George Orwell sobre la libertad de prensa

Cuando en estos momentos se pide libertad de expresión, de hecho no se pide auténtica libertad... Pero libertad, como dice Rosa Luxemburg, es «libertad para los demás». Idéntico principio que las palabras de Voltaire: «Detesto lo que dices, pero defendería hasta la muerte tu derecho a decirlo».

George Orwell sobre la libertad de prensa
Contexto Condensado

Desde 1941, Estados Unidos, la Unión Soviética y el Reino Unido comandaron la alianza que luchó contra los nazis en la Segunda Guerra Mundial. Como la causa era sagrada, y venía primero que nada, por sobre todo lo demás, los crímenes y vejámenes de Stalin eran pasados por alto. Incluso el Holodomor en Ucrania; incluso la violenta ocupación de Polonia de 1939, bajo la misma y vieja excusa de siempre: “proteger a sus ciudadanos”. Esa vez, supuestamente, del régimen alemán, con quienes se acababa de firmar un mes antes un pacto de no agresión, roto por Hitler en 1941 cuando invadió el territorio ruso, con el desenlace que ya todos conocemos.

Trasladémonos a 1943, cuando el socialismo multiplicaba afectos en el Reino Unido y su amistad con Rusia era, en la prensa, un tema que rayaba en lo incuestionable. Y a las preguntas que hacían algunos periodistas y escritores, la única respuesta que retornaba era la censura. En este contexto George Orwell decide, en sus propias palabras, “fusionar el propósito político y el propósito artístico en un solo todo”, en un solo cuerpo. “Animal Farm fue el primer libro en el que intentó, con plena conciencia”, hacer esto. Esta explicación la da en su ensayo Why I write de 1946. Un año antes había publicado su Notes on Nationalism, donde describe magistralmente como “nacionalismo” al fanatismo de narrativas, o lo que hoy nosotros llamamos, ante el abandono de las religiones institucionalizadas, como “religiones” y tribus, que se aprovechan de la necesidad de pertenencia.

Orwell enumera varios de estos, que tilda de nacionalismos “a falta de una mejor palabra”: neo-torismo, celta, sionismo, comunismo, catolicismo político, sentimiento racial, sentimiento de clase, pacifismo, anglofobia, antisemitismo y trotskismo. Menos de ocho décadas después, hoy tenemos: libertarianismo (no confundir con liberalismo), antisemitismo, racismo, wokeismo, trumpismo (incluye bolsonarismo), putinismo, bitcoinismo, cripto-secularismo, tecno-secularismo, elon-muskismo, ambientalismo, anti-sistema (occidental), feminismo, veganismo, sionismo, socialismo del siglo 21, anti-vacunas, Q-Anon, neo-budismo (y nuevas filosofías zen), neo-estoicismo, anarco-capitalismo, y todos los demás que se me estén escapando, porque hay muchos, porque la forma en que funciona el mundo está cambiando tan rápido para el ser humano que éste necesita refugiarse en lugares que lo hagan sentirse seguro, donde encuentre bastones y barandas para apoyarse en su caminar, y donde encuentre explicaciones para que el mundo y su existencia tengan algo de sentido. Un amigo me hizo notar que esto no se debe solamente al descreimiento y abandono de religiones institucionalizadas, sino también a lo abrumadora que puede ser la globalización y el exceso de conexión con otros.

En el mismo ensayo, Orwell explica que uno se convierte en parte de estos clanes no sólo de forma positiva (porque apoya lo que apoyan sus amigos), sino también de forma negativa (porque está en contra de lo que sea que hagan los “otros”). “No te pongas en el lado malo de un argumento simplemente porque tu oponente se ha puesto en el lado correcto”, dicen que decía Baltasar Gracián (“Nunca por tema seguir el peor partido porque el contrario se adelantó y escogió el mejor” es la frase verdadera). El problema está en que una vez uno se auto-etiqueta como parte de un grupo, no hay marcha atrás: es muy difícil reconocer errores o pensar que se está cometiendo un error, y uno empieza a aceptar todo lo que hace el clan sin cuestionarlo, y cuestiona al “otro” incluso cuando hace exactamente lo mismo. No sólo eso, sino que cuando uno está muy metido en sus ideas —y esto es human nature 101—, uno comienza decidiendo en favor de lo que opina su tribu, o en contra de lo que apoya el oponente, y después busca todo lo que le justifique. Es decir, primero la conclusión, después los “datos” que se le ajusten. Como todo está politizado, pasa hasta donde idealizamos que no debería suceder: en la filosofía y en la ciencia. Caer presa de los sesgos personales es inexorable.

Dos años antes de sus Notas sobre el Nacionalismo, y cinco años antes de su ensayo Los Escritores y el Leviatán —donde conecta la influencia política con el trabajo del escritor—, en 1943, en plena lucha contra el nazismo, Orwell escribe un libro titulado Animal Farm — literalmente Granja de Animales, que fue publicado en español también bajo el título Rebelión en la Granja (en español nos gusta explicar todo de entrada). El subtítulo original de la novella, (subtítulo) que no sobrevivió ni dos años, era A fairy story (“Un cuento de hadas”). También fue publicado con el subtítulo de “Una sátira contemporánea”, porque la novelita es una sátira de la Revolución rusa de 1917 que ejecutó a la monarquía y dio paso a la creación de la Unión Soviética. Que los chanchos hayan estado a cargo de la revolución en la granja no es casualidad, como no lo es que uno de ellos se llame Napoleón y que termine instalando una dictadura después de perseguir a su antiguo aliado (como Stalin a Trotsky), y luego de declarar que “todos los animales son iguales”. Taleb dice que “Tocqueville entendió que la igualdad parece tanto más fuerte cuanto más reducida es” — más palabras para esto sobran.

Y motivos sobraban a los editores para rechazar este libro en el contexto en el que vivían. Cuatro editores, para ser exactos. Uno de ellos después de consultar con el Ministerio de Información del Reino Unido, como cuenta el propio Orwell en el prólogo de la obra, donde escribe que “el libro fue pensado hace bastante tiempo. Su idea central data de 1937, pero su redacción no quedó terminada hasta finales de 1943. En la época en que se escribió, era obvio que encontraría grandes dificultades para editarse”. Es en esa época y en ese prólogo donde empieza a jugar con los nacionalismos más allá de las naciones, y con la idea del seguimiento ciego, de los fans o followers modernos, de los fanáticos, de los defensores de una causa que no aceptan un centímetro de criticismo y que carecen de toda auto-crítica. Básicamente, con la muerte del debate, del que esperamos su resurrección para poder recuperar el sentido común y la cordura.

A continuación, un extracto de lo que comentamos. Este prólogo no fue publicado en su momento por razones obvias, por su crudeza dado el contexto. Fue descubierto y dado a conocer recién en 1972, dos décadas después de la prematura muerte del autor (de tuberculosis). Salió a la luz bajo el título de La libertad de prensa, siendo un ensayo en sí mismo; la publicación de este prefacio lleva otro prefacio, escrito por Sir Bernard Crick, probando su autenticidad. Lo leemos en español en la traducción del periodista, escritor, historiador y químico Rafael Abella (Barcelona, 1917 – 2008). Cualquier parecido a la realidad de cómo se maneja la propaganda hoy, y mañana, y hace dos mil años, no es coincidencia. Cualquier coincidencia con el “servilismo” hacia la narrativa rusa no es casualidad: llevan más de un siglo en la élite del arte de la propaganda. Y para encontrar más coincidencias con lo escrito por Orwell, vale la pena revisar el ensayo de Nassim Nicholas Taleb Un choque entre dos sistemas, que explica cómo la transparencia para criticar puede llevar a pensar que el sistema donde hay libertad para hacerlo es menos transparente, “de forma similar” a lo expuesto por Tocqueville. Y vale la pena leerlo porque la guerra de ahora tiene sus muchos parecidos con la de Orwell, quien nos recuerda una de las peores vejaciones cometidas por Rusia en Ucrania.

Sobre la libertad de prensa: “cuando en estos momentos se pide libertad de expresión, de hecho no se pide auténtica libertad”.

Autor: George Orwell

Prólogo a Rebelión en la Granja (1943):

La Libertad de Prensa” (extracto)

...Cualquier persona cabal y con experiencia periodística tendrá que admitir que, durante esta guerra, la censura oficial no ha sido particularmente enojosa. No hemos estado sometidos a ningún tipo de «orientación» o «coordinación» de carácter totalitario, cosa que hasta hubiera sido razonable admitir, dadas las circunstancias. Tal vez la prensa tenga algunos motivos de queja justificados pero, en conjunto, la actuación del gobierno ha sido correcta y de una clara tolerancia para las opiniones minoritarias. El hecho más lamentable en relación con la censura literaria en nuestro país ha sido principalmente de carácter voluntario. Las ideas impopulares, según se ha visto, pueden ser silenciadas y los hechos desagradables ocultarse sin necesidad de ninguna prohibición oficial.

Cualquiera que haya vivido largo tiempo en un país extranjero podrá contar casos de noticias sensacionalistas que ocupaban titulares y acaparaban espacios incluso excesivos para sus méritos. Pues bien, estas mismas noticias son eludidas por la prensa británica, no porque el gobierno las prohíba, sino porque existe un acuerdo general y tácito sobre ciertos hechos que «no deben» mencionarse. Esto es fácil de entender mientras la prensa británica siga tal como está: muy centralizada y propiedad, en su mayor parte, de unos pocos hombres adinerados que tienen muchos motivos para no ser demasiado honestos al tratar ciertos temas importantes. Pero esta misma clase de censura velada actúa también sobre los libros y las publicaciones en general, así como sobre el cine, el teatro y la radio. Su origen está claro: en un momento dado se crea una ortodoxia, una serie de ideas que son asumidas por las personas bienpensantes y aceptadas sin discusión alguna. No es que se prohíba concretamente decir «esto» o «aquello», es que «no está bien» decir ciertas cosas, del mismo modo que en la época victoriana no se aludía a los pantalones en presencia de una señorita. Y cualquiera que ose desafiar aquella ortodoxia se encontrará silenciado con sorprendente eficacia. De ahí que casi nunca se haga caso a una opinión realmente independiente ni en la prensa popular ni en las publicaciones minoritarias e intelectuales.

En este instante, la ortodoxia dominante exige una admiración hacia Rusia sin asomo de crítica. Todo el mundo está al cabo de la calle de este hecho y, por consiguiente, todo el mundo actúa en consonancia. Cualquier crítica seria al régimen soviético, cualquier revelación de hechos que el gobierno ruso prefiera mantener ocultos, no saldrá a la luz. Y lo peor es que esta conspiración nacional para adular a nuestro aliado se produce a pesar de unos probados antecedentes de tolerancia intelectual muy arraigados entre nosotros. Y así vemos, paradójicamente, que no se permite criticar al gobierno soviético, mientras se es libre de hacerlo con el nuestro. Será raro que alguien pueda publicar un ataque contra Stalin, pero es muy socorrido atacar a Churchill desde cualquier clase de libro o periódico. Y en cinco años de guerra —durante dos o tres de los cuales luchamos por nuestra propia supervivencia— se escribieron incontables libros, artículos y panfletos que abogaban, sin cortapisa alguna, por llegar a una paz de compromiso, y todos ellos aparecieron sin provocar ningún tipo de crítica o censura. Mientras no se tratase de comprometer el prestigio de la Unión Soviética, el principio de libertad de expresión ha podido mantenerse vigorosamente. Es cierto que existen otros temas proscritos, pero la actitud hacia la URSS es el síntoma más significativo. Y tiene unas características completamente espontáneas, libres de la influencia de cualquier grupo de presión.

El servilismo con el que la mayor parte de la intelligentsia británica se ha tragado y repetido los tópicos de la propaganda rusa desde 1941 sería sorprendente, si no fuera porque el hecho no es nuevo y ha ocurrido ya en otras ocasiones. Publicación tras publicación, sin controversia alguna, se han ido aceptando y divulgando los puntos de vista soviéticos con un desprecio absoluto hacia la verdad histórica y hacia la seriedad intelectual. Por citar sólo un ejemplo: la BBC celebró el XXV aniversario de la creación del Ejército Rojo sin citar para nada a Trotsky, lo cual fue algo así como conmemorar la batalla de Trafalgar sin hablar de Nelson. Y, sin embargo, el hecho no provocó la más mínima protesta por parte de nuestros intelectuales. En las luchas de la Resistencia de los países ocupados por los alemanes, la prensa inglesa tomó siempre partido al lado de los grupos apoyados por Rusia, en tanto que las otras facciones eran silenciadas (a veces con omisión de hechos probados) con vistas a justificar esta postura. Un caso particularmente demostrativo fue el del coronel Mijáilovich, líder de los chetniks yugoslavos. Los rusos tenían su propio protegido en la persona del mariscal Tito y acusaron a Mijáilovich de colaboración con los alemanes. Esta acusación fue inmediatamente repetida por la prensa británica. A los partidarios de Mijáilovich no se les dio oportunidad alguna para responder a estas acusaciones e incluso fueron silenciados hechos que las rebatían, impidiendo su publicación. En julio de 1943 los alemanes ofrecieron una recompensa de 100.000 coronas de oro por la captura de Tito y otra igual por la de Mijáilovich. La prensa inglesa resaltó mucho lo ofrecido por Tito, mientras sólo un periódico (y en letra menuda) citaba la ofrecida por Mijáilovich. Y, entre tanto, las acusaciones por colaboracionismo eran incesantes.

Hechos muy similares ocurrieron en España durante la Guerra Civil. También entonces los grupos republicanos, a quienes los rusos habían decidido eliminar, fueron acusados entre la indiferencia de nuestra prensa de izquierdas; y cualquier escrito en su defensa, aunque fuera una simple carta al director, vio rechazada su publicación. En aquellos momentos no sólo se consideraba reprobable cualquier tipo de crítica hacia la URSS, sino que incluso se mantenía secreta. Por ejemplo: Trotsky había escrito poco antes de morir una biografía de Stalin. Es de suponer que, si bien no era una obra totalmente imparcial, debía ser publicable y, en consecuencia, vendible. Un editor americano se había hecho cargo de su publicación y el libro estaba ya en prensa. Creo que habían sido ya corregidas las pruebas, cuando la URSS entró en la guerra mundial. El libro fue inmediatamente retirado. Del asunto no se dijo ni una sola palabra en la prensa británica, aunque la misma existencia del libro y su supresión eran hechos dignos de ser noticia.

Creo que es importante distinguir entre el tipo de censura que se imponen voluntariamente los intelectuales ingleses y la que proviene de los grupos de presión. Como es obvio, existen ciertos temas que no deben ponerse en tela de juicio a causa de los intereses creados que los rodean. Un caso bien conocido es el tocante a los médicos sin escrúpulos. También la Iglesia Católica tiene considerable influencia en la prensa, una influencia capaz de silenciar muchas críticas. Un escándalo en el que se vea mezclado un sacerdote católico es algo a lo que nunca se dará publicidad, mientras que si el mismo caso ocurre con uno anglicano, es muy probable que se publique en primera página, como ocurrió con el caso del rector de Stiffkey. Asimismo, es muy raro que un espectáculo de tendencia anticatólica aparezca en nuestros escenarios o en nuestras pantallas. Cualquier actor puede atestiguar que una obra de teatro o una película que se burle de la Iglesia Católica se exponen a ser boicoteados desde los periódicos y condenados al fracaso.

Pero esta clase de hechos son comprensibles y además inofensivos. Toda gran organización cuida de sus intereses lo mejor que puede y, si ello se hace a través de una propaganda descubierta, nada hay que objetar. Uno no debe esperar que el Daily Worker publique algo desfavorable para la URSS, ni que el Catholic Herald hable mal del Papa. Esto no puede extrañar a nadie, pero lo que sí es inquietante es que, dondequiera que influya la URSS con sus especiales maneras de actuar, sea imposible esperar cualquier forma de crítica inteligente ni honesta por parte de escritores de signo liberal inmunes a todo tipo de presión directa que pudiera hacerles falsear sus opiniones. Stalin es sacrosanto y muchos aspectos de su política están por encima de toda discusión. Es una norma que ha sido mantenida casi universalmente desde 1941 pero que estaba orquestada hasta tal punto, que su origen parecía remontarse a diez años antes. En todo aquel tiempo las críticas hacia el régimen soviético ejercidas desde la izquierda tenían muy escasa audiencia. Había, sí, una gran cantidad de literatura antisoviética, pero casi toda procedía de zonas conservadoras y era claramente tendenciosa, fuera de lugar e inspirada por sórdidos motivos. Por el lado contrario hubo una producción igualmente abundante, y casi igualmente tendenciosa, en sentido pro ruso, que comportaba un boicot a todo el que tratara de discutir en profundidad cualquier cuestión importante.

Desde luego que era posible publicar libros antirrusos, pero hacerlo equivalía a condenarse a ser ignorado por la mayoría de los periódicos importantes. Tanto pública como privadamente se vivía consciente de que aquello «no debía» hacerse y, aunque se arguyera que lo que se decía era cierto, la respuesta era tildarlo de «inoportuno» y «al servicio de» intereses reaccionarios. Esta actitud fue mantenida apoyándose en la situación internacional y en la urgente necesidad de sostener la alianza anglorrusa; pero estaba claro que se trataba de una pura racionalización. La gran mayoría de los intelectuales británicos había estimulado una lealtad de tipo nacionalista hacia la Unión Soviética y, llevados por su devoción hacia ella, sentían que sembrar la duda sobre la sabiduría de Stalin era casi una blasfemia. Acontecimientos similares ocurridos en Rusia y en otros países se juzgaban según distintos criterios. Las interminables ejecuciones llevadas a cabo durante las purgas de 1936 a 1938 eran aprobadas por hombres que se habían pasado su vida oponiéndose a la pena capital, del mismo modo que, si bien no había reparo alguno en hablar del hambre en la India, se silenciaba la que padecía Ucrania. Y si todo esto era evidente antes de la guerra, esta atmósfera intelectual no es, ahora, ciertamente mejor.

Volviendo a mi libro, estoy seguro de que la reacción que provocará en la mayoría de los intelectuales ingleses será muy simple: «No debió ser publicado». Naturalmente, estos críticos, muy expertos en el arte de difamar, no lo atacarán en el terreno político, sino en el intelectual. Dirán que es un libro estúpido y tonto y que su edición no ha sido más que un despilfarro de papel. Y yo digo que esto puede ser verdad, pero no «toda la verdad» del asunto. No se puede afirmar que un libro no debe ser editado tan sólo porque sea malo. Después de todo, cada día se imprimen cientos de páginas de basura y nadie le da importancia. La intelligentsia británica, al menos en su mayor parte, criticará este libro porque en él se calumnia a su líder y con ello se perjudica la causa del progreso. Si se tratara del caso inverso, nada tendrían que decir aunque sus defectos literarios fueran diez veces más patentes. Por ejemplo, el éxito de las ediciones del Left Book Club durante cinco años demuestra cuán tolerante se puede llegar a ser en cuanto a la chabacanería y a la mala literatura que se edita, siempre y cuando diga lo que ellos quieren oír.

El tema que se debate aquí es muy sencillo: ¿Merece ser escuchado todo tipo de opinión, por impopular que sea? Plantead esta pregunta en estos términos y casi todos los ingleses sentirán que su deber es responder: «Sí». Pero dadle una forma concreta y preguntad: ¿Qué os parece si atacamos a Stalin? ¿Tenemos derecho a ser oídos? Y la respuesta más natural será: «No». En este caso, la pregunta representa un desafío a la opinión ortodoxa reinante y, en consecuencia, el principio de libertad de expresión entra en crisis. De todo ello resulta que, cuando en estos momentos se pide libertad de expresión, de hecho no se pide auténtica libertad. Estoy de acuerdo en que siempre habrá o deberá haber un cierto grado de censura mientras perduren las sociedades organizadas. Pero «libertad», como dice Rosa Luxemburg, es «libertad para los demás». Idéntico principio contienen las palabras de Voltaire: «Detesto lo que dices, pero defendería hasta la muerte tu derecho a decirlo».

Si la libertad intelectual ha sido sin duda alguna uno de los principios básicos de la civilización occidental, o no significa nada o significa que cada uno debe tener pleno derecho a decir y a imprimir lo que él cree que es la verdad, siempre que ello no impida que el resto de la comunidad tenga la posibilidad de expresarse por los mismos inequívocos caminos. Tanto la democracia capitalista como las versiones occidentales del socialismo han garantizado hasta hace poco aquellos principios. Nuestro gobierno hace grandes demostraciones de ello. La gente de la calle —en parte quizá porque no está suficientemente imbuida de estas ideas hasta el punto de hacerse intolerante en su defensa— sigue pensando vagamente en aquello de: «Supongo que cada cual tiene derecho a exponer su propia opinión». Por ello incumbe principalmente a la intelectualidad científica y literaria el papel de guardián de esa libertad que está empezando a ser menospreciada en la teoría y en la práctica...


Cf.:

Nassim Nicholas Taleb: Un choque entre dos sistemas (recap de la guerra en Ucrania, featuring George Orwell)
La guerra en Ucrania es un enfrentamiento entre dos sistemas: uno moderno, legalista, descentralizado y multicéfalo; el otro arcaico, nacionalista, centralizado y monocéfalo. Este conflicto muestra la confusión entre el Estado como nación en el sentido étnico y el Estado como entidad administrativa.
George Orwell: Notas sobre el Nacionalismo (ensayo completo, 36 minutos)
En tiempos como los que estamos viviendo, los extremismos en todas sus formas resurgen con fuerza. En este ensayo, George Orwell establece una definición del nacionalismo que vas más allá del lugar geográfico, como un estado de rigidez mental en el que no tiene cabida ni el debate ni la reflexión.

Cita a:

Voltaire - Conectorium
François-Marie Arouet, aka Voltaire (París, 21/11/1694 - ibid., 30/05/1778). Escritor, historiador, filósofo y abogado, uno de los más grandes representantes de la Ilustración, clave en la historia de la literatura y la filosofía. Francmasón. Asiento 33 de la Academia francesa (1746). Alcanzó la cel…

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