libertad de pensamiento, pero ahora deseo abordarlo en líneas más generales, por ser un peligro que seguramente aumentará a menos que se tomen medidas muy definidas para contrarrestarlo.

El ejemplo supremo de presión económica aplicada contra la libertad de pensamiento es la Rusia soviética, donde, hasta el acuerdo comercial, el Gobierno podía infligir —y lo hacía— la muerte por inanición a las personas cuyas opiniones le desagradaban (por ejemplo, Kropotkin). Pero en este aspecto Rusia sólo está algo por delante de otros países. En Francia, durante el asunto Dreyfus, cualquier profesor habría perdido su puesto si hubiera estado a favor de Dreyfus al principio o en contra al final. En la actualidad, en Estados Unidos, dudo que un profesor universitario, por eminente que sea, pueda conseguir empleo si critica a la Standard Oil Company, porque todos los presidentes de universidades han recibido o esperan recibir donaciones de parte del señor Rockefeller. En toda América los socialistas son marcados, y les resulta extremadamente difícil obtener trabajo a menos que tengan grandes dotes. La tendencia, que existe dondequiera que el industrialismo esté bien desarrollado, a que los trusts y los monopolios controlen toda la industria, conduce a una disminución del número de posibles empleadores, de modo que se hace más y más fácil mantener libros negros secretos por medio de los cuales cualquiera que no esté al servicio de las grandes corporaciones puede morir de hambre. El crecimiento de los monopolios está introduciendo en Estados Unidos muchos de los males asociados con el Socialismo de Estado, así como pasó en Rusia. Desde el punto de vista de la libertad, no hay diferencia para un hombre si su único empleador posible es el Estado o un Trust.

En Estados Unidos, que es el país más avanzado industrialmente, y en menor medida en otros países que se aproximan a la condición americana, es necesario que el ciudadano medio, si desea ganarse la vida, evite incurrir en la hostilidad de ciertos grandes hombres. Y estos grandes hombres tienen un punto de vista —religioso, moral y político— con el que esperan que sus empleados estén de acuerdo, al menos en apariencia. Un hombre que disiente abiertamente del cristianismo, o cree en la relajación de las leyes matrimoniales, o que objeta el poder de las grandes corporaciones, encuentra en Estados Unidos un país muy incómodo, a menos que sea un escritor eminente. Exactamente el mismo tipo de restricciones a la libertad de pensamiento están destinadas a ocurrir en todos los países donde la organización económica se ha llevado al punto del monopolio práctico. Por lo tanto, la defensa de la libertad en el mundo que se está desarrollando es mucho más difícil de lo que era en el siglo 19, cuando la libre competencia era todavía una realidad. Quien se preocupe por la libertad de la mente debe enfrentarse a esta situación plena y francamente, comprendiendo la inaplicabilidad de los métodos que respondían suficientemente bien cuando el industrialismo estaba en su infancia.

Hay dos principios sencillos que, si se adoptaran, resolverían casi todos los problemas sociales. El primero es que la educación debería tener como uno de sus objetivos enseñar a la gente a creer en proposiciones sólo cuando haya alguna razón para pensar que son ciertas. La segunda es que los empleos deberían concederse únicamente por la aptitud para realizar el trabajo.

Tomemos primero el segundo punto. El hábito de considerar las opiniones religiosas, morales y políticas de un hombre antes de nombrarlo para un puesto o darle un empleo es la forma moderna de persecución, y es probable que llegue a ser tan eficiente como lo fue la Inquisición. Las antiguas libertades pueden conservarse legalmente sin que sirvan para nada. Si, en la práctica, ciertas opiniones llevan a un hombre a morir de hambre, saber que sus opiniones no son castigadas por la ley es un consuelo pobre. Existe cierto sentimiento público en contra de matar de hambre a los hombres por no pertenecer a la Iglesia de Inglaterra, o por sostener opiniones ligeramente heterodoxas en política. Pero apenas existe sentimiento alguno contra el rechazo de los ateos o los mormones, los comunistas extremistas o los hombres que defienden el amor libre. Se piensa que esos hombres son malvados, y se considera natural negarse a contratarlos. La gente apenas ha despertado al hecho de que esta negativa, en un Estado altamente industrializado, equivale a una forma muy rigurosa de persecución.

Si este peligro se percibiera adecuadamente, sería posible despertar a la opinión pública y conseguir que las creencias de un hombre no se tuvieran en cuenta a la hora de nombrarlo para un puesto. La protección de las minorías es de vital importancia; e incluso el más ortodoxo de nosotros puede encontrarse algún día en minoría, por lo que todos tenemos interés en frenar la tiranía de las mayorías. Nada, excepto la opinión pública, puede resolver este problema. El socialismo lo agudizaría incluso un poco más, ya que eliminaría las oportunidades que ahora surgen a través de empresarios excepcionales. Todo aumento del tamaño de las empresas industriales lo agrava, ya que disminuye el número de empresarios independientes. La batalla debe librarse exactamente como se libró la batalla de la tolerancia religiosa. Y como en ése caso, también en éste es probable que el factor decisivo sea la disminución de la intensidad de las creencias. Mientras los hombres estaban convencidos de la verdad absoluta del catolicismo o del protestantismo, según el caso, estaban dispuestos a perseguir a causa de ellos. Mientras los hombres estén seguros de sus credos modernos, perseguirán en su nombre. Cierto elemento de duda es esencial para la práctica, aunque no para la teoría, de la tolerancia. Y esto me lleva al otro punto, que se refiere a los objetivos de la educación.

Si ha de haber tolerancia en el mundo, una de las cosas que se enseñan en las escuelas debe ser el hábito de sopesar las pruebas, y la práctica de no dar pleno asentimiento a proposiciones para las que no hay motivo para creer que sean ciertas. Por ejemplo, debería enseñarse el arte de leer los periódicos. El maestro de escuela debe seleccionar algún incidente que haya ocurrido hace muchos años y que haya despertado pasiones políticas en su época. Entonces debería leer a los escolares lo que decían los periódicos de un lado, lo que decían los del otro, y algún relato imparcial de lo que realmente ocurrió. Debería mostrar cómo, a partir del relato tendencioso de uno u otro bando, un lector experimentado podría deducir lo que realmente sucedió, y debería hacerles comprender que todo lo que aparece en los periódicos es más o menos falso. El escepticismo cínico que resultaría de esta enseñanza haría a los niños inmunes en su vida posterior a esos llamamientos al idealismo con los que se induce a la gente decente a promover los planes de los sinvergüenzas.

La historia debería enseñarse del mismo modo. Las campañas de Napoleón de 1813 y 1814, por ejemplo, podrían estudiarse en el Moniteur, hasta la sorpresa que sintieron los parisinos cuando vieron llegar a los Aliados después de que (según los boletines oficiales) habían sido derrotados por Napoleón en todas las batallas. En las clases más avanzadas, habría que animar a los alumnos a contar el número de veces que Lenin ha sido asesinado por Trotski, para que aprendan a despreciar la muerte. Por último, se les debería dar una historia escolar aprobada por el Gobierno, y pedirles que deduzcan lo que una historia escolar francesa diría sobre nuestras guerras con Francia. Todo esto sería una formación ciudadana mucho mejor que las trilladas máximas morales con las que algunas personas creen que se puede inculcar el deber cívico.

Hay que admitir, creo, que los males del mundo se deben tanto a defectos morales como a falta de inteligencia. Pero la raza humana no ha descubierto hasta ahora ningún método para erradicar los defectos morales; la predicación y la exhortación sólo añaden la hipocresía a la lista anterior de vicios. La inteligencia, por el contrario, se mejora fácilmente por métodos conocidos por todo educador competente. Por lo tanto, hasta que se descubra algún método para enseñar la virtud, el progreso tendrá que buscarse en la mejora de la inteligencia más que en la de la moral. Uno de los principales obstáculos para la inteligencia es la credulidad, y la credulidad podría disminuirse enormemente instruyendo sobre las formas prevalecientes de mendacidad. La credulidad es un mal mayor en la actualidad, más que nunca antes, porque, debido al crecimiento de la educación, es mucho más fácil que antes difundir desinformación y, debido a la democracia, la difusión de desinformación es más importante que en épocas anteriores para quienes mantienen el poder. De ahí el aumento de la tirada de circulación de los periódicos.

Si me preguntan cómo se puede inducir al mundo a adoptar estas dos máximas —a saber, (1) que los trabajos deben darse a las personas en función de su aptitud para desempeñarlos; (2) que uno de los objetivos de la educación debe ser curar a la gente del hábito de creer en proposiciones para las que no hay pruebas—, sólo puedo decir que debe hacerse generando una opinión pública ilustrada. Y una opinión pública ilustrada sólo puede ser generada por los esfuerzos de aquellos que desean que exista. No creo que los cambios económicos propugnados por los socialistas sirvan por sí mismos para curar los males que hemos estado considerando. Pienso que, pase lo que pase en política, la tendencia del desarrollo económico hará cada vez más difícil la preservación de la libertad mental, a menos que la opinión pública insista en que el patrón no controle nada en la vida del empleado, excepto su trabajo. La libertad en la educación podría asegurarse fácilmente, si se deseara, limitando la función del Estado a la inspección y al pago, y confinando la inspección rígidamente a la instrucción definitiva. Pero eso, tal como están las cosas, dejaría la educación en manos de las Iglesias, porque, desgraciadamente, están más ansiosas de enseñar sus creencias que los librepensadores de enseñar sus dudas. Sin embargo, dejaría un campo libre, y haría posible que se diera una educación liberal si realmente se deseara. No debería pedirse más que eso a la ley.

A lo largo de este discurso he abogado por la difusión del temperamento científico, que es algo totalmente distinto del conocimiento de los resultados científicos. El temperamento científico es capaz de regenerar a la humanidad y dar solución a todos nuestros problemas. Los resultados de la ciencia, en forma de mecanismo, gas venenoso y prensa amarillista, pueden conducir a la ruina total de nuestra civilización. Es una antítesis curiosa, que un marciano podría contemplar con desapego entretenido. Pero para nosotros es una cuestión de vida o muerte. De ella depende que nuestros nietos vivan en un mundo más feliz, o que terminen por exterminarse unos a otros por métodos científicos, dejando tal vez a los negros y a los papúes los destinos futuros de la humanidad.

[Fin]


Notas del autor:

[1] Debo añadir que me volvieron a nombrar más tarde, cuando las pasiones bélicas habían empezado a enfriarse.

[2] Véase The Freeman, 15 de febrero de 1922, p. 532.

[3] Véase The New Republic, 1 de febrero de 1922, p. 259 y ss.

[4] Véase La invención de una nueva religión, del Profesor Chamberlain, de Tokio. Publicado por la Rationalist Press Association (por ahora agotado).


Contexto final

¿Quién no se hubiera visto tentado a censurar la línea final de este ensayo en nuestro tiempo? Pero eso iría en contra de lo que se propone, y es una oportunidad para alabar y menospreciar la libertad y la democracia. Y para hacer lo que se hace cuando uno es sesgado: defender lo indefendible.

Otra cosa más. María Zambrano escribió que “se escribe para reconquistar la derrota sufrida siempre que hemos hablado largamente”. Y se escribe largamente cuando se trata de justificar algo.

En un capítulo famoso de su libro Marriage and Morals, de 1929, Bertrand Russell tocó el tema de la eugenesia, y este par de párrafos lo persiguieron de por vida:

“Existe un tipo de eugenesia, muy popular entre cierto tipo de políticos y publicistas, que podría llamarse eugenesia racial. Consiste en la afirmación de que una raza o nación (por supuesto, aquella a la que pertenece el escritor) es muy superior a todas las demás y debería utilizar su poder militar para aumentar su número a expensas de poblaciones inferiores. El ejemplo más notable de esto es la propaganda nórdica en los Estados Unidos, que logró ganarse el reconocimiento legislativo en las leyes de inmigración. Este tipo de eugenesia puede apelar al principio darwiniano de supervivencia del más fuerte; sin embargo, aunque parezca extraño, sus defensores más fervientes son aquellos que consideran que la enseñanza del darwinismo debería ser ilegal. La propaganda política unida con eugenesia racial es, en general, algo indeseable; pero olvidemos esto y examinemos la cuestión en sí.
‌En casos extremos, hay pocas dudas sobre la superioridad de una raza sobre otra. América del Norte, Australia y Nueva Zelanda ciertamente contribuyen más a la civilización del mundo de lo que contribuirían si todavía estuvieran pobladas por aborígenes. No hay ninguna razón sólida para considerar a los negros como, en promedio, inferiores a los hombres blancos [El primer texto decía: En general, parece justo considerar a los negros como, en promedio, inferiores a los hombres blancos], aunque para el trabajo en los trópicos son indispensables, por lo que su exterminio (aparte de cuestiones de humanidad) sería altamente indeseable. Pero cuando se trata de discriminar entre las razas de Europa, hay que incorporar una gran cantidad de mala ciencia para respaldar los prejuicios políticos. Tampoco veo ningún fundamento válido para considerar a las razas amarillas como inferiores en algún grado a nosotros mismos. En todos esos casos, la eugenesia racial es simplemente una excusa para el chauvinismo”.

Aunque en el capítulo susodicho atacó a quienes simplificaban la eugenesia—especialmente a quienes la usaban para el racismo y para poner a los ricos por encima de los pobres—, no la descartó. Si se trata de justificar, el tema de la eugenesia estaba muy en boga en ese tiempo entre la Primera y la Segunda Guerra Mundial. También se puede decir que cambió de opinión sobre el tema: Russell vivió casi 100 años, y los cambios sociales que hubieron entre 1870 y 1970, incluso para nosotros, son poco imaginables. Además, muy probablemente, sintió culpa (a pesar de no ser católico). Como dijimos antes, el tema lo persiguió de por vida, y en sus escritos y entrevistas se siente que sintió la necesidad de disculparse y justificarse.

Por ejemplo: Abogó constantemente por un sistema judicial no racista en Estados Unidos (“el fallo más grande de la democracia” en ese país). Escribió un ensayo Sobre el odio racial en 1933, (“el odio racial es una de las emociones más crueles y menos civilizadas a las que son propensos los hombres en masa, y es de suma importancia para el progreso humano que se adopten todos los métodos posibles para disminuirlo”). En 1951 escribió un capítulo sobre El antagonismo racial. Y sobre los párrafos del libro susodicho, dijo, en 1964: “Nunca consideré a los negros como inherentemente inferiores. La declaración en Marriage and Morals se refiere al condicionamiento del ambiente. La he retirado de ediciones posteriores porque es claramente ambigua”. Claramente sus declaraciones no eran ambiguas, sino hijas de su época, madre de la nuestra, con sus taras todavía heredadas genéticamente.
ℹ️
La respuesta de Russell llegó ante la pregunta de una lectora, que en una carta le escribió: “He leído Marriage and Morals y sus Unpopular Essays. Tengo quince [años]; y aunque algunos adultos piensan que soy demasiado joven para entender sus libros, los encuentro estimulantes y muy claros y concisos. Me gustaría hacerle cuatro preguntas. Primero, ¿todavía considera a los negros como una raza inferior, como lo hacía cuando escribió Marriage and Morals?” La cuarta pregunta de Miss Dorheim decía: “Asumiendo que la respuesta a mi primera pregunta es «no», ¿qué piensa del actual civil rights movement en los Estados Unidos?” La respuesta de Russell, firmada el 17 de marzo de 1964, fue: “Apruebo totalmente el movimiento por los derechos civiles en Estados Unidos y espero que aumente en momentum y militancia”. Tres meses y medio después, el presidente Lyndon B. Johnson firmaba la Ley de Derechos Civiles, que abolía la segregación racial en los Estados Unidos. En octubre del mismo año Martin Luther King Jr. recibía el Nobel de la Paz, siendo la persona más joven en recibir el premio (35 años); cuatro años después fue asesinado por un racista que odiaba su libertad y expresión.

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