Ucrania, Stalin y los Nazis, con Hannah Arendt

Arendt nos deja frases atemporales para entender el comportamiento de Putin, su expansionismo y falta de empatía. Lo que ocurre es de manual, como su narrativa: «Es indiscutible que un plan para la conquista mundial implica la abolición de las diferencias entre la madre patria y los conquistados».

Ucrania, Stalin y los Nazis, con Hannah Arendt
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Hannah Arendt nació en Hannover en 1906 y murió en Nueva York el '75. Judía, brevemente encarcelada en 1933, decidió emigrar a USA ese mismo año. En 1937 el régimen nazi le quitó la nacionalidad; fue apátrida hasta que obtuvo la nacionalidad estadounidense el año de publicación de este libro, en el que dedica un capítulo entero y varias menciones a los apátridas.

The Origins of Totalitarianism, publicado en 1951, estudia a fondo lo que indica el título, y abarca con minuciosidad y a detalle lo hecho por los dos movimientos totalitarios que marcaron el siglo 20: el nazismo y el estalinismo. Los orígenes los deja claro en el prólogo, en el que indica que busca “comprender el afrentoso hecho de que un fenómeno tan pequeño (y en el mundo de la política tan carente de importancia) como el de la cuestión judía y el antisemitismo llegara a convertirse en el agente catalítico del movimiento nazi en primer lugar, de una guerra mundial poco más tarde y, finalmente, de las fábricas de la muerte. O también la grotesca disparidad entre causa y efecto que introdujo la época del imperialismo, cuando las dificultades económicas determinaron en unas pocas décadas una profunda transformación de las condiciones políticas en todo el mundo.” El subrayado es mío e indica el nombre de las dos primeras partes del trabajo; la tercera, cabe esperar, se llama totalitarismo. Diferencia ella esto último del despotismo, la tiranía y la dictadura, y explica lo novedoso de su modelo.

Este libro es una de las obras maestras, uno de los mejores trabajos ever en la intersección de filosofía, política e historia. Esto, gracias a que Arendt poseía una rara intersección de aptitudes llevadas al máximo del genio: investigar, historiar, conectar puntos, filosofar con rigor, y escribir claro y sin rodeos.

La leemos en español gracias a la versión de Guillermo Solana (editorial Taurus, 1974), traducción basada en la segunda edición del libro, revisada y aumentada, de 1958.
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Capítulo de 6 de nuestra serie sobre la guerra de Ucrania.

Hablábamos en el anterior capítulo de los muertos provocados por la hambruna y la represión del régimen de Stalin en Ucrania, y usábamos el estimado aceptado por historiadores de 4 millones de víctimas. Añadíamos que la Unión Soviética había perdido hasta 15 millones de personas entre la Primera Guerra Mundial y su Revolución. Hannah Arendt nos deja una nota para seguir con el tema, una nota en la que los números se estiman mayores: 
“El número total de los rusos muertos en los cuatro años de guerra ha sido estimado entre 12 y 21 millones. Sólo en Ucrania y en un solo año Stalin exterminó a unos 8 millones de personas (cifra calculada). A diferencia del régimen nazi, que conservaba informes precisos sobre el número de sus víctimas, no existen cifras fidedignas acerca de los millones de personas que fueron muertas en el sistema ruso”.
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Añade también otros datos sobre el tamaño de la población rusa, pero dejemos que ella nos los explique en el extracto servido a continuación, extracto que cuenta una parte de la historia ucraniana que está entrelazada al nazismo y al estalinismo. Dejo como nota un párrafo sacado de otro lugar del libro: “sabemos ahora que Hitler, si hubiese sido un conquistador ordinario y no un jefe totalitario rival, podía haber tenido una extraordinaria posibilidad de ganar para su causa al menos la población de Ucrania.”

Arendt nos deja en su análisis más de una frase atemporal que puede usarse para entender la guerra actual, el comportamiento de dictadores totalitarios, su hambre expansionista, su falta de empatía con la población, lo poco que le importan los efectos de segundo orden y las consecuencias económicas. Su comportamiento es de manual, como lo es la narrativa usada hoy por Putin para su invasión, contada por Arendt hace 70 años:
“Los regímenes totalitarios no temen las implicaciones lógicas de la conquista mundial aunque operen en otro sentido y resulten perjudiciales para los intereses de sus propios pueblos. Lógicamente, es indiscutible que un plan para la conquista mundial implica la abolición de las diferencias entre la madre patria conquistadora y los territorios conquistados”.

Autor: Hannah Arendt

Libro: El Origen del Totalitarismo (1951)

Tercera Parte: Totalitarismo
Capítulo 12: El Totalitarismo en el Poder

1: El llamado estado totalitario (extracto)

En la literatura nazi y en la bolchevique pueden encontrarse repetidas pruebas de que los Gobiernos totalitarios aspiran a conquistar el globo y someter a su dominación a todos los países de la Tierra. Sin embargo, estos programas ideológicos, heredados de los movimientos pretotalitarios (de los partidos antisemitas supernacionalistas y de los sueños pangermánicos de imperio en el caso de los nazis, del concepto internacional del socialismo revolucionario en el caso de los bolcheviques), no son decisivos. Lo que es decisivo es que los regímenes totalitarios dirigen realmente su política exterior sobre la consecuente presunción de que, eventualmente, lograrán este objetivo último, y no lo pierden nunca de vista por distante que pueda parecer o por seriamente que puedan chocar sus exigencias «ideales» con las necesidades del momento. Por eso no consideran a ningún país como permanentemente extranjero, sino que, al contrario, estiman a cada país como su territorio potencial. La ascensión al poder, el hecho de que en un país se haya convertido en una tangible realidad el mundo ficticio del movimiento, crea una relación con otras naciones que es semejante a la del partido totalitario bajo una dominación no totalitaria. La realidad tangible de la ficción, respaldada por el poder del Estado internacionalmente reconocido, puede ser exportada de la misma manera que el desprecio por el Parlamento puede ser importado en un Parlamento no totalitario. A este respecto, la «solución» de la cuestión judía en la preguerra fue el relevante producto de exportación de la Alemania nazi: la expulsión de los judíos llevó una importante porción de nazismo a otros países; obligando a los judíos a dejar el Reich sin pasaporte y sin dinero, la leyenda del «judío errante» quedaba hecha realidad, y obligando a los judíos a una inquebrantable hostilidad hacia ellos, los nazis habían creado el pretexto para tomar un apasionado interés por la política interna de todas las naciones.

En 1940 se hizo evidente cuán en serio tomaban los nazis su ficción conspiradora, según la cual eran los futuros dominadores del mundo, cuando–a pesar de la necesidad y frente a sus posibilidades absolutamente reales de imponerse en los territorios ocupados de Europa—iniciaron su política de despoblación en los territorios orientales, pese a la pérdida de mano de obra y a las serias consecuencias militares, e introdujeron una legislación con la que con carácter retroactivo exportaron parte del Código Penal del III Reich a los países ocupados de Occidente.[1] Apenas existía una manera más eficaz de hacer pública la reivindicación nazi de una dominación nazi como el castigar por alta traición cualquier manifestación o acción contra el III Reich, no importando cuándo, dónde o por quién hubiera sido realizada. La ley nazi trataba a todo el mundo como si potencialmente hubiera caído bajo su jurisdicción, de forma tal que el Ejército ocupante ya no era un instrumento de conquista que la llevaba a cabo con la nueva ley del conquistador, sino un órgano ejecutivo que aplicaba una ley, a la que se suponía ya vigente para todo el mundo.

La presunción de que la ley nazi obligaba más allá de la frontera alemana y el castigo de los no alemanes fueron más que simples recursos de opresión. Los regímenes totalitarios no temen las implicaciones lógicas de la conquista mundial aunque operen en otro sentido y resulten perjudiciales para los intereses de sus propios pueblos. Lógicamente, es indiscutible que un plan para la conquista mundial implica la abolición de las diferencias entre la madre patria conquistadora y los territorios conquistados, tanto como la diferencia entre la política exterior y la interior, sobre la que están basadas las instituciones no totalitarias existentes y todas las relaciones internacionales. Si el conquistador totalitario se comporta en todas partes como si estuviese en su propio país, de la misma forma debe tratar a su propia población como si fuera un conquistador extranjero.[2] Y es perfectamente cierto que el movimiento totalitario se apodera del poder muy de la misma manera que como un conquistador extranjero puede ocupar un país, al que gobierna no verdaderamente en el propio beneficio de éste, sino en el de algo o alguien. Los nazis se condujeron en Alemania como conquistadores extranjeros cuando, contra todos los intereses nacionales, intentaron, y a medias lograron, convertir su derrota en una catástrofe final para toda la población alemana; similarmente, en caso de victoria, pretendían extender su política de exterminio a las filas de los alemanes «racialmente incapaces».[3]

Una actitud semejante parece haber inspirado después de la guerra la política exterior soviética. El coste de su agresividad es prohibitivo para el mismo pueblo ruso: le privó de los grandes préstamos norteamericanos de la posguerra que hubieran permitido a Rusia reconstruir zonas devastadas e industrializar el país de una forma racional y productiva. La extensión de los Gobiernos de la Komintern a través de los Balcanes y la ocupación de amplios territorios orientales no aportó beneficios tangibles, sino que, al contrario, sangró aún más los recursos rusos. Pero esta política servía ciertamente a los intereses del movimiento bolchevique, que se había extendido sobre más de la mitad del mundo habitado.

Como un conquistador extranjero, el dictador totalitario considera a las riquezas naturales e industriales de cada país, incluyendo las del propio, como una fuente de botín y un medio de preparar el siguiente paso dentro de una expansión agresiva. Como esta economía de expolio sistemático es realizada en beneficio del movimiento y no de la nación, sin ningún pueblo ni ningún territorio como su beneficiario potencial, no puede alcanzar posiblemente un punto de saturación en el proceso. El dictador totalitario es como un conquistador extranjero que no procede de parte alguna ni su saqueo es probablemente para beneficiar a nadie. La distribución del botín es calculada no para reforzar la economía del país propio, sino sólo como una maniobra táctica temporal. En lo que se refiere a sus fines económicos, los regímenes totalitarios son en sus países como las proverbiales plagas de langosta. El hecho de que el dictador totalitario dirija a su propio país como un conquistador extranjero empeora aún las cosas, porque añade a la inhumanidad una eficiencia de la que evidentemente carecen las tiranías en los territorios extranjeros próximos. La guerra de Stalin contra Ucrania a comienzos de la década de los años 30 fue doblemente más efectiva que la terriblemente sangrienta invasión y ocupación alemana.[4] Esta es la razón por la que el totalitarismo prefiere los Gobiernos quislings a la dominación directa, a pesar de los riesgos obvios de semejantes regímenes.


  1. En 1940, el Gobierno del Reich decretó que los delitos comprendidos entre la alta traición contra el Reich a las «declaraciones maliciosas y agitadoras contra personalidades destacadas del Estado o del partido nazi» deberían ser castigados con efecto retroactivo en todos los territorios ocupados por Alemania, tanto si habían sido cometidos por alemanes o por naturales de estos países. Véase GILES, op. cit. Por lo que se refiere a las desastrosas consecuencias de la Siedlungspolitik en Polonia y Ucrania, véase Trial, op. cit., vols. XXVI y XXIX. ↩︎

  2. La expresión se encuentra en Kravchenko, op. cit., p. 303, que, al describir las condiciones en Rusia tras la superpurga de 1936-1938, señala: «Si un conquistador extranjero se hubiese apoderado de la maquinaria de la vida soviética..., difícilmente habría sido más profundo y cruel el cambio.» ↩︎

  3. Hitler, durante la guerra, pensó en promulgar una Ley de Sanidad Nacional: «Después de un reconocimiento nacional por rayos X, se entregaría al Führer una lista de personas enfermas especialmente de las afectadas por enfermedades pulmonares y cardíacas. Sobre la base de esta nueva Ley de Sanidad del Reich..., a esas familias ya no se les permitiría permanecer entre el público ni se les dejaría que tuvieran hijos. Lo que suceda a esas familias será objeto de órdenes futuras del Führer.» No se requiere mucha imaginación para suponer cuáles hubieran sido esas futuras órdenes. El número de personas a las que ya no se les hubiera permitido «permanecer entre el público» habría formado una considerable porción de la población alemana (Nazi Conspiracy, VI, p. 175). ↩︎

  4. El número total de los rusos muertos en los cuatro años de guerra ha sido estimado entre 12 y 21 millones. Sólo en Ucrania y en un solo año Stalin exterminó a unos ocho millones de personas (cifra calculada). Véase Communism in Action, U. S. Government, Washington, 1946, House Document N’ 754, pp. 140-141. A diferencia del régimen nazi, que conservaba informes precisos sobre el número de sus víctimas, no existen cifras fidedignas acerca de los millones de personas que fueron muertas en el sistema ruso. Sin embargo, la estimación siguiente, citada por SOUVARINE, op.cit., p. 669, posee algún peso, en cuanto que procede de Walter Krivitsky, que tenía acceso directo a las informaciones contenidas en los archivos de la GPU. Según estas cifras, el censo de la Unión Soviética en 1937, en el que los estadísticos soviéticos esperaban alcanzar los 171 millones de personas, reveló que existían realmente 145 millones. Esto indicaría una pérdida de población de 26 millones, cantidad en la que no se incluyen las pérdidas arriba señaladas. ↩︎


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