Victor Hugo: Los Miserables y el origen de las palabras

Pero ¿desde cuándo el horror excluye el estudio? ¿Qué se diría de un naturalista que se negase a estudiar el murciélago, el escorpión, la tarántula, diciendo: «qué fealdad»? El pensador que se alejase del argot se parecería a un cirujano que se apartase de una úlcera o de una verruga.

Victor Hugo: Los Miserables y el origen de las palabras
Contexto Condensado

Los Miserables, la novela de Victor Hugo de 1862, no requiere mayor introducción. El musical de Hollywood ya deja claro de qué se trata: la moral, la ética, la lucha política, la justicia, la religión, las clases sociales, la revolución; la época revolucionaria en Francia durante la primera mitad del siglo 19 que terminó impregnando Europa, sembrando semillas de muchas naciones-estado modernas.

La novela está dividida en cinco volúmenes, cada uno partido en libros, a su vez compuestos por capítulos. El libro a continuación se llama El Argot; argot en español viene del francés, y es un sinónimo de jerga, sobre todo entre personas de un mismo oficio. Pero en su momento la jerga, el slang, tuvieron (y tienen) muy mala fama; eran cosa del vulgo, del populacho, de las clases sociales bajas, aún cuando se impregnan en el día a día del lenguaje. En Europa también se asociaba a la lengua caló de los gitanos, y a la pobreza. Este libro, en el original en francés, contiene tantos matices de jerga francesa y tantas referencias culturales, que algunos traductores decidieron ni tocarlo. Pero el primer capítulo, matices y todo, traducido en 1863 por Nemesio Fernández Cuesta, no sólo es claro sino que deja claro lo que quiere expresar Victor Hugo. En realidad, el narrador del libro, que se encarga de explicar este origen.

Dante y Maquiavelo, recientemente publicados en esta plataforma, hacen un cameo, por su cualidad de historiadores, por grandes lectores y comunicadores. Los dos fueron genios del lenguaje—del argot toscano, origen del italiano, que en sus épocas no era un lenguaje culto sino el de calle, lleno de jergas. Veamos la importancia del argot en la cultura, y un análisis cultural de la jerga—porque todos hablamos en una—, en esta fucking genialidad de ensayo incrustado en medio de una novela.

Autor: Victor Hugo

Novela: Los Miserables (1862)

Volumen 4: El Idilio de la Calle Plumet y la Epopeya de la Calle Saint-Denis

Libro 7: El Argot

Capítulo 1: Origen

Pigritia [palabra latina que significa pereza] es una palabra terrible.

Engendra un mundo, el piger, o sea el robo; y un infierno, el pigror, o sea el hambre.

Es decir, que la pereza es una madre.

Tiene un hijo, el robo; y una hija, el hambre.

¿En dónde estamos en este momento? En el argot.

¿Y qué es el argot? Es todo a la vez; nación e idioma; es el robo bajo dos especies: pueblo y lengua.

Cuando hace treinta y cuatro años el narrador de esta grave y sombría historia introducía en un libro, escrito con el mismo objeto que éste[1], un ladrón hablando argot, se suscitó un asombro y un clamor: «¡Qué! ¡Cómo! ¡El argot! ¡El argot es horrible! Es la lengua de la chusma, del presidio, de las cárceles, de todo lo más abominable de la sociedad», etc., etc.

Nunca hemos comprendido este género de objeciones.

Después, dos grandes novelistas, de los cuales uno es un profundo observador del corazón humano, y el otro un intrépido amigo del pueblo, Balzac y Eugenio Sue, han hecho hablar a los bandidos en su lengua natural, como lo había hecho en 1828 el autor de El último día de un condenado a muerte, y se han suscitado las mismas reclamaciones. Se ha repetido: «¿Qué quieren los escritores con esa repugnante jerga? ¡El argot es horrible! ¡El argot hace estremecer!».

¿Quién lo niega? Sin duda.

Cuando se trata de sondear una llaga, un abismo o una sociedad, ¿desde cuándo es una falta descender demasiado, ir al fondo? Muchas veces hemos pensado que esto era un acto de valor, y por lo menos una acción inocente y útil, digna de la atención simpática que merece el deber aceptado y cumplido. ¿Por qué no se ha de explorarlo todo, y no se ha de estudiar? ¿Por qué se ha de detener uno en el camino? El detenerse corresponde a la sonda, no al que sondea.

Ciertamente que ir a buscar en la última capa del orden social, allí donde concluye la tierra y empieza el fango; registrar en aquellas aguas espesas; perseguir, coger y arrojar palpitante a la superficie este idioma abyecto que gotea lodo sacado a la luz, este vocabulario pustuloso, en que cada palabra parece un anillo inmundo de un monstruo del cieno y de las tinieblas, no es ni una empresa cómoda, ni seductora.

Nada es más lúgubre que contemplar así desnudo a la luz del pensamiento el hormiguero terrible del argot. En efecto: parece que es una especie de horrible fiera hecha para vivir en la noche, y que se ve arrancada de su cloaca. Se cree ver una horrible maleza viva y erizada que tiembla, se mueve, se agita, pide volver a la sombra, amenaza y mira. Tal palabra parece una garra; tal otra un ojo apagado y sangriento; tal frase parece moverse como la tenaza de una langosta. Todas viven con esa vida repugnante de las cosas que están organizadas en la desorganización.

Pero ¿desde cuándo el horror excluye el estudio? ¿Desde cuándo la enfermedad rechaza al médico? ¿Qué se diría de un naturalista que se negase a estudiar la víbora, el murciélago, el escorpión, el ciempiés, la tarántula, y que los rechazase a las tinieblas, diciendo: «¡Oh, qué fealdad!»? El pensador que se alejase del argot se parecería a un cirujano que se apartase de una úlcera o de una verruga: sería un filólogo dudando examinar un hecho de la lengua; un filósofo dudando analizar un hecho de la humanidad. Porque, y es preciso decirlo a los que lo ignoran, el argot es al mismo tiempo un fenómeno literario y un resultado social. ¿Qué es el argot propiamente dicho? El argot es la lengua de la miseria.

Aquí podría interrumpirnos alguno; puede generalizarse el hecho, lo cual muchas veces es un medio de atenuarlo; puede decírsenos que todos los oficios, todas las profesiones, y casi podría añadirse, todos los accidentes de la jerarquía social, y todas las formas de la inteligencia, tienen su argot especial: el comerciante, que dice: Montpéllier, disponible; Marsella, buena calidad; el agente de cambio, que dice: cargo, prima, a la par; el jugador, que dice: tercio y todo, fallo a espadas; el ujier de las islas normandas, que dice: el feudatario deteniéndose en su fundo no puede reclamar el fruto de este fundo durante el embargo hereditario de los inmuebles del renunciador; el zarzuelista, que dice: han hecho bailar al oso[2]; el cómico, que dice: tengo un caballo blanco; el filósofo, que dice: triplicidad fenomenal; el cazador, que dice: la res está encamada; el frenólogo, que dice: amatividad, combatividad, secretividad; el soldado de infantería, que dice: mi tambor; el soldado de caballería, que dice: a media rienda; el maestro de esgrima, que dice: tercera, cuarta, a fondo, el impresor, que dice: atanasia; todos, impresor, maestro de esgrima, soldado de caballería o de infantería, músico, frenólogo, cazador, filósofo, cómico, zarzuelista, portero, jugador, agente de cambio y comerciante, todos hablan en argot.

El pintor, que dice: el ambiente del cuadro; el escribano, que dice: he dejado el crimen; el peluquero, que dice: a media melena; el zapatero, que dice: tapas; hablan argot. En rigor, y si se quiere, absolutamente todos esos modos de decir la derecha y la izquierda; el marinero a babor y a estribor; el maquinista, lado del patio y lado del jardín; el perrero, lado de la Epístola y lado del Evangelio; son argot. Hay argot de monas, como hay argot de sabidillas. El palacio de Rambouillet, es decir, la aristocracia y el lujo, confinaba con la Corte de los Milagros; es decir, con la pobreza y el vicio. Hay argot de duquesas, como demuestra la siguiente frase, escrita en un billete amoroso por una gran señora de la Restauración: «Hallaréis en esas chismerías una porción de razones para que yo me libertice».

Las cifras diplomáticas son argot. La Cancillería romana, diciendo 26 por Roma, grkztntgzyal por envío, y abfxustgrnogrkzutu-XI por duque de Módena, habla argot. Los médicos de la Edad Media, que por decir, zanahoria, rábano y nabo, decían: opoponach, pergrosohinum, reptitalmus, dracatholicum angelorum, postmegorum, hablaban argot. El fabricante de azúcar, que dice: moscabada, terciada, bastarda, común, tostada, clarificada, este honrado industrial, habla argot. Una escuela de crítica que decía hace veinte años: La mitad de Shakespeare es un juego de palabras y retruécanos, hablaba argot. El poeta y el artista que con profundo sentido calificaron al señor de Montmorency de «un ciudadano» si no hubiese sido muy entendido en versos y estatuas, hablaron en argot. El académico clásico que llama a las flores, Flora; a los frutos Pomona; a la mar, Neptuno; al amor, los fuegos; a la belleza, los atractivos; a un caballo, un corcel; a la escarapela blanca o tricolor, la rosa de Belona; al sombrero de tres picos, el triángulo de Marte; ese académico clásico habla argot. El álgebra, la medicina, la botánica tienen su argot. El lenguaje que se emplea a bordo, ese admirable lenguaje de la mar, tan completo y tan pintoresco, que han hablado Jean Bart, Duquesne, Suffren y Duperré, que se mezcla con el silbido de las cuerdas, con el ruido de la bocina, con el choque de las hachas de abordaje, con el vaivén, con el viento, con la ráfaga, con el cañón, es un argot heroico y brillante, que es al terrible argot de la miseria, lo que el león al chacal.

Sin duda. Pero, dígase lo que se quiera, este modo de comprender el argot tiene una extensión que no admitirá todo el mundo. En cuanto a nosotros, conservamos a esta palabra su antigua acepción precisa, circunscrita y determinada, y limitamos el argot al argot. El argot verdadero, el argot por excelencia, si es que estas dos palabras pueden reunirse, el argot inmemorial, no es, lo repetimos, más que la lengua fea, inquieta, socarrona, traidora, venenosa, cruel, tortuosa, vil, profunda, fatal de la miseria.

Hay en el extremo del envilecimiento y del infortunio una última miseria que se rebela, y que se decide a entrar en lucha contra el conjunto de los hechos felices y de los derechos reinantes; lucha horrible, que, ora astuta, ora violenta, feroz y malsana a la vez, ataca el orden social a alfilerazos por medio del vicio, y a estocadas por medio del crimen. Para las necesidades de esta lucha, la miseria ha inventado una lengua de combate, que es el argot.

Hacer sobrenadar y conservar sobre el olvido, sobre el abismo, aunque no sea más que un fragmento de una lengua cualquiera que ha hablado el hombre, y que de otro modo se perdería; es decir, uno de los elementos, buenos o malos de que se compone o que complica la civilización, es aumentar los datos de observación social; es auxiliar a la misma civilización. Este servicio le ha hecho Plauto, queriéndolo o no, haciendo hablar el fenicio a dos soldados cartagineses; este servicio le ha hecho Molière, haciendo hablar el levantino y toda clase de patuá a muchos de sus personajes.

Aquí vuelven a suscitarse las objeciones; el fenicio ¡magnífico!, el levantino ¡bueno!, el patuá ¡pase!, son lenguas que han pertenecido a naciones o a provincias; pero el argot, ¿para qué queréis conservar el argot? ¿Para qué hacer «sobrenadar» el argot?
A esto sólo responderemos una cosa. Ciertamente; la lengua que ha hablado una nación o una provincia es digna de interés; pero es más digna aún de atención y de estudio la lengua que ha hablado la miseria.

La lengua que ha hablado en Francia, por ejemplo, por más de cuatro siglos, no solamente una miseria, sino la miseria, toda la miseria humana posible.

Y además, insistimos en ello: estudiar las enfermedades y las deformidades sociales, y designarlas para curarlas, no es una necesidad en que se permite la elección. El historiador de las costumbres y de las ideas no tiene una misión menos austera que el historiador de los sucesos. Éste tiene en la superficie de la civilización las luchas de las coronas, los nacimientos de los príncipes, los casamientos de los reyes, las batallas, las asambleas, los grandes hombres públicos, las revoluciones a la luz del día, todo lo exterior; el otro historiador tiene el fondo, el pueblo que trabaja, que padece y que espera, la mujer oprimida, el niño que agoniza, las guerras sordas de hombre a hombre, las ferocidades oscuras, las preocupaciones, las alarmas fingidas, los efectos indirectos y subterráneos de las leyes, las evoluciones secretas de las almas, los estremecimientos indistintos de la multitud, los pobres que mueren de hambre, los que andan con los pies desnudos, los desheredados, los huérfanos, los desgraciados y los infames; todas esas larvas que andan vagando en la oscuridad. Le es necesario descender con el corazón lleno de caridad y de severidad a un mismo tiempo, como un hermano y como un juez, hasta esas casamatas impenetrables, en que se arrastran confundidos los heridos y los que hieren; los que lloran y los que maldicen; los que ayunan y los que devoran, los que sufren el mal y los que le cometen. Estos historiadores de los corazones y de las almas, ¿tienen acaso deberes menos importantes que los historiadores de los hechos estertores? ¿Se cree que Dante tiene que decir menos que Maquiavelo? ¿Acaso lo inferior de la civilización, sólo porque es más sombrío y más profundo, es menos importante que lo superior? ¿Se conoce bien la montaña cuando no se conoce la caverna?

Pero consignemos aquí, antes de ir más adelante, que a pesar de las palabras anteriores, no puede inferirse que haya entre las dos clases de historiadores una diferencia, una barrera que no existe en nuestra mente. Nadie puede ser buen historiador de la vida patente, visible, alumbrada, pública de los pueblos, si no es al mismo tiempo, y en cierta magnitud, historiador de su vida profunda y oculta; y nadie es buen historiador de lo interior, si no sabe ser, siempre que sea necesario, historiador de lo exterior.

La historia de las costumbres y de las ideas penetra la historia de los sucesos, y recíprocamente. Son dos órdenes de hechos diferentes que se corresponden, que se encadenan siempre, y se engendran mutuamente con frecuencia. Todas las líneas que la Providencia traza en la superficie de una nación tienen sus paralelas sombrías, pero claras, en el fondo, y todas las convulsiones del fondo producen levantamientos en la superficie. Como la verdadera historia se introduce en todo, el verdadero historiador tiene que introducirse en todo.

El hombre no es un círculo de un solo centro; es una elipse de dos focos; uno, le constituyen los hechos; otro, las ideas.

El argot no es más que un disfraz con que se cubre la lengua cuando va a hacer algo malo. Se reviste de palabras con máscara, y de metáforas con harapos.

Y así se hace horrible.

Cuesta trabajo conocerla. ¿Es la lengua francesa esa gran lengua humana? Ahí está dispuesta a entrar en escena, y a dar la réplica al crimen; propia para todos los empleos del repertorio del mal. No progresa, cojea; cojea con la muleta de la Corte de los Milagros; muleta que se metamorfosea en una maza; se llama truhanería; todos los espectros que son sus camareros la han estropeado; se arrastra y se levanta, lo cual constituye el doble movimiento del reptil. Es propia para todos los papeles; la ha hecho ambigua el falsario, verde-gris el envenenador; está carbonizada por el hollín del incendiario; el asesino le presta el color rojo.

Cuando se escucha del lado de las personas honradas a la puerta de la sociedad, se sorprende el diálogo de los que están fuera. Se oyen las preguntas y las respuestas. Se percibe, sin comprenderlo, un murmullo repugnante que suena casi como la voz humana, pero que se aproxima más al aullido que a la palabra. Es el argot. Las palabras son deformes, y están impregnadas de una especie de bestialidad fantástica. Parece que se oye hablar a hidras.

Este lenguaje es lo ininteligible en lo tenebroso; rechina, y cuchichea, y completa el crepúsculo con el enigma. La noche mora en la desgracia, pero es aún más tenebrosa en el crimen. Estas dos negras sombras amalgamadas componen el argot. Oscuridad en la atmósfera, oscuridad en las acciones, oscuridad en las palabras. Espantosa lengua reptil, que va, viene, salta, se arrastra, babea y se mueve monstruosamente en esa inmensa bruma oscura, compuesta de lluvia, de noche, de hambre, de vicio, de mentira, de injusticia, de desnudez, de asfixia y de invierno; mediodía de los miserables.

¡Compadezcamos a los castigados! ¡Ah! ¿Qué somos nosotros mismos? ¿Qué soy yo que os hablo en este momento? ¿Qué sois vosotros que me escucháis? ¿De dónde venimos? ¿Estamos seguros de no haber hecho nada antes de haber nacido? La tierra no deja de tener semejanza con un presidio. ¿Quién sabe si el hombre no es más que un sentenciado de la Justicia Divina?

Mirad la vida de cerca, y veréis que es tal, que en toda ella se encuentra el castigo.

¿Sois lo que se llama un ser feliz? Estáis tristes todos los días. Cada día tiene su disgusto y su pequeño cuidado. Ayer temblabais por una salud que os es querida, hoy teméis por la vuestra; mañana tendréis una inquietud por el dinero; pasado mañana os inquietará la diatriba de un calumniador; el otro la desgracia de un amigo; después el tiempo que hace; después cualquier cosa que se rompa o se pierda; después un placer que la conciencia o la columna vertebral os echan en cara; otra vez la marcha de los asuntos públicos. Y esto sin contar las penas del corazón, y así sucesivamente. Apenas se disipa una nube, se forma otra; apenas hay un día de sol y de alegría entre ciento. Y sin embargo, sois del pequeño número que goza de la felicidad. En cuanto a los demás hombres, la eterna noche se cierne sobre ellos.

Los ánimos reflexivos usan muy poco esta alocución: los felices y los desgraciados. En este mundo, vestíbulo de otro evidentemente, no hay seres felices.

La verdadera división humana es ésta: los luminosos y los tenebrosos.

Disminuir el número de los tenebrosos, aumentar el de los luminosos; tal es el gran objetivo. Por esto gritamos: ¡Enseñanza! ¡Ciencia! Aprender a leer es encender el fuego; toda sílaba deletreada brilla.

Pero el que dice luz, no dice necesariamente goces. También se padece en la luz, porque el exceso quema. La llama es enemiga de las alas. Arder sin cesar de volar es el prodigio del genio.

Cuando sepáis y améis, padeceréis aún. El día nace con lágrimas. Los luminosos lloran, aunque no sea más que por los tenebrosos.


  1. Se refiere a El último día de un condenado a muerte, novela de Victor Hugo publicada en 1829. ↩︎

  2. «Han silbado la comedia» ↩︎


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Dante - Conectorium
Bautizado Durante di Alighiero degli Alighieri (Florencia, c. 29/05/1265 - Rávena, 14/09/1321), fue un poeta y escritor italiano, más conocido por la Divina comedia, una de las obras fundamentales de la transición del pensamiento medieval al renacentista y una de las cumbres de la literatura univers…
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Niccolò di Bernardo dei Machiavelli (Florencia; 3/05/1469 - Ibid., 21/06/1527) fue un diplomático, funcionario, filósofo político y escritor italiano, considerado padre de la Ciencia Política moderna. Figura relevante del Renacimiento italiano. Estuvo a cargo de una oficina pública y visitó varias…

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