Séneca: Rehuir la multitud y buscar la compañía selecta

¿Preguntas qué es, a mi juicio, lo que debes ante todo evitar? La multitud. No puedes convivir con ella sin peligro. Por mi parte te confesaré mi debilidad: nunca vuelvo a casa con el mismo temple con que salí; algo del equilibrio interior se altera y reaparece alguna de las pasiones que ahuyenté.

Séneca: Rehuir la multitud y buscar la compañía selecta
"An itinerant quack-doctor", pintura del siglo 19 de autor desconocido
Contexto Condensado

Segunda aparición de Séneca en esta serie sobre Cripto, Creators & Charlatanes, esta vez con la séptima de sus Cartas a Lucilio, que hace de capítulo 16 en la serie.

Estas cartas, conocidas también como Epístolas Morales o Cartas de un Estoico, fueron escritas durante su retiro, alejado por Nerón y por voluntad propia, con cierto asco, de la vida política del Imperio Romano, del que en su momento fue el tipo con más poder. Escribe aquí el cordobés Lucio Anneo Séneca sobre su disgusto con las multitudes, con las masas que viven de pan y circo, turbas ignorantes que disfrutan lo mismo que disfrutamos hoy: entretenimiento chatarra para pasar el tiempo. Ahora incluso tenemos en la tele, en Netflix, en Youtube mímicas paupérrimas y pusilánimes de gladiadores, que en su época luchaban a muerte. Y la gente disfrutaba de estos enfrentamientos, de la sangre, de los instintos salvajes que nos persiguen hasta hoy y nos van a perseguir para siempre.

Unido a la muchedumbre, cualquiera pierde el control en una marcha—incluso pacífica—, en una manifestación, en un paro cívico, o en un partido de fútbol o básquet, versiones modernas de lo que se mostraba en las antiguas arenas, en los antiguos coliseos. Podemos creer las cosas más increíbles unidos a un grupo y defenderlas a muerte sin escuchar hechos ni motivos ni razones. Por eso, continúa Séneca en la carta siguiente, “proclamo a gritos: evitá cuanto complace al vulgo, mantenete receloso de todo bien fortuito: tanto una fiera como un pez son engañados por el cebo que los atrae”. Paramos el país pero no sabemos, al final, para quién trabajamos. No sabemos los intereses y los juegos políticos de los líderes, y nos peleamos por política, nos peleamos—supuestamente—por el bien común, ¡pero por favor! Compramos criptomonedas, caricaturas de monos (NFTs) e inversiones basura engañados por el cebo puesto por insider-traders. Compramos productos de tercera, de cuarta, de quinta, tan malos que te llevan de retro, por influencia de influencers que en su vida usarían esa cosa y que literalmente viven de promocionar lo que sea sin respeto por sus seguidores ni la calidad de lo que venden (por la plata baila el mono). Nos creemos el cuento de CEOs que nunca han usado sus propios productos y no han interactuado jamás con un cliente. Y nos hacemos los fieras por hacer ciertas cosas cuando sólo somos una oveja de rebaño.

Séneca (traducido por Ismael Roca Meliá) decía que descubrió esto “tardíamente, cansado de su extravío”. Nada peor que entregarse a lo que le gusta todo el mundo, si te considerás un ser pensante. Y nada peor que ser gustado por todo el mundo. Aunque es más fácil aconsejar en viejo que practicar: ¿cómo hago para no perderme en partidos de fútbol? ¿para no criticar un delantero profesional que gana millones? ¿para no intentar que mis escritos busquen el “aplauso de la mayoría”? Séneca cita aquí tres máximas para aceptar y agradecer que unos pocos y que uno solo es público suficiente. Y sin embargo él mismo escribió para guiar a miles, incluso veinte siglos después. Y lo predijo, y siempre lo supo. Y cualquiera aconseja humildad después de haber sido poderoso, o retiro después de haber sido famoso, o filantropía después de hacerse rico, o soledad después de haber sido aclamado por la multitud. O quizá sólo puede aconsejar de verdad el que conoce el mundo desde adentro, y por eso sus palabras valen oro. Vale.

Autor: Séneca

Libro: Cartas a Lucilio (siglo 1)

Carta 7: Rehuir la multitud. Buscar la compañía selecta .

¿Preguntas qué es, a mi juicio, lo que debes ante todo evitar? La multitud. No puedes convivir todavía con ella sin peligro. Por mi parte te confesaré mi debilidad: nunca vuelvo a casa con el mismo temple con que salí de ella; algo del equilibrio interior conseguido se altera y reaparece alguna de las pasiones que ahuyenté. Lo que ocurre a los enfermos, a quienes una prolongada debilidad agotó hasta el punto de no poderlos trasladar a parte alguna sin molestias, esto mismo nos acontece a nosotros, cuyo espíritu se está recuperando de una enfermedad crónica.

El contacto con la multitud nos es hostil: cualquiera nos encarece algún vicio, o nos lo sugiere, o nos lo contagia sin que nos demos cuenta. Ciertamente, el peligro es tanto mayor cuanto más numerosa es la gente entre la que nos mezclamos. Pero nada resulta tan perjudicial para las buenas costumbres como la asistencia a algún espectáculo, ya que entonces los vicios se insinúan más fácilmente por medio del placer.

¿Qué piensas que intento decirte? ¿Me vuelvo más avaro, más ambicioso, más disoluto? Y hasta más cruel e inhumano porque estuve entre los hombres.

Casualmente asistí al espectáculo del mediodía esperando presenciar acrobacias y bufonadas o cualquier entretenimiento en el que los espectadores dejan de contemplar sangre humana. Sucede todo lo contrario: los combates precedentes han sido, en comparación, modelos de misericordia; ahora, suprimidos los juegos, no hay más que puros homicidios. Los combatientes nada tienen con qué cubrirse; expuesto a los golpes todo el cuerpo, nunca atacan en vano.

La mayoría prefiere esta competición a la de las parejas ordinarias y favoritas del público ¿Por qué no la van a preferir? No hay casco ni escudo para esquivar la espada. ¿De qué sirve la protección? ¿De qué la habilidad? Todo ello no es sino un retraso para la muerte. Por la mañana los condenados son arrojados a los leones y los osos al mediodía a los espectadores. Éstos ordenan a quienes han matado que se enfrenten con quienes les van a matar, y al vencedor lo reservan para la próxima matanza; el resultado de la lucha es la muerte. La acción se lleva a cabo con el hierro y con el fuego. Así se procede mientras la arena queda vacía.

«Con todo, fulano cometió un latrocinio, perpetró un asesinato». ¿Entonces, qué? Por haber asesinado mereció sufrir este castigo: mas tú, desgraciado, ¿qué méritos hiciste para contemplar este espectáculo? «¡Mata, azota, quema! ¿Por qué es tan cobarde para lanzarse sobre la espada?, ¿por qué mata con tan poco arrojo?, ¿por qué muere con tanta desgana? Que a golpes se les obligue a herir de nuevo, que los contendientes encajen mutuos golpes en sus pechos desnudos y de frente». El espectáculo se ha interrumpido: «mientras tanto que se degüellen hombres, para que no cese la función». ¡Ea! ¿ni siquiera comprendéis que los malos ejemplos repercuten en aquellos que los dan? Dad gracias a los dioses inmortales de que el hombre a quien tratáis de enseñar la crueldad no pueda aprenderla.

Debe ser apartada de la multitud el alma débil aún y poco firme en la virtud: fácilmente comparte el sentir de la mayoría. Una multitud de mentalidad contraria hubiera hecho desistir a Sócrates, a Catón y a Lelio de su norma de vida. Con mayor motivo ninguno de nosotros, que tratamos precisamente de modelar nuestro carácter, puede hacer frente al ímpetu de los vicios que se presentan con tan gran acompañamiento.

Un solo ejemplo de lujuria o de avaricia causa mucho daño: un camarada afeminado nos debilita y ablanda poco a poco; el vecino adinerado excita nuestra codicia; un compañero malvado contagia su herrumbre a otro, por más puro y sencillo que éste sea: ¿qué crees tú que ocurre con las costumbres que públicamente han sido combatidas?

Se impone que imites al vulgo o que lo odies. Mas debes evitar lo uno y lo otro: no hacerte semejante a los malos porque son muchos, ni enemigo de muchos porque son diferentes de ti.

Recógete en tu interior cuanto te sea posible; trata con los que han de hacerte mejor; acoge a aquellos que tú puedes mejorar. Tales acciones se realizan a un tiempo y los hombres, enseñando, aprenden.

No hay motivo para que la vanidad de proclamar tu talento te empuje hacia la gente para celebrar ante ella tus recitales o controversias; cosa que desearía hicieses si tuvieras la mercancía apropiada para tal público: no hay nadie que pueda entenderte. Quizá alguno acuda, uno que otro, y a ese mismo lo tendrás que modelar e instruir para que te comprenda. «¿Entonces, para quién he aprendido estas cosas?» No debes temer que hayas perdido tu esfuerzo, si aprendiste para ti.

Con todo, para que no suceda que haya aprendido en este día para mí solo, te comunicaré las tres bellas máximas que sobre un mismo tema me han venido a mano, de las cuales una te la pagará como deuda esta epístola; recibe las otras dos como anticipo. Dice Demócrito: «Uno es para mí como un pueblo, y un pueblo como uno solo».

Bien respondió aquel, quienquiera que fuese —pues se discute acerca del autor—, cuando se le preguntaba a qué venía tanta precisión en una doctrina que muy pocos iban a entender: «para mí son suficientes unos pocos, es suficiente uno solo y suficiente ninguno». Esto último lo expresó bellamente Epicuro, cuando escribía a uno de sus compñeros de estudio: «esto lo digo no para muchos, sino para ti; pues somos un público bastante grande el uno para el otro».

Tales pensamientos, Lucilio querido, debes conservarlos en tu espíritu para que puedas desdeñar el placer que proviene del aplauso de la mayoría. Muchos te alaban: ¿acaso tienes motivo para lisonjearte de ti, si eres tal que muchos pueden entenderte? Que tus buenas cualidades busquen el aplauso interior.

Vale.


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