Hannah Arendt: Las masas, el fanatismo y el totalitarismo
No es nueva la atracción que para el populacho supone el mal y el delito. Ha sido siempre cierto que acogerá satisfecho los «hechos de violencia con la observación: serán malos, pero son muy hábiles». El idealismo, loco o heroico, siempre procede de una decisión y convicción individuales...
Seguimos con el tema de las masas y el fanatismo y la gente que se aprovecha de ello (esta vez aplicado al totalitarismo). ¿Por qué? Porque siempre hay vivillos, pero en esta época, en esta segunda década del siglo 21, los lobos se andan paseando a sus anchas y las ovejas parecen felices de tenerlos de pastores. Lo mismo ha sucedido antes, sobre todo en política. Esto de por lo menos no esconde sus intenciones, dice las cosas como son; esto de reírse del comportamiento de líderes y charlatanes que se jactan de maleantadas, de sentirnos seducidos por esas actitudes, parece que es natural en el humano. “No es nada nueva la atracción que para la mentalidad del populacho supone el mal y el delito”. La intención aquí es ser observador de lo que pasa y no dejarse llevar como oveja.
Cabe recordar que Hannah Arendt nació en Hannover (1906) y murió en Nueva York (1975). Como era judía, en 1933 fue brevemente encarcelada, así que decidió hacer maletas. Pasó primero a Checoslovaquia, luego a Suiza, luego a París, donde en 1940 también fue apresada cuando el régimen nazi—que en 1937 le había quitado la nacionalidad—invadió Francia. Finalmente logró escapar a USA. Publicó por primera vez The Origins of Totalitarianism en 1951, revisado y aumentado en 1958. De ahí sacamos este extracto para seguir con nuestro tema. La leemos en español gracias a la versión de Guillermo Solana (1974).
Hago una mención especial sobre las notas que dejó Arendt en este extracto. Ella fue una especialista en no dejar cabos sueltos y en sustentar sus palabras. Algunas de sus notas son tan extensas que podrían ser artículos por sí mismas; y la primera de este texto en particular, no sólo podría ser un artículo sino uno muy bueno, buenísimo, y por eso la reproduzco de forma especial.
Autora: Hannah Arendt
Libro: El Origen del Totalitarismo (1951)
Tercera Parte: Totalitarismo
Capítulo 10: Una Sociedad sin Clases
1: Las Masas (extracto del principio de la sección)
Nada resulta más característico de los movimientos totalitarios en general y de la calidad de la fama de sus dirigentes en particular como la sorprendente celeridad con la que son olvidados y la sorprendente facilidad con que pueden ser reemplazados. Lo que Stalin logró laboriosamente después de muchos años y a través de ásperas luchas partidistas y de vastas concesiones al menos al nombre de su predecesor—principalmente, para autolegitimarse como heredero político de Lenin—, los sucesores de Stalin procuraron lograrlo sin concesiones al nombre de su predecesor, aunque Stalin había tenido treinta años para la tarea y pudo manejar un aparato propagandístico desconocido en tiempos de Lenin para inmortalizar su nombre. Lo mismo cabe decir de Hitler, que durante su vida ejerció una fascinación ante la que, según se dice, nadie se hallaba inmune[a], y que tras su derrota y muerte ha quedado hoy tan profundamente olvidado que escasamente desempeña papel alguno entre los grupos neofascistas y neonazis de la Alemania de la posguerra. Esta impermanencia tiene, sin duda, algo que ver con la proverbial volubilidad de las masas y de la fama que al respecto se le atribuye; pero muy probablemente puede remontarse a la manía del desplazamiento perpetuo de los movimientos totalitarios, que sólo pueden hallarse en el poder mientras estén en marcha y pongan en movimiento a todo lo que haya en torno de ellos. Por eso, en un cierto sentido, esta misma impermanencia es un testimonio más bien halagador para los dirigentes muertos en cuanto que lograron contaminar a sus súbditos con el virus específicamente totalitario; si existe algo semejante a una personalidad o mentalidad totalitarias, esta extraordinaria adaptabilidad, esta ausencia de continuidad, son indudablemente sus características relevantes. Por ello puede ser erróneo suponer que la inconstancia y el olvido de las masas significan que se hallan curadas de la ilusión totalitaria, ocasionalmente identificada con el culto a Hitler o a Stalin; lo cierto puede ser todo lo contrario.
Sería aún más erróneo olvidar, por obra de esta impermanencia, que los regímenes totalitarios, mientras que se hallan en el poder, y los dirigentes totalitarios, mientras que se hallan con vida, «gobiernan y se afirman con el apoyo de las masas» hasta el final.[1] La elevación de Hitler al poder fue legal en términos de Gobierno de la mayoría,[2] y ni él ni Stalin hubieran podido mantener su dominio sobre tan enormes poblaciones, sobrevivido a tan numerosas crisis interiores y exteriores y desafiado a los numerosos peligros de las implacables luchas partidistas de no haber contado con la confianza de las masas. Ni los procesos de Moscú ni la liquidación de la facción de Röhm hubieran sido posibles si esas masas no hubieran apoyado a Stalin y a Hitler. La extendida creencia de que Hitler era simplemente un agente de los empresarios alemanes y la de que Stalin logró la victoria en la lucha sucesoria tras la muerte de Lenin sólo mediante una siniestra conspiración son leyendas que pueden ser refutadas por muchos hechos, pero sobre todo por la indiscutible popularidad de los dirigentes.[3] Ni puede atribuirse su popularidad a la victoria de una propaganda dominante y mentirosa sobre la ignorancia y la estupidez. Porque la propaganda de los movimientos totalitarios que precede y acompaña a los regímenes totalitarios es invariablemente tan franca como mendaz y los futuros dirigentes totalitarios comienzan usualmente sus carreras jactándose de sus delitos pasados y perfilando sus delitos futuros. Los nazis «estaban convencidos de que en nuestro tiempo el hacer el mal posee una morbosa fuerza de atracción».[4] Las afirmaciones bolcheviques, dentro y fuera de Rusia, de que no reconocían a las normas morales ordinarias se convirtieron en eje de la propaganda comunista, y la experiencia ha demostrado una y otra vez que el valor de la propaganda de hechos canallescos y el desprecio general por las normas morales es independiente del simple interés propio, supuestamente el más poderoso factor psicológico en política.
No es nada nueva la atracción que para la mentalidad del populacho supone el mal y el delito. Ha sido siempre cierto que el populacho acogerá satisfecho los «hechos de violencia con la siguiente observación admirativa: serán malos, pero son muy hábiles».[5] El factor inquietante en el éxito del totalitarismo es más bien el verdadero altruismo de sus seguidores: puede ser comprensible que un nazi o un bolchevique no se sientan flaquear en sus convicciones por los delitos contra las personas que no pertenecen al movimiento o que incluso sean hostiles a éste; pero el hecho sorprendente es que no es probable que ni uno ni otro se conmuevan cuando el monstruo comienza a devorar a sus propios hijos y ni siquiera si ellos mismos se convierten en víctimas de la persecución, si son acusados y condenados, si son expulsados del partido o enviados a un campo de concentración. Al contrario, para sorpresa de todo el mundo civilizado, pueden incluso mostrarse dispuestos a colaborar con sus propios acusadores y a solicitar para ellos mismos la pena de muerte con tal de que no se vea afectado su status como miembros del movimiento.[6] Sería ingenuo considerar como simple expresión de idealismo ferviente a esta tozudez de convicciones que supera a todas las experiencias conocidas y que cancela todo inmediato interés por sí mismo. El idealismo, loco o heroico, siempre procede de una decisión y de una convicción individuales y está sujeto a la experiencia y a los argumentos.[7] El fanatismo de los movimientos totalitarios, contrario a todas la formas de idealismo, se rompe en el momento en que el movimiento deja a sus fanáticos seguidores en la estacada, matando en ellos cualquier convicción que quedara de que pudieran haber sobrevenido al colapso del mismo movimiento.[8] Pero dentro del marco organizador del movimiento, mientras que los mantenga unidos, los miembros fanatizados no pueden ser influidos por ninguna experiencia ni por ningún argumento; la identificación con el movimiento y el conformismo total parecen haber destruido la misma capacidad para la experiencia, aunque ésta resulte tan extremada como la tortura o el temor a la muerte...
Véanse las aclaradoras observaciones de Carlton J. H. Hayes en «The Novelty of Totalitarianism in the History of Western Civilization», en Symposium on the Totalitarias State, 1939. Actas de la «American Philosophical Society», Filadelfia, 1940, vol. LXXXII. ↩︎
Esta fue, desde luego, «la primera gran revolución de la Historia realizada mediante la aplicación del código formal legal existente en el momento de la conquista del poder» (Hans Frank, Recht und Verwaltung, 1939, p. 8). ↩︎
El mejor estudio de Hitler y de su carrera es la nueva biografía de Hitler de Alan Bulllock, Hitler; A Study in Tiranny, Londres, 1952. Siguiendo la tradición inglesa de biografías políticas, hace un empleo meticuloso de todas las fuentes disponibles y proporciona una amplia imagen del fondo político contemporáneo. Esta obra ha eclipsado en sus detalles, aunque sigan siendo importantes para la interpretación general de los acontecimientos, a los excelentes libros de Konrad Heiden, especialmente Der Fuehrer: Hitler’s Rise to Power. Por lo que se refiere a la carrera de Stalin, Stalin: A Criticad Survey of Bolshevism, de Boris Souvarine, Nueva York, 1939, sigue siendo un clásico. La obra de Isaac Deutscher, Stalin: A Political Biography, Nueva York y Londres, 1939, es indispensable por su abundante material documental y su gran percepción acerca de las luchas internas del partido bolchevique; adolece de una interpretación en la que se compara a Stalin con Cromwell, Napoleón y Robespierre. ↩︎
Franz Borkenau, The Totalitarian Enemy, Londre, 1940, p. 231. ↩︎
Cita de la edición alemana de «Los Protocolos de los Sabios de Sión», Die Zionistischen Protokolle mit einem Vor- und Nachworth von Theodor Fritsch, 1924, página 29. ↩︎
Esta, en realidad, es una especialidad del totalitarismo del tipo ruso.Es interesante señalar que en el primer proceso de ingenieros extranjeros en la Unión Soviética fueron empleadas ya como argumento para la autoacusación las simpatías por el comunismo: «Durante todo el tiempo las autoridades insistieron en que confesara haber realizado actos de sabotaje que jamás perpetré. Me negué. Me dijeron: ‘Si usted está en favor del Gobierno soviético, como pretende estarlo, demuéstrelo con sus acciones; el Gobierno necesita su confesión.’» Información de Anton Ciliga, The Russian Enigma, Londres, 1940, p. 153. Trotsky dio una justificación teórica de esta conducta: «Sólo podemos tener razón con y por el partido, porque la Historia no ha proporcionado otro medio. Los ingleses tienen un lema: ‘Con mi país, con razón o sin ella...’ Nosotros disponemos de una justificación histórica mucho mejor al decir que si algo es justo o injusto en ciertos casos concretos individuales, es el partido quien es justo o injusto» (Souvarine, op. cit., p. 361). Por otra parte, los oficiales del Ejército Rojo que no pertenecían al movimiento tenían que ser juzgados a puerta cerrada. ↩︎
El autor nazi Andreas Pfenning rechaza explícitamente la noción de que las SA estaban luchando por un «ideal» o la de que se sentían impulsadas por una «experiencia idealista». Su «experiencia básica nació en el curso de la lucha»: «Gemeinschaft und Staatwissenschaft», en Zeitschrift für die gesamte Staatwissenschafts, tomo 96, cita de Ernst Fraenkel, The Dual State, Nueva York y Londres, 1941, p. 192. De la amplia literatura en forma de folletos editados por el centro principal de adoctrinamiento (Hauptamt-Schulungsamt) de las SS, se deduce enteramente que la palabra «idealismo» había sido cuidadosamente evitada. No se exigía de los miembros de las SS idealismo alguno, sino «la profunda consistencia lógica en todas las cuestiones ideológicas y la implacable prosecución de la lucha política» (Werner Best, Die deutsche Polizei, 1941, p. 99). ↩︎
A este respecto la Alemania de la posguerra ofrece muy luminosos ejemplos. Fue ya bastante sorprendente que las tropas americanas negras en manera alguna obtuvieran una acogida hostil, a pesar del masivo adoctrinamiento racial emprendido por los nazis. Pero igualmente sorprendente fue «el hecho de que en los últimos días de la resistencia alemana contra los aliados las Waffen-SS no lucharan ‘hasta el último hombre’» y que esta unidad especial nazi de combate, «tras los enormes sacrificios de los años precedentes, que superaron con creces las pérdidas proporcionales de la Wehrmacht, en las últimas semanas actuara como cualquier otra unidad constituida por paisanos y se inclinara ante la desesperanza de la situación» (Karl O. Paetel, «Die SS», en Vierteljahreshef te für Zeitgeschichte, enero de 1954). ↩︎
[Nota a]
El «hechizo mágico» que Hitler ejercía sobre quienes le escuchaban ha sido reconocido muchas veces; entre otros, por los editores de las Hitlers Tichgespräche, Bonn, 1951 (Hitler’s Table Talks, edición americana, Nueva York, 1953; citas de la edición original alemana). Esta fascinación—«el extraño magnetismo que irradiaba de Hitler de forma tan apremiante»—se apoyaba, desde luego, «en la fe fanática en este mismo hombre» (Introducción de Gerhard Bitter, p. 14), en sus seudoautorizados juicios sobre todo lo que existía bajo el sol y en el hecho de que sus opiniones—tanto si se referían a los efectos perjudiciales del hábito de fumar o a la política de Napoleón—podían ser encajadas en una ideología que lo abarcaba todo.
La fascinación es un fenómeno social, y la fascinación que Hitler ejerció sobre su entorno tiene que ser comprendida atendiendo a quienes le rodeaban. La sociedad se muestra siempre inclinada a aceptar inmediatamente a una persona por lo que pretende ser, de forma tal que un chiflado que se haga pasar por genio tiene unas ciertas probabilidades de ser creído. En la sociedad moderna, con su característica falta de discernimiento, esta tendencia ha sido reforzada de manera que cualquiera que no sólo posea opiniones, sino que las presente en un tono de convicción inconmovible, no perderá fácilmente su prestigio aunque hayan sido muchas las veces en que se haya demostrado que estaba equivocado. Hitler, que por una experiencia de primera mano conocía el moderno caos de opiniones, descubrió que la inutilidad del examen de las diferentes opiniones y «el convencimiento... de que todo es un disparate» (p. 281) podían evitarse, adhiriéndose a una de las muchas opiniones corrientes con «inquebrantable firmeza». Esta aterradora arbitrariedad de semejante fanatismo ejerce una gran fascinación en la sociedad, porque durante la duración de la reunión social se ve liberada del caos de opiniones que constantemente genera. Sin embargo, este «don» de la fascinación tenía solamente una importancia social; resulta destacado en las Tischgespräche, porque allí Hitler jugaba el juego de la sociedad y no estaba hablando a los de su propia clase, sino a generales de la Wehrmacht, todos los cuales pertenecían más o menos a la «sociedad». Creer que los éxitos de Hitler estuvieron basados en sus «poderes de fascinación» es totalmente erróneo; con aquella cualidad solamente, jamás hubiera podido ser algo más que una figura destacada en los salones.
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