Herbert Spencer: el individuo vs el Estado (o, gimme the power)
La mayoría de esos que hoy se hacen pasar por liberales son un nuevo tipo de conservadores. Se ha sustituido un déspota por otro. ¿Cómo es que el liberalismo, a medida que ha ido ganando poder, se ha vuelto cada vez más coercitivo en su legislación?

Cerremos esta serie. Trató sobre la interminable lucha por el poder entre bandos de una sociedad y cómo los que llegan al poder, fanatizados, se comportan igual que los que depusieron, tiranizando el Estado. La llamamos, a posteriori, La eterna revolución de los tiranos. La serie podría ser eterna porque la historia y la literatura están llenas de ejemplos.
Buscar dominar y oprimir al otro es un impulso demasiado humano, habrá que aceptar que existe. El diseño, como la filosofía práctica y la evolución, propone adaptarse a las circunstancias. Entonces, habrá que diseñar un modelo de organización estatal que ponga límites a quienes quieren usarlo y abusarlo. Herbert Spencer es uno de los padres de este ideal político, un precursor del libertarismo. Para Alfred Jay Nock, la obra de Spencer “debería ser reeditada, porque es para la filosofía del individualismo lo que la obra de los filósofos idealistas alemanes es para la doctrina del estatismo, lo que El capital es para la teoría económica estatista, lo que las epístolas de San Pablo son para la teología del protestantismo”. Esto lo escribe en 1940, cuando Spencer, muerto en 1903 —a los 83 años—, ya había pasado de moda. Ilustra Borges, en 1946: “El más urgente de los problemas de nuestra época (ya denunciado con profética lucidez por el casi olvidado Spencer) es la gradual intromisión del Estado en los actos del individuo”.
Y es que quien presta atención podrá ver que el Estado, en esta era de democracias, aprovecha cada problemita y cada crisis para, pasito a pasito, acaparar funciones y poderes, crear nuevas legislaciones y vigilancias, nuevos impuestos, bajo la promesa de protección, y así volver a ser grande, quitando libertades que al ciudadano le costó siglos conquistar. Es el tema de Molotov en Gimme tha power (1997):
“Dame, dame, dame, dame todo el power
Para que te demos en la madre
Gimme, gimme, gimme, gimme todo el poder
So I can come around to joder.”
¿Cuántos no hemos cantado esa canción a gritos? ¿Cuántos han compartido el mismo feeling a lo largo de la historia? ¿Cuántos no soportan el paternalismo y el intervencionismo del Estado, sobre todo cuando es corrupto? Esta era una de las obsesiones de Spencer, y de esto trata El Hombre versus el Estado, quizás su trabajo más conocido.
Publicado en 1884, dice en el prefacio que lo escribe a raíz de algo que dijo en 1860: “a menos que se tomaran las debidas precauciones, al aumento de la libertad en apariencia le seguiría una disminución de la libertad en la práctica”. Veinticuatro años después, se cumplieron sus malos sueños: “medidas dictatoriales multiplicadas con rapidez, han tendido continuamente a constreñir las libertades de los individuos”. Por eso nació esta colección de cuatro ensayos, cuyo texto inicial se llama El nuevo conservadurismo (The New Toryism); en él explica cómo los liberales, inevitablemente, se traicionaron a sí mismos. Leemos varios extractos.
Spencer abre el tratado diciendo: “La mayoría de esos que hoy se hacen pasar por liberales son un nuevo tipo de conservadores”. En 1860, Nicomedes Antelo, seguidor de sus ideas, ya había escrito que “esos mismos que hoy son tiranos, ayer fueron demagogos”. Este es el power del poder, adictivo cuando lo tomás. ¿Cuántos llegaron a gobernar prometiendo cambio y libertad y terminaron oprimiendo? ¿Cuántas revoluciones han traicionado sus causas? Más fácil: ¿cuántas no? ¿Cuántas tiranías no se iniciaron por fines nobles?
Temía Spencer que pasara esto, aunque igual creía que la historia tendía hacia el progreso, hacia «lo civilizado», y equiparaba, ingenuamente, «lo complejo» con «lo moral». Su otra gran obsesión era el tema de la evolución, pero la trasladó de la biología a la sociología, a la vida política, como muchos de sus contemporáneos. Y, como muchos de sus contemporáneos, y muchos de los de ahora, pensó que la evolución significaba necesariamente «progreso» en vez de simplemente «adaptación».
Veamos un ejemplo. Hace pocos días se publicó un estudio que dice que una especie de colibríes en California cambió el tamaño de sus picos en un par de generaciones, y que esto está asociado a la presencia de comederos para pájaros. Habrá quienes interpreten que la evolución «pensó» y que se dijo a sí misma: «necesitamos picos más largos para alcanzar esa comida»; pero la teoría de la evolución de Darwin dice, en realidad, que si empiezan a nacer colibríes con picos más largos no es porque la evolución tuvo una voluntad, sino que se murieron más colibríes con picos más cortos, y se reprodujeron los que sobrevivieron, que tenían el pico más largo. «Supervivencia del más apto», literalmente.
Esta frase la acuñó Herbert Spencer. Fue en sus Principles of Biology de 1864, donde llamó “survival of the fittest a eso que Mr. Darwin ha llamado natural selection”. Darwin, después de leer a Spencer y bajo sugerencia de otro colega, pensó que la expresión ajena era más apta que la suya. En 1869 la introdujo en la quinta y penúltima edición de su Origen de las especies. La frase de Spencer se convirtió en un éxito mundial. Un ejemplo vemos en La aparición del criticismo histórico de Oscar Wilde:
“con respecto a las teorías comunes sobre la condición primitiva de la sociedad, existía una amplia divergencia de opiniones en la sociedad helénica, así como la hay hoy. Mientras la mayoría del público ortodoxo —de quienes Hesíodo puede tomarse como representante— miraba hacia atrás, como muchos de nuestros contemporáneos lo hacen todavía, a una edad fabulosa de felicidad inocente, los principales intelectuales —como Aristóteles, Platón, Esquilo y muchos otros de los poetas— veían en el hombre primitivo «unas pequeñas chispas de humanidad preservadas en las cimas de montañas después de algún diluvio», «sin idea de ciudades, gobiernos o leyes», «viviendo la vida de bestias salvajes en cuevas sin sol», «siendo su única ley la supervivencia del más apto». Y esta era también la opinión de Tucídides”.
Aquí fue donde empezamos esta serie y, como en toda revolución perfecta, volvemos al inicio. A Wilde y a Tucídides, primer historiador de las luchas fanáticas de bandos, y primer historiador under the influence de que la historia rima o se repite porque la psicología humana no cambia. Tucídides estaría de acuerdo con que existe un avance de la civilización, pero este avance es tecnológico y organizacional, no moral.
Tucídides también escribió, célebremente, que, en una guerra, “el fuerte hace lo que puede y el débil sufre lo que debe”. Si hubiese un progreso moral, considerando que lo que llamamos civilización empezó hace como cinco mil años y que los colibríes tardan un par de generaciones en cambiar el tamaño de sus picos, esto no debería seguir pasando hoy, dos mil cuatrocientos años después — pero sigue pasando.
En las últimas décadas de Spencer, eso de que el débil sufre inevitablemente, que hasta entonces era una descripción, de repente se convirtió en doctrina. En una época en la que se cambiaba el cristianismo y su llamado a proteger a los débiles por nuevas ideologías políticas que mantenían lo contrario —aunque mantenían, eso sí, el concepto cristiano de la historia lineal—, en una degeneración de lo que se bautizó después como «darwinismo social», se trastornó la «supervivencia del más apto» en la «supervivencia del más fuerte». En inglés no hubo que traducir fittest por otra palabra, cosa que sí sucedió en nuestra lengua. Usando esta idea, ya conocemos la degeneración y la salvajada que vino después, la peor de la historia, cometida por los que se consideraban «los más civilizados». Escuchamos sus ecos todavía hoy. Difícil imaginar la historia como progreso moral si quienes sobreviven son los más crueles.
En fin, le pasó a «survival of the fittest» lo que le pasa a los conceptos cuando son tomados por fanáticos, quienes hicieron lo que hacen mejor: tergiversaron, manipularon, trastornaron. En palabras de Tucídides, como en toda revolución, “cambiaron incluso el ordinario valor de las palabras”, haciendo que un concepto signifique una cosa contraria a la original. Y, como en casi toda revolución, sustituyeron regímenes despóticos por otros iguales o peores, vendiendo el mismo dulce pero con otra envoltura, con esa “pasión de sustituir palabras con palabras”, como dijo Antelo.
Esto le pasó, dice Spencer, a los liberales del Reino Unido. Historia cíclica o no, les pasó de nuevo en Bolivia a principios del 1900. Y en Estados Unidos en la década de 1930. Y antes, en la década de 1860, en Argentina. Y de nuevo, alrededor de este mundo globalizado, desde principios de este siglo. Y así podemos seguir tirando ejemplos. Y si cambiamos los términos «liberales» y «conservadores» por los bandos de casi cualquier lucha de facciones en la historia, probablemente terminemos con una descripción igual de acertada.
Herbert Spencer (1820-1903)
Libro: El hombre versus el Estado (1884)
Primer ensayo: El nuevo conservadurismo (extractos)
La mayoría de esos que hoy se hacen pasar por liberales son un nuevo tipo de conservadores. Esta es una paradoja que propongo justificar... los dos partidos políticos representaban al principio dos tipos opuestos de organización social, a grandes rasgos distinguibles el uno como militar y el otro como industrial — tipos que se caracterizan, el uno por el régimen jerárquico de estatus, casi universal en la antigüedad, y el otro, por el régimen de contrato, que se ha generalizado en los tiempos modernos, sobre todo entre las naciones occidentales, y especialmente entre nosotros y los estadounidenses. Si, en lugar de usar la palabra «cooperación» en un sentido limitado, la usamos en su sentido más amplio, como significado de la actividad conjunta de ciudadanos bajo cualquier sistema de regulación, entonces estos dos tipos pueden definirse como el sistema de cooperación obligatoria y el sistema de cooperación voluntaria.
[...]
Vemos que en un partido había un deseo de resistir y disminuir el poder coercitivo del gobernante sobre el súbdito, y en el otro partido, de mantener o aumentar ese poder coercitivo. Esta distinción en sus fines —una distinción que trasciende en significado e importancia a todas las demás distinciones políticas— se manifestó en sus acciones tempranas. Los principios liberales se ejemplificaron en la Ley de Habeas Corpus, y en la medida que hizo independientes a los jueces respecto de la Corona; en el rechazo del proyecto de ley de No Resistencia, que proponía imponer a legisladores y funcionarios un juramento obligatorio de no resistir nunca al rey por las armas; y, más adelante, en la Declaración de Derechos, redactada para proteger a los súbditos frente a las agresiones monárquicas. Todos estas leyes compartían la misma naturaleza intrínseca. El principio de cooperación obligatoria en la vida social fue debilitado por ellas, y el principio de cooperación voluntaria, fortalecido.
[...]
Bajo la creciente influencia liberal se derogaron las leyes que prohibían las asociaciones entre artesanos, así como las que interferían con su libertad de desplazamiento. Se aprobó una medida mediante la cual, por presión de los liberales, se permitió a los disidentes religiosos creer lo que quieran sin sufrir ciertas penas civiles; y se aprobó también una medida liberal, impulsada por los conservadores bajo presión, que permitió a los católicos profesar su religión sin perder parte de su libertad. El ámbito de la libertad se amplió mediante leyes que prohibieron la compra de negros y su sometimiento a la esclavitud. Se abolió el monopolio de la Compañía de las Indias Orientales, y el comercio con el Oriente se abrió a todos. La servidumbre política de los no representados se redujo tanto con la Ley de Reforma como con la Ley de Reforma Municipal; de modo que, tanto a nivel general como local, los muchos quedaron menos sometidos al poder coercitivo de los pocos. Los disidentes, que ya no estaban obligados a someterse a la forma eclesiástica del matrimonio, fueron libres de casarse mediante un rito puramente civil. Más adelante, vinieron la reducción y eliminación de restricciones para la compra de productos extranjeros y el uso de barcos y marineros extranjeros; y más tarde aún, la eliminación de los gravámenes sobre la prensa, los que se habían impuesto originalmente para obstaculizar la difusión de opiniones. Y de todos estos cambios, es incuestionable que, hayan sido o no hechos directamente por los liberales, fueron hechos conforme a principios sostenidos y promovidos por los liberales.
¿Por qué enumero hechos tan conocidos por todos? Simplemente porque... Han perdido de vista la verdad de que en tiempos pasados el liberalismo representaba habitualmente la libertad individual versus la coerción del Estado.
Y ahora surge la pregunta: ¿cómo es que los liberales han perdido de vista esto? ¿Cómo es que el liberalismo, a medida que ha ido ganando poder, se ha vuelto cada vez más coercitivo en su legislación? ¿Cómo es que, ya sea directamente mediante sus propias mayorías, o indirectamente mediante el apoyo brindado a las mayorías de sus oponentes, el liberalismo ha adoptado cada vez más la política de dictar las acciones de los ciudadanos, y, en consecuencia, reducir el rango en el que sus acciones permanecen libres? ¿Cómo explicamos esta creciente confusión mental que ha llevado al liberalismo, en su afán por alcanzar lo que parece ser el bien público, a invertir el método mediante el cual, en tiempos anteriores, alcanzaba precisamente ese bien público?
Por inexplicable que parezca a primera vista este inconsciente cambio de política, veremos que ha surgido de forma bastante natural. Dada la falta de pensamiento analítico con que suelen abordarse las cuestiones políticas, y bajo las condiciones actuales, no se podía esperar nada distinto.
[...]
Como la obtención de un bien popular era el rasgo externo y visible común a las medidas liberales en tiempos pasados (cuando en cada caso se lograba mediante la relajación de restricciones), ha ocurrido que el bien popular ha pasado a ser buscado por los liberales, no como un fin a obtener indirectamente mediante la relajación de restricciones, sino como un fin a obtener directamente. Y al intentar alcanzarlo de forma directa, han recurrido a métodos intrínsecamente opuestos a los que originalmente se usaban.
[...]
Antes de continuar, conviene aclarar que no se pretende lanzar reproches contra los motivos que impulsaron, uno tras otro, estos distintos tipos de restricciones e imposiciones. Estos motivos fueron, sin duda, en casi todos los casos, nobles. Hay que admitir que las restricciones impuestas por una ley de 1870, sobre el trabajo de mujeres y niños en las fábricas de teñido, fueron, en su intención, no menos filantrópicas como las promulgadas por Edward VI, que fijaban el tiempo mínimo durante el cual debía contratarse a un jornalero. Sin lugar a dudas, la Ley de Abastecimiento de Semillas (Irlanda) de 1880, que autorizaba a los administradores a comprar semillas para sus arrendatarios pobres, y a supervisar su siembra adecuada, respondía a un deseo de bienestar público no menos sincero que ese que, en 1533, fijaba el número de ovejas que un arrendatario podía tener, o que ese de 1597 que ordenaba reconstruir las casas rurales deterioradas. Nadie discutirá que las varias medidas de los últimos años adoptadas para restringir la venta de licores intoxicantes han sido adoptadas con la misma intención de moral pública como las adoptadas otrora para frenar los excesos del lujo; como, por ejemplo, en el siglo 14, cuando se restringía tanto la dieta como la vestimenta. Todos deben ver que los edictos emitidos por Henry VIII para impedir que las clases bajas jugaran a los dados, las cartas, a los bolos, etc., no estuvieron más motivados por un deseo del bienestar popular que las leyes recientes dirigidas a frenar las apuestas.
[...continúa con otro párrafo de paralelismos...]
Excluimos, entonces, estas cuestiones de motivos filantrópicos y juicio sensato, asumiendo ambos como dados; y aquí debemos ocuparnos solamente de la naturaleza coercitiva de las medidas que, para bien o para mal, han sido impuestas durante los períodos de predominio liberal.
Para acotar las ilustraciones, comencemos con el año 1860, durante el segundo gobierno de Lord Palmerston. Ese año se extendieron las restricciones de la Ley de Fábricas a los talleres de blanqueo y teñido; se concedió autoridad para designar analistas de alimentos y bebidas, pagados con fondos locales; hubo una ley que preveía la inspección de las fábricas de gas, así como la fijación de la calidad del gas y su precio límite; hubo una ley que, además de extender la inspección de minas, impuso penas por emplear a niños menores de doce años que no asistieran a la escuela ni supieran leer y escribir. En 1861 se ampliaron las disposiciones obligatorias de la Ley de Fábricas a los talleres de encaje; se otorgó poder a los administradores de la ley de pobres, entre otros, para hacer cumplir la vacunación; se autorizó a las juntas locales a fijar tarifas de alquiler para caballos, ponis, mulas, burros y botes; y a ciertos organismos locales recién formados se les concedió la facultad de gravar con impuestos a su población para obras de drenaje e irrigación rural, y para el abastecimiento de agua para el ganado. En 1862 se aprobó una ley para restringir el empleo de mujeres y niños en talleres de blanqueo al aire libre; y otra ley que declaraba ilegal toda mina de carbón con un solo pozo, o con pozos separados por menos del espacio especificado; así como una ley que otorgaba al Consejo de Educación Médica el derecho exclusivo a publicar una farmacopea, cuyo precio debía ser fijado por el Tesoro. En 1863 se extendió la vacunación obligatoria a Escocia, y también a Irlanda; se dio poder a ciertas juntas para contraer préstamos reembolsables con fondos locales para emplear y pagar a personas desempleadas; se autorizó a autoridades municipales para tomar posesión de espacios ornamentales abandonados, y gravar a los habitantes por su mantenimiento; se aprobó la Ley de Regulación de Panaderías, que además de establecer la edad mínima de los empleados durante ciertos horarios, fijaba el encalado periódico, tres capas de pintura donde se pintara, y limpieza con agua caliente y jabón al menos una vez cada seis meses; y también se aprobó una ley que daba a un magistrado la autoridad para decidir sobre la salubridad o insalubridad de los alimentos presentados ante él por un inspector. Entre las leyes coercitivas de 1864, podemos nombrar otra ampliación de la Ley de Fábricas a varios oficios adicionales, incluyendo regulaciones sobre limpieza y ventilación, y la exigencia de que ciertos empleados de fábricas de fósforos no comieran en los mismos espacios de trabajo, salvo en los lugares designados para cortar madera. También se aprobaron una Ley para Deshollinadores de Chimeneas, otra ley para regular aún más la venta de cerveza en Irlanda, una ley para el testeo obligatorio de cables y anclas, una extensión de la Ley de Obras Públicas de 1863, y la Ley de Enfermedades Contagiosas: esta última otorgó a la policía, en ciertos lugares, poderes que, respecto de determinadas clases de mujeres, abolieron varios de los resguardos a la libertad individual establecidos en épocas anteriores. El año 1865 presenció más disposiciones para la recepción y asistencia temporal de vagabundos, a cargo de los contribuyentes; otra ley para el cierre de tabernas; y una ley que imponía regulaciones obligatorias para extinguir incendios en Londres. Luego, bajo el ministerio de Lord John Russell, en 1866, deben mencionarse: una ley para regular los establos de ganado, etc., en Escocia, que facultaba a las autoridades locales a inspeccionar las condiciones sanitarias y fijar el número de animales; una ley que obligaba a los cultivadores de lúpulo a etiquetar sus sacos con el año y el lugar de la cosecha, así como con el peso real, y que concedía a la policía poderes de inspección; una ley para facilitar la construcción de casas de alojamiento en Irlanda, que además disponía regulaciones para los inquilinos; una Ley de Salud Pública, bajo la cual se establecía la inspección obligatoria de casas de alojamiento, la limitación de ocupantes, inspecciones y órdenes de encalado, etc.; y una Ley de Bibliotecas Públicas, que otorgaba a las autoridades locales poder por medio del cual una mayoría podía gravar a una minoría por sus libros.
[...continúa con un párrafo lleno de ejemplos desde 1869 a 1873...]
Pasemos ahora a la legislación liberal elaborada bajo el actual ministerio. Tenemos, en 1880, una ley que prohibía los adelantos condicionados como forma de pago de los marineros; también una ley que dictaba ciertos arreglos para el transporte seguro de cargamentos de grano; también una ley que incrementaba la coerción local sobre los padres para que enviaran a sus hijos a la escuela. En 1881 vino una legislación para impedir la pesca de arrastre sobre bancos de almejas y de cebo, y un interdicto que hacía imposible comprar un vaso de cerveza los domingos en Gales. En 1882, se autorizó al Consejo de Comercio a conceder licencias para generar y vender electricidad, y se permitió a los municipios recaudar impuestos para financiar el alumbrado eléctrico; se autorizaron todavía más contribuciones obligatorias de los contribuyentes para facilitar baños y lavanderías públicas más accesibles; y se facultó a las autoridades locales para establecer reglamentos que garantizaran un alojamiento decente a las personas empleadas en la recolección de frutas y verduras. Entre las leyes de 1883 podemos nombrar la Ley de Trenes Económicos, que, en parte mediante un costo para el Estado de 400.000 libras anuales (en forma de renuncia al impuesto de pasajeros), y en parte a expensas de los propietarios de los ferrocarriles, abarataba aún más el transporte para los trabajadores: el Consejo de Comercio, a través de los Comisionados Ferroviarios, quedaba facultado para garantizar la frecuencia y calidad del servicio. También hay una ley que, bajo sanción de diez libras por incumplimiento, prohibía el pago de salarios a los obreros dentro o en las cercanías de las tabernas; hay otra Ley de Fábricas y Talleres, que ordenaba la inspección de las fábricas de plomo blanco (para verificar la provisión de uniformes, respiradores, baños, bebidas refrescantes, etc.) y de panaderías, regulando los horarios de trabajo en ambas, y prescribiendo en detalle ciertas características de construcción para estas últimas, que debían mantenerse en condiciones satisfactorias según los inspectores.
[...]
Cada uno de esos casos implica una coerción adicional: restringe aún más la libertad del ciudadano. Pues el mensaje implícito que acompaña a cada nueva exigencia es: «Hasta ahora has sido libre de gastar esta parte de tus ingresos como querías; de ahora en adelante no serás libre de hacerlo, sino que la gastaremos nosotros por el bien general». Así, ya sea directa o indirectamente, y en la mayoría ambas a la vez, en cada nuevo paso del crecimiento de esta legislación coercitiva, el ciudadano queda privado de alguna libertad que antes poseía.
Tales son, entonces, las acciones del partido que reclama para sí el nombre de Liberal; ¡y que se llama a sí mismo Liberal por ser el defensor de una libertad ampliada!
No dudo de que más de un miembro del partido ha leído la sección precedente con impaciencia: deseoso, como está, de señalar una omisión enorme que piensa que invalida todo el argumento. «Te olvidás la diferencia fundamental entre el poder que, en el pasado, estableció esas restricciones que el liberalismo abolió, y el poder que, en el presente, establece las restricciones que llamás antiliberales. Olvidás que uno era un poder irresponsable, mientras que el otro es un poder responsable. Olvidás que si, por la legislación reciente de los liberales las personas son reguladas de distintas maneras, el cuerpo que las regula es creación suya y tiene su autorización para actuar». Mi respuesta es que no he olvidado esa diferencia, pero estoy dispuesto a sostener que la diferencia es, en gran medida, irrelevante para la cuestión.
En primer lugar, la cuestión real es si las vidas de los ciudadanos están más interferidas que antes; no la naturaleza del agente que interfiere con ellas. Tomemos un caso más simple. Un miembro de un sindicato ha colaborado con otros en establecer una organización de carácter puramente representativo. Mediante esta, se ve obligado a hacer huelga si así lo decide la mayoría; se le prohíbe aceptar trabajo salvo bajo las condiciones que se le dictan; se le impide sacar provecho de su habilidad superior o su energía tanto como podría hacerlo si no existiera esa prohibición. No puede desobedecer sin abandonar a los beneficios económicos de la organización por los que ha contribuido, ni sin atraer sobre sí la persecución, y tal vez la violencia, de sus compañeros. ¿Es, por eso, menos coaccionado, porque el cuerpo que lo coacciona es uno que él ayudó a formar con igual voz que los demás? ... Si los hombres usan su libertad de tal manera que terminan entregando esa libertad, ¿serán por eso menos esclavos? Si un pueblo, mediante un plebiscito, elige a un hombre como su déspota, ¿siguen siendo libres porque el despotismo fue obra suya? ¿Deben considerarse legítimos los edictos coercitivos que él dicte, porque son el resultado último de sus propios votos? Sería como argumentar que el africano oriental, que rompe una lanza en presencia de otro para así convertirse en su siervo, conserva su libertad porque eligió libremente a su amo.
Finalmente, si alguien —no sin cierta irritación, como puedo imaginar— rechaza este razonamiento y dice que no hay verdadero paralelismo entre la relación de un pueblo con un gobierno donde se ha elegido permanentemente a un solo gobernante irresponsable, y la relación con un cuerpo representativo responsable que se mantiene y se reelige de tiempo en tiempo, entonces viene la respuesta última —una respuesta completamente heterodoxa— que sorprenderá enormemente a muchos. Esa respuesta es que esos innumerables actos restrictivos no son defendibles sobre la base de que proceden de un cuerpo elegido por el pueblo, porque la autoridad de un cuerpo elegido por el pueblo no debe considerarse tan ilimitada como la autoridad de un monarca; y que, así como el verdadero liberalismo del pasado disputó la pretensión de una autoridad ilimitada por parte del monarca, así también el verdadero liberalismo del presente debe disputar la pretensión de una autoridad parlamentaria ilimitada ... basta señalar que hasta hace poco, al igual que en tiempos pasados, el verdadero liberalismo demostraba con sus actos que avanzaba hacia la teoría de una autoridad parlamentaria limitada.
[...]
Pero volviendo de estas consideraciones más generales a la cuestión específica, subrayo la respuesta de que la libertad de la cual goza un ciudadano debe medirse, no por la naturaleza de la maquinaria gubernamental bajo la que vive —sea representativa o de otro tipo—, sino por la escasez relativa de las restricciones que este le impone; y que, haya o no participado en la creación de dicha maquinaria, sus acciones no son propias del liberalismo si aumentan esas restricciones más allá de lo necesario para impedir que agreda, directa o indirectamente, a sus semejantes; es decir, lo necesario para mantener las libertades de los demás frente a sus invasiones de esas libertades: restricciones que, por tanto, deben distinguirse como coerción negativa, no coerción positiva.
[...]
Quizás una analogía le ayude a ver su validez. Si, en algún lugar del Lejano Oriente, donde el gobierno personal es la única forma de gobierno conocida, oyera de boca de los habitantes el relato de una lucha mediante la cual depusieron a un déspota cruel y vicioso, y pusieron en su lugar a uno cuyos actos demostraban su deseo de bienestar para ellos; si, después de escuchar sus auto-elogios, les dijera que no habían cambiado esencialmente la naturaleza de su gobierno, los sorprendería enormemente; y probablemente le costaría hacerles entender que la sustitución de un déspota benévolo en vez de un déspota malévolo dejaba al gobierno igualmente siendo un despotismo ... Así, entonces, queda justificada la paradoja con la que comencé ... La implicación manifiesta es que, en la medida en que ha estado extendiendo el sistema de coerción, lo que hoy se llama liberalismo es una nueva forma de conservadurismo.
Nota.— Varios periódicos que comentaron este artículo cuando fue publicado originalmente, supusieron que el significado de los párrafos anteriores era que los liberales y los tories han intercambiado posiciones. Sin embargo, esta no es en absoluto la implicación ... No obstante, es cierto que las leyes hechas por los liberales están aumentando tanto las coerciones y restricciones ejercidas sobre los ciudadanos, que entre los conservadores que sufren esa agresividad está creciendo una tendencia a resistirla. Una prueba de ello la da el hecho de que la Liga de la Defensa de la Libertad y la Propiedad, compuesta en gran parte por conservadores, ha adoptado como lema «Individualismo versus Socialismo». De modo que si la tendencia actual continúa, puede llegar a suceder realmente que los tories se conviertan en defensores de libertades que los liberales, en nombre del supuesto bienestar popular, están pisoteando.
Los cuatro ensayos fueron publicados primero serialmente en The Contemporary Review entre febrero y julio de 1884. Aparecieron como libro con un prefacio y un post scriptum “para responder a ciertas críticas y eliminar algunas de las objeciones”. En 1892 se publicó una segunda edición con más réplicas a críticas de la primera edición. El comentario de Nock es de la introducción de una edición de 1940 en Estados Unidos, que incluyó además dos ensayos extras. La traducción fue hecha en esta casa.
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