Delivering coke: el peso económico y social de la coca para el Estado *

¿Cómo llegó el acullico a Santa Cruz? ¿De dónde viene? ¿Cuánta plata mueve el negocio de la coca para el Estado boliviano, y cuánto movía antes? El problema de la republiqueta del Chapare, ¿tiene solución? ¿Cómo paramos la proliferación de boliches que venden coca? ¿Es una salida la legalización?

Delivering coke: el peso económico y social de la coca para el Estado *

¿Cómo llegó el acullico a Santa Cruz? ¿De dónde viene? ¿Cuánta plata mueve el negocio de la coca para el Estado boliviano, y cuánto movía antes? El problema de la republiqueta del Chapare, ¿tiene solución? ¿Cómo paramos la proliferación de boliches que venden coca? ¿Es una salida la legalización? Algunas de estas preguntas no tienen respuesta, pero las buscamos.


Antecendentes históricos y peso específico en plata

Hablando sobre los indígenas en Bolivia, Alcide d'Orbigny dice que la “coca, que ellos mastican, [es] como lo más precioso que poseen”. Luego habla de los “Yungas, donde los brazos fueron útilmente empleados en el cultivo de la coca, y la proximidad del puerto natural de Arica, contribuyeron pronto a hacer de La Paz una de la ciudades más importantes del Virreinato del Perú”. Pasa que la coca en esa zona era uno de los principales instrumentos de trueque y “artículo de primera necesidad para los indígenas y de lo más provechoso para las aduanas, a causa de los derechos enormes con que es cargado”.

Antonio José de Sucre, en una carta de junio de 1825, escribe: “En la Paz había un exorbitante impuesto sobre la coca, y el general Lanza lo redujo a cuatro reales por el cesto, a los hacendados, y once reales en cesto a los comerciantes”. Pero vuelvo a d'Orbigny.

En La Paz, cuenta, para tener lloronas en los entierros, “basta distribuir algo de coca para hacerlas llorar, gemir y sollozar, hasta aturdir a los espectadores”.

Pasea por Bolivia el explorador y naturalista, y así va describiendo los campos de cultivo de coca que ve por varias partes, todo esto cuando Bolivia acababa de nacer como país independiente. En La Paz, en las haciendas, “por lo general muy pintorescas y dominando las quebradas, se cultiva sobre todo el maíz, para la alimentación de los habitantes, y la coca como objeto de venta. Esta es, al mismo tiempo, el principal comercio de la provincia y la gran riqueza del departamento de La Paz. Me dediqué sobre todo a conocer ese género de explotación y a seguir detenidamente todo lo que se relaciona con esa planta tan renombrada en el país y que ha sido el motivo de tantos escritos desde la conquista de América”.

Y aquí deja una larga nota al pie de página, de la que cito:

Célebre en la época de los Incas, estaba entonces reservada para la familia real o sus protegidos pero, después de esa época, el uso se ha generalizado tanto que constituye la rama más lucrativa de la agricultura local. La coca sólo crece en los lugares cálidos, muy húmedos y muy boscosos, que se llaman Yungas, sobre todo en la ladera oriental de los Andes del Perú y Bolivia... El consumo de la coca es general. Los indios la llevan siempre en una bolsita (chuspa) que tienen colgada del lado izquierdo. Es para ellos un objeto de primera necesidad. Sin coca, no pueden trabajar; sin coca no pueden realizar ningún trabajo; con la coca, por el contrario, resisten los trabajos más penosos y están dispuestos a todo. En ciertas provincias, los indígenas queman los tallos de la quinoa, formando con su ceniza panecillos, que llaman llipta, o toman cal, que gustan de tanto en tanto mientras mastican la coca. La manera de masticar la coca se llama acullicar, consiste en formar una bola de hojas y mantenerla en uno de los lados de la boca, para exprimir el jugo a medida que se humedece, y arrojarla cuando ya no tiene sabor.

Las virtudes extraordinarias de la coca han sido elogiadas, después de la conquista, por el padre Acosta; por el padre Blas Valera; por Garcilaso de la Vega; algo más tarde por don Diego Dávalos Figueroa y por Ulloa. Cada uno ha ido más lejos en sus elogios que sus antecesores.

Lo cierto es que, como he obtenido múltiples pruebas, con la coca los indios resisten los trabajos de las minas, en las regiones más elevadas y más frías; que franquean, sólo con la coca y algo de maíz tostado, distancias considerables, cuando son enviados como correos, atravesando las cadenas más ásperas de la cordillera, sin parecer cansados, y llevando durante largo tiempo pesados fardos. Hasta muchos españoles han admitido que el solo consumo de la coca les dio fuerza para resistir en ciertos casos la explotación de las minas en las altas regiones de las montañas. Además del consumo general, los indígenas y la mayoría de los habitantes utilizan la coca como remedio para todos los males, tomándola en infusión para las afecciones interiores, o aplicándola en cataplasma para las lesiones externas.

Con tantas virtudes, puede suponerse la existencia de un extenso comercio de coca en los lugares donde se consume. Así es, en efecto. Un folleto, sin nombre de autor, publicado en 1832 en La Paz, y que tiene por título: Descripción del aspecto, cultivo, tráfico y virtudes de la Coca, se expresa en los siguientes términos: “Según un cálculo aproximado, se recogen en Bolivia 400.000 cestos (el cesto es de 25 libras españolas) de coca por año... Resultan así 2.400.000 pesos (12.000.000 de francos) que producen anualmente la venta de coca en Bolivia”. Si a esa suma se agregan 241.487 pesos (1.207.435 fr.) que produce anualmente la venta de coca en Perú, tendremos un total de 2.641.487 pesos, o 13.207.435 francos, por año, suma comparativamente enorme en relación a la población, puesto que toda Bolivia tiene a lo sumo un millón de habitantes; habría, pues, que repartir sólo entre la población indígena la suma de 12.000.000 de francos. El número de habitantes puros o mestizos de las provincias que consumen coca puede elevarse, en Bolivia, a alrededor de 700.000...

Dos siglos antes de d'Orbigny, a principios del 1600, el padre Reginaldo de Lizárraga reportaba que “en Potosí” se recogían 60.000 cestos de coca que eran exportados al Cuzco, donde se compraban “con las barras de plata”. Dice el fray: “Vale el cesto, cuando menos, tres pesos, que es imaginación, o tiene esta hoja en sí alguna virtud de sustentar, lo cual parece falso”. En poco más de doscientos años, la producción de coca aumentó entre seis y siete veces; el precio del cesto, en pesos nominales, se duplicó. Con la cantidad de plata que se extraía de Potosí, lo lógico es que el peso de plata baje de valor, pero como casi toda la plata se exportaba, no habían tantas monedas recorriendo América, y el peso español se usó hasta en la India y la China, entonces era muy demandado. ¿Asumimos que el precio se duplicó? Por otro lado, Lizárraga cuenta también, por encimita, cómo la coca ayudaba a los indígenas a cumplir cualquier faena, y hoy nadie puede trabajar en el campo sin su “bolito”: requisito de todo patrón, empresario o empleador hacérselo llegar a sus trabajadores. Es adictivo, por supuesto, porque la hoja de coca tiene cocaína.

Francisco de Viedma, gobernador de la intendencia de Santa Cruz, cuatro décadas antes de la llegada de d'Orbigny, describe la situación de las plantaciones y haciendas de coca en los Yungas a detalle. Luego habla de la “Nueva Yunga de Yuracaré”, en Cochabamba, donde habían “cincuenta y dos haciendas de coca”, de la que d'Orbigny escribe después: “Yunga de la Palma es una nueva colonia de Cochabamba, en donde se implantó la industria de la coca, tan productiva en la provincia de Yungas”. El negocio lo traen a esta región los hacendados de la época final de la colonia. Hace los números el gobernador Viedma de esta zona que ocupa el Chapare, y parte de la provincia Carrasco (Cochabamba) y la de Moxos (Beni), que colinda con nuestra antigua provincia Cercado; esta zona que se mezcla con el TIPNIS, le “exportaba” a Vallegrande 200 cestos de coca, a 8 pesos el cesto; los Yungas, de La Paz: 14.000 cestos a 7 pesos cada uno. A Santa Cruz de la Sierra: nada.

Pero vuelvo a La Paz y a conectar al padre español con nuestro explorador francés, porque el primero también dice que cada cesto “debe pesar de 20 a 25 libras”. Una libra española equivalía a 460 gramos, o sea, 11,5 kilos por cesto, o sea, según los datos que cita d’Orbigny: 4,600 toneladas de coca producidas por año, hace doscientos años. Según el primer censo de Bolivia, que data de 1831, Bolivia tenía 1.088.768 habitantes. Tendríamos, entonces, un equivalente a 4,22 kilos de coca por habitante del país. Seguro se producía más de lo que se contaba, y seguro había más gente de la que se contó. D'Orbigny, que utilizó datos del censo para sus recuentos, dice que el 70% de la población consumía coca, ¿seguirá siendo ese mismo el porcentaje? ¿cuál era el porcentaje de población adulta?

El 90% de la población vivía a más de 2.000 metros de altura, y el departamento de Santa Cruz tenía apenas 43.755 habitantes, apenas el 4% del total del país. Por eso nadie le “exportaba” coca (excepto a la zona de Vallegrande, donde habían hacendados), ni se cosechaba la que crecía de forma salvaje.

Hoy se calcula en 30 mil las hectáreas cultivadas en Bolivia. (Perú, que según los datos que tenemos producía hace 200 años el 10% de lo que producía Bolivia, hoy produce el doble.) A un promedio de 1,5 toneladas de hoja seca por hectárea, tenemos 45.000 toneladas anuales, diez veces más que en aquella época. Tenemos, también, un poco más de diez veces de población (o quince veces, ya veremos en el censo, si lo hay).

En 2015, cuando en Bolivia se producían 33.000 toneladas de hoja seca de coca, Santa Cruz ya compraba oficialmente más de 7.000; o sea, el 22% de la producción nacional venía a parar aquí. ¿Cuánta plata es eso?

Empecemos por transformar doce millones de francos de 1832 a su valor actual. No está fácil. Pero es algo entre 60 y 170 millones de dólares. Hoy, la libra de coca fluctúa entre 12 y 15 Bs: cerca de 4,5 dólares por kilo (llegó a costar el triple hasta antes de los 21 días de 2019); esto quiere decir un aproximado a 200 millones de dólares (o 600 millones hace tan sólo 3 años). Si hablamos sólo de hoja seca, y Santa Cruz sigue comprando el 25%, es un financiamiento directo a las bases del partido de gobierno de mínimo 50 millones de dólares anuales (que alguna vez pudieron haber sido 150 millones).

Pero ahora, a diferencia de 1832, ahora hay otro negocio.

Se necesitan entre 100 y 150 kilos de hoja de coca para hacer uno de cocaína. Una hectárea de coca produce, entonces, unos 10 kilos de cocaína. Estamos hablando de 300 toneladas de cocaína cada año. Este cálculo básico no está lejos del número oficial que manejan los estudios de la Unión Europea (317 toneladas en 2021) y Bolivia (309 toneladas), estudios que además excluyen la coca producida para acullico local. Los europeos hablan de 40 mil hectáreas cultivadas – 33% más de lo que dicen en el gobierno boliviano. Esto equivale al 0,036% del territorio nacional. O el 8% del total de la provincia Andrés Ibañez, o el 3% de la provincia del Chapare, o el 5% de los Yungas. Suena a poco.

El precio del kilo de cocaína, al parecer, ha sufrido también cierto bajón. El kilo de cocaína sigue costando entre mil y dos mil dólares en el Chapare. Seamos cautos, y digamos que cuesta 1.500. O sea, estamos hablando de 450 millones de dólares anuales, si todo se vendiera en el mercado local. Sigue sonando a poco (¿tengo que explicar por qué?)

El economista Alejandro Banegas, en un estudio de marzo del año pasado, titulado Legalización de las drogas y sus implicaciones para la reactivación económica en Bolivia, estima el negocio en dos mil a dos mil quinientos millones de dólares anuales. Pasan dos cosas: que el precio en frontera es entre tres y cuatro veces más que el precio interno (cerca a los 6.000 dólares); y que su estudio incluye entre 1.400 y 2.000 toneladas al año de marihuana, a 100 dólares por kilo en el mercado local y 500 dólares en frontera (16% para mercado interno, 84% para mercado externo). Entonces, en marihuana tenemos entre 700 y 800 millones de dólares; un negocio que, dadas las condiciones internacionales, se podría legalizar y tasar con impuestos, y traer dólares al país. En cocaína, por el otro lado, estaríamos hablando de cerca a 1.700 millones de dólares, que es más o menos entre diez y quince veces más que en 1832.

(Si fuéramos simplistas, diríamos que hay una correlación casi lineal entre la producción de coca, los ingresos que generaba y la población de hace casi 200 años, con lo que sucede hoy. Excepto que hay variables que no estamos tomando en cuenta y que no sabemos el PIB de Bolivia en 1832, peor a precios de hoy día.) Ahora, estamos hablando de un negocio que ronda el 4% del PIB actual del país.

Pero vuelvo a d'Orbigny, que anotaba todos los lugares donde encontraba coca en su recorrido por el país, y que después de salir de Cochabamba encuentra coca en estado salvaje cerca de Samaipata, para sorpresa suya y la de sus arrieros; no para nosotros, porque esta era la última frontera de los incas... Y luego la coca no la ve más. En Santa Cruz no la nombra. Pero hoy abunda.

Mujeres recolectando hojas de coca en Bolivia, grabado en madera circa 1867

El acullico de coca en Santa Cruz

Quedó claro que el acullico, el cultivo y el negocio de la coca son costumbres altoperuanas, ahora heredadas en Santa Cruz. D'Orbigny se sorprdendió al ver coca salvaje cerca a Samaipata en 1830, pero el también naturalista francés Francis de Castelnau, poco más de una década después, cuando nota que la coca “crece de manera salvaje” en esta zona, no se sorprende. En esa época, “Santa Cruz contaba con cinco provincias: Vallegrande, Chiquitos, Cordillera, Mojos y Cercado” (Combès y Peña, Los archivos de la prefectura de Santa Cruz de la Sierra). Todas fueron, de alguna manera, desmembradas. Esa antigua provincia Cercado se partió en cinco: Sara, Andrés Ibañez, Warnes, Ichilo y Obispo Santistevan. Castelnau escribe, hace 180 años, que “la coca empieza a cultivarse en la provincia Cercado”. Esta provincia colindaba con la de Cordillera, tierra fronteriza de los chiriguanos, que, como toda frontera, absorbe las costumbres de los huídos que allí se refugian, de los que van y vienen de paso, y de los vecinos. Según cuentan Isabelle Combès y Thierry Saignes (Historia del pueblo chiriguano), en esta frontera, los ava ya conocían y hacían uso del acullico de coca.

En 1861, el profesor e investigador paceño Genaro Dalens Guarachi, escribía, sobre los indígenas que habitaban la tierra más allá (y más abajo) de Samaipata y la cordillera, que “el uso de la coca como alimento y remedio ha sido y es general entre todos los aborígenes del Perú; éstos se dejarían sacar los ojos, antes que dejar de mascar la coca; pero el salvaje [del oriente] no hace uso de ella, y aún la mira con desprecio, a pesar de tenerla abundante en sus bosques”. Crecía la coca en estas tierras, y así lo hace notar el diputado por Santa Cruz Miguel Antonio Ruiz, en 1864: “Pocos lugares del globo hay tan ricos en este Reino como Santa Cruz. Posee resinas, gomas, aceites y maderas de infinitas especies. La quina, el café, el chocolate, el tamarindo, el algodón, la vainilla, la coca y las almendras son producciones espontáneas de su suelo” (citado por Traverso y Soto en La Estrella del Oriente: Sesquicentenario). Nunca se puso en duda que era gran negocio, y no les parecía importar el costo social. Pero me estoy adelantando. Durante el siglo 19, en Santa Cruz se producía coca —queriendo y sin querer—, pero no había consumo (la cocaína se inventó en Europa recién circa 1860, tardó su tiempo en “cruzar el charco”).

Otro explorador, Brian Fawcett, que visitó el país entre 1906 y 1911, habla igual que todos los que conocieron a los indígenas de los Andes y el Perú (son muchos para comentarlos aquí): no pueden vivir sin acullicar coca; pero en Santa Cruz ni se menciona.

Fast forward hasta 1986, donde en el marco de las Jornadas Santa Cruz 2000, impulsadas por el Comité Pro Santa Cruz, cuando se toca el tema de La artesanía en el desarrollo de Santa Cruz, leemos:

“La integración de esos pueblos [del campo] de economía autónoma y cerrada a una economía de dependencia, inicia un proceso de invasión a la zona, de productos industrializados que desarticulan la actividad local, empobreciendo a la población activa y haciendo pasar al campesino artesano de una economía autosuficiente, a otra de dependencia como asalariado en función de actividades de extracción que antes fueron la goma y la quinua y ahora son la madera, la zafra de algodón, la caña y la coca”.

A los días de terminadas las jornadas lo mataron a Noel Kempff. Pero en esa ciudad de medio millón de habitantes, pijchar no era, todavía, cosa de todos los días. Las fiestas de pichicateros, sí.

¿Cómo llegó el acullico a ser tan común en esta ciudad? ¿Cómo llegó a estar en cualquier junte, en cualquier jueves de frater, en la camioneta de cualquier empresario del campo, en manos de una pareja sentada en una plaza de Equipetrol un lunes al atardecer?

En noviembre de 2013, hace ya casi diez años, se publicó el Estudio Integral de la demanda de la hoja de coca en Bolivia, a cargo del Consejo Nacional Contra el Tráfico Ilícito de Drogas, publicado por la International Drug Policy Consortium y el gobierno nacional (tardó casi tres años en hacerse). El primer párrafo “indica que en todo el país se consume anualmente 20.960 toneladas de hoja de coca y que para ello, se precisa 14.705 hectáreas de este cultivo” (mantengo la mala redacción del original). En 1832, leímos que el consumo de coca era de aproximadamente 4,2 kilos por habitante. El censo de 2012, si podemos confiar en él, arrojó un total de 10.059.856 personas: estamos hablando de aproximadamente 2 kilos de hoja de coca por persona, menos de la mitad que hace dos siglos. ¿Asumo que vamos mejor? Todavía hay que tomar en cuenta: primero, que no se puede confiar en ningún dato que lance este gobierno; segundo, que el 31% de la población es menor a 15 años, entonces tenemos un consumo de 3 kilos de hoja de coca machucada por mocha adulta; tercero, que la mayor parte de la producción se va a la pichicata (15 mil hectáreas serían para hoja de coca para consumo interno, según el estudio, entonces asumimos que las otras 25 mil son para hacer cocaína).

En ese censo, el departamento de Santa Cruz tenía 2.657.762 habitantes; la mayoría inmigrantes o hijos de inmigrantes (recientes). El censo de 1831, que incluía todavía al departamento del Beni, daba a Santa Cruz un total de 43 mil personas. El Beni nace como departamento recién en 1842. Ya divididos, Santa Cruz tenía, en 1845, 75 mil habitantes; saltemos a 1900: 210 mil habitantes. En 1950: 250 mil personas, en 1976: 710 mil; entre estos dos censos (¿y con el MNR?) comienza la fiesta de la migración, que no ha parado hasta hoy, donde, se cree, tenemos más de 3 millones de personas. No es ningún secreto, ni hay que hacer más estudios, para saber por dónde entra la coca a nuestra cultura. (Aunque quizá valga la pena contar que en el norte argentino también se consume, y de allá también viene gente.)

Pijchar coca, acullicar, armarse un bolito, es una “costumbre reciente” en estas tierras. “Los cambios producidos en una cultura por influencia de otra constituyen un fenómeno conocido con el nombre de aculturación”, escribió Alcides Parejas. Es un proceso que sucede en todas las conquistas, pero nos gusta pensar que nuestro departamento no ha sido conquistado, sino que es el crisol de la bolivianidad; que esta explosión demográfica fue un proceso orgánico, no planificado; que somos una metrópoli y que, como a toda metrópoli, llegó gente “de todas partes”. Y así fue, pero la mayoría de las “partes” de donde llegó la gente es de una zona bien grande del resto del país, que comparte una cultura diferente a la que había aquí. (Dicen que hay un estudio informal de una inmobiliaria famosa entre ese mercado de migrantes del interior del país, que dice que entran a Santa Cruz casi mil personas al día a vivir.)

Pero vuelvo al estudio sobre el consumo de coca, cuya presentación es tan anti-estética como el acullico: dicen que cerca de tres millones de habitantes en Bolivia consumen coca anualmente: poco más de un tercio para pijcheo, poco menos un tercio para medicina, otro tanto “no sabe o no responde”. Estamos hablando del 31% del total de la población, poco menos de la mitad del 70% del total de la población que tira ciento noventa años antes don Alcide d'Orbigny, pero del 45% de la población adulta; o sea, la mitad del país. ¿Asumo que vamos bien? ¿Que en otros dos siglos será menos el porcentaje? (Asumiendo que una baja en el consumo es algo “bueno”, en el sentido moral.) ¿O asumo que la mitad de la gente en Santa Cruz bolea, y que nos han enchufado esta parte de cultura andina sin que nos demos cuenta?

Según el mismo estudio, en el oriente ya se consume más coca porcentualmente que en el altiplano —33% versus 29%—, sólo por detrás de los valles —38%—. ¿La mayor demanda de coca? 5.800 toneladas para el sector agropecuario, el motor de Santa Cruz. ¿El segundo lugar? El segundo motor cruceño, el de la construcción: 2.700 toneladas. La minería aparece recién en el cuarto puesto, después del comercio, apenas por encima del transporte y de la industria manufacturera. Y estos son datos del 2013, probablemente distornosiados: imaginate como es la realidad ahora, diez años después.

A este paso, no sólo somos la economía número uno y el departamento más poblado del país, sino también el departamento en el que más se acullica; o sea, el cliente número uno de la republiqueta del Chapare, a la que tanto criticamos. Y la teoría financiera dice que es mejor fabricar donde se consume, y que a los mejores clientes no hay que dejarlos irse.

Los incas no pudieron conquistar nunca las tierras bajas, pero ahora cualquier camba carga también su chuspita, y hay un revivir social de lo que sucedió en los '80. Pero vos tranquilo, que “somos diferentes”, que no nos han colonizado, que “el camba no se deja”, que “su cultura es fuerte”, “que somos más de tres millones”; aquí nadie se saca los ojos cuando se acaba el bolo en una chupa ni hay trabajadores que boicotean la producción hasta que llegue la coca, ¿no?. Cuando todo el país coma sonso a la hora del , café recién hablamos.


Fuente

La republiqueta del Chapare y el capitalismo

Aunque el departamento de Santa Cruz es el que habla y grita por autonomía y federalismo, no hay región más independiente en Bolivia que la republiqueta del Chapare. Ubicada en el corazón del país, produce poco menos de la mitad de las hectáreas de coca de Bolivia, donde el cato rinde más que en los Yungas, y donde cerca del 90%, dicen, no va a parar al mercado legal. Su límite norte —con el departamento del Beni— no está definido, en parte gracias al Territorio Indígena y Parque Nacional Isiboro-Sécure (TIPNIS), área protegida por medio de la cual la republiqueta quiere hacer una carretera para ensanchar sus dominios (carretera pensada ya hace 250 años por el gobernador de Moxos, Ignacio Flores, con los mismos fines).

La republiqueta tiene colonias en varios departamentos del país (pretenden también tenerlas en el norte argentino y el sur peruano), sobre todo en el de Santa Cruz, departamento al que en 2008 sitió, forzándolo a firmar un acuerdo para distribuir parte de sus tierras y para cambiar la constitución política de Bolivia. El sitio a Santa Cruz —el cerco de septiembre— rindió sus frutos: lo sometió así como a la oposición política a su proyecto de Estado. Aunque hubo una amenaza de guerra civil, cuyos ecos se escuchan hasta estos días, la realidad es que el departamento cruceño es el mejor cliente nacional de los productos de la republiqueta chapareña, y que lo tiene constantemente groggy. La republiqueta ha logrado que el gobierno nacional secuestre y aprese al gobernador del departamento, que no pudo y no puede hacer niente para evitarlo. Si esto fuera la Italia de Maquiavelo, diríamos que hay un rey y un vasallo, porque el uno no puede hacer realmente lo que quiere sin permiso del otro, y sus élites temen las represalias del poder central — por su costo económico, claro, porque sus negocios están muy entremezclados.

La republiqueta, el sueño de Pablo Escóbar por su libertad para obrar a sus anchas y por haber conquistado el poder político y la silla presidencial, no sólo opera con protección gubernamental sino que lava su dinero con la venia del anillado centro económico, ciudad donde comercia el oro con el que le pagan sus exportaciones en la frontera peruana (así como hace cuatrocientos años se le pagaba con barras de plata), donde sale de fiesta de forma opulenta, financia proyectos, alimenta el rubro de la construcción y se mimetiza con el agropecuario. En sus colonias en el departamento de Santa Cruz es común escuchar historias de caminos cerrados de noche y de día para que aterricen y salgan sus aeroplanos, práctica que los empresarios del campo ya están acostumbrados a callar. Pasa que no hay a quién reclamarle.

Los líderes de la republiqueta han entendido mejor que nadie en este país dos manuales: el de Maquiavelo y el de Goebbels. Del Príncipe han rescatado, a la perfección: que vale más ser temido que amado, la protección celosa de los súbditos, el rodearse de afines, el mantener constantemente una milicia de gente local (y, por lo tanto, leal), el no olvidar nunca el arte de la guerra (en caso de un enfrentamiento, tienen un ejército, armas y organización), el control fuerte de las fronteras, respetar la propiedad privada de sus leales y arrebatar la de sus enemigos.

Su ministerio de Propaganda vende hacia afuera un modelo socialista, pero su economía es el summum del capitalismo y su política del localismo: no hay lugar más autónomo ni más federal en Bolivia, país a cuyo gobierno central apenas le han delegado algunas cuantas funciones, y cuyas autoridades tienen que pedir visa y permiso para poder ingresar. El vicepresidente del país no puede ingresar a la republiqueta, siendo que alguna vez fue su aliado. Tampoco puede hacerlo ningún líder de oposición, ni nadie que piense diferente. Los citadinos de Cochabamba que otrora tenían cabañas en la zona, como la gente de Santa Cruz en Samaipata, han tenido que vender sus propiedades y, si son encontrados en la región, la policía sindical les pide los documentos y la afiliación. Esta policía, según el líder máximo de la región, se dedica incluso a perseguir ciudadanos colombianos y brasileros.

Están organizados al mejor estilo de la República romana en épocas de Julio César, con un dictador perpetuo y un senado compuesto por la aristocracia de la republiqueta y los tribunos de la plebe. Porque, como en toda sociedad, en ella también existen clases.

Los orígenes de su proceso de independencia se pueden remontar a la guerra contra las drogas de los segundos gobiernos del general Banzer y el gringo Goni. Con ayuda del gobierno estadounidense, que poco o nada hace para controlar la demanda en su país del producto estelar de la republiqueta, el ensamble militar boliviano-norteamericano buscó erradicar todas las hectáreas de coca del Chapare, y haciendo camino al andar, cometió innumerable cantidad de abusos. El más flagrante de sus errores: no conocer ni la región ni la idiosincrasia de la gente a someter ni la historia del país, lo que llevó a su inevitable fracaso, y a la inevitable reacción, que engendró el nacimiento de un instrumento político como nunca antes se ha visto en Bolivia, que terminó, no sólo tomando el poder central, sino permeando casi todas las instituciones existentes en todas las regiones.

Hoy, la republiqueta goza de una posición económica inimitable, el sueño de todo capitalista ante una crisis inflacionaria y una devaluación de la moneda local: exporta en dólares una de las materias primas con mayor demanda del mundo, a precios internacionales relativamente estables, con protección y apoyo gubernamental, y exento de impuestos. Al menos de los nacionales, porque en la republiqueta se cobran membresías y aportes, que son sus impuestos locales a usarse sólo en lo que el Senado y el líder local decidan, que es como tienen que ser los impuestos. Lo único que faltaría para hacer la situación perfecta, es que estén endeudados en Bolivianos a tasa fija y a 20 años plazo.

Recolectan también ingresos de sus colonias, a manera de garantías, como cualquier mafia. Su autonomía es digna de admirar, porque han logrado lo que todos quieren y nadie puede; algo han enseñado a sus aliados alteños, y tienen sometida a la provincia rival yungueña. Su población ronda las 350 mil personas, la mayoría vinculados a la producción de su producto estrella, que en la lista de ingresos generados por exportaciones nacionales sólo se encuentra detrás del gas y el oro. ¿Cómo competir con semejante potencia?

A estas alturas ya es sabido que la “lucha contra las drogas” es un fracaso — o, en el peor caso, una pantomima. En Colombia y Perú las consecuencias han sido desastrosas para la sociedad, suerte que por suerte Bolivia no ha corrido: no ha sufrido (todavía) guerras internas ni atentados, las olas de secuestros van y vienen, y cuando ocurren ajustes de cuentas (en las ciudades capitales) todavía son noticia. En la década de 1920, Estados Unidos vivió una situación parecida durante su prohibition, donde el gobierno estadounidense sufrió un desengaño estrepitoso, teniendo que dar marcha atrás hace casi cien años exactos. Sin embargo, uno no aprende de la historia, y peor de la ajena; apenas de los errores que comete y de su experiencia. El problema central era obvio: la gente quería beber. La gente siempre quiere beber (antes de que objetés, no dije “toda la gente”, ni dije “todo el tiempo”, dije “siempre”); lo mismo sucede con las drogas: la gente siempre va a querer drogarse. Lo hacían los faraones, sultanes, reyes, emperadores; en Menorca, Mallorca e Ibiza se tomaban alucinógenos ya hace como 3000 años; hoy lo hacen alcaldes, senadores, presidentes, empresarios, empleados, independientes, la gente de a pie — en Bolivia lo hace la mitad de la población solamente con el bolo, sin contar otras sustancias (legales e ilegales).

Legalizar bajaría los precios de la cocaína, lo que provocaría un boom inicial en el consumo —Latinoamérica es donde más crece el consumo de esta droga, y ya desplazó del segundo lugar a Europa, sólo por detrás de Norteamérica—, pero disminuiría el poder político y económico de la republiqueta, que necesita que el producto sea ilegal para mantener el monopolio, la hegemonía y los precios. Con un buen lobby internacional, quizá se podrían evitar sanciones internacionales. De fábricas clandestinas pasaríamos a tener fábricas registradas (no todas), competencia abierta, mejoras en la calidad del producto, y quizá hasta pago de impuestos. Y así como la Stepan Company de Nueva Jersey tiene un permiso especial para importar coca para hacer cocaína medicinal, y luego le vende las hojas a The Coca Cola Company, así también otras empresas podrían negociar permisos con sus gobiernos nacionales. La legalización empezaría un juego de oferta y demanda, y a ver si el bajón de precios mantiene el negocio atractivo para nuevos emprendedores, o a ver si sube la cantidad de hectáreas plantadas, o si los productores siguen el modelo de la todopoderosa OPEC de limitar la oferta de petróleo cuando baja el precio.

Pero legalizar no es cosa fácil. Está la cuestión de salud y la moral: los gobiernos prohíben las drogas dañinas y muy adictivas para cuidar a su población, porque no confían en que sus ciudadanos e individuos tomen decisiones responsables para su propia vida, sobre todo sus jóvenes. Restringir el acceso a estas drogas es entendido como una necesidad básica. Esto haría de la medida, paradójicamente, algo impopular tanto entre la población general como entre los fabricantes; encontrar un partido político que quiera asumir el riesgo de proponerla, y encima que gane las elecciones, es tarea casi imposible. Luego, si legalizar no es una opción, y la erradicación tampoco, ¿qué nos queda para no seguir sometidos al “poder coca-céntrico” —para citar a Sergio Antelo— ni a los deseos y caprichos de los líderes de la republiqueta del Chapare, ni al poder de su billetera? Quizá la única salida es darle tiempo al tiempo, porque hemos visto que más vale paz pactada que guerra declarada. O quizá la salida es conquistarla, o arrebatarle el negocio, todavía socialmente mal visto, pero no castigado — y esto parece que lo quiere hacer el gobierno de turno, al parecer enemistado con los líderes de la republiqueta. O quizá la salida es empujar para tener la misma autonomía de la región del Chapare... si nos dejan.


Deliveries de coca

El mundo del delivery tomó por la fuerza a Santa Cruz desde la pandemia, y no hay vuelta atrás. Ya podés saber qué lugar es una especie de Eldorado o Paitití económico no sólo por la cantidad de gente que visita el boliche cada día, sino por la cantidad de motos que hay afuera.

En los últimos años he visto proliferar los lugares que venden coca tanto como la cantidad de autos que están colapsando el parque automotor. Pero quedo cada vez más asombrado con la cantidad de motos de delivery que estos boliches tienen esperando afuera; las hay tantas como la variedad de sabores en los que ahora se vende la hoja de coca machucada (desde mocochinchi hasta fresa, pasando por todo lo que hay al medio).

He visto en menos de un año al mercadito 12 de Octubre —entre 3er y 4to anillo, entre la radial 27 y “la Banzer”— convertirse en un mercado en el que casi todos los puestos venden exclusivamente coca. La machucan todo el día, en vivo y en directo (y más en las noches), afuera de cada local. Y las motos... la cantidad de motos...

Y esto es sólo un ejemplo chiquito de la cantidad de boliches que venden coca, que además tienen nombres por demás de ingeniosos.

El negocio de la coca y “el bico” en Santa Cruz hay que calcularlo. No sólo por lo económico, sino por su costo social. Entiendo que ayuda al trabajador y con el trabajo pesado, y que te mantiene despierto en la borrachera; pero creeme que no somos la única sociedad trabajadora del mundo, que hay otros países donde se trabaja con el mismo calor y la misma cantidad de horas (no hay que salir ni siquiera de Sudamérica), y tampoco somos la única sociedad que quiere desvelarse bebiendo; y en ninguna otra sociedad cuya tierra no haya pertenecido al Imperio Inca se bolea. Sí somos, probablemente, el único país del mundo donde la mayor parte de la fuerza policial de turno trabaja drogada. O sea que no va por ahí la cosa, no va por el trabajo largo y duro y el beber de corrido, ni va por lo cultural, ni es para abusar del poder; no, el tema va porque envicia. Y así como ahora es innegable su aceptado consumo social, también es innegable que embrutece (y pronto se confirmará que gatilla cierto tipo de cáncer).

Me parece reverenda hipocresía que este pueblo se diga bastión de la oposición, enemigo del totalitarismo del partido de gobierno, y sin embargo sea su principal fuente de financiamiento interno (no sólo con este negocio). Cada vez que escucho a alguien criticar al gobierno, pero que a la primera de cambio bolea —o peor, boleando en ese mismo momento—, “no sé si reír o llorar”, o renegar, o echárselo en cara. No deja de sorprenderme la capacidad que tenemos para no darnos cuenta de nuestras contradicciones (lógicamente, me incluyo).

Si queremos ser el pueblo que decimos que somos, si queremos aprovechar a fondo lo que da esta “tierra de oportunidades”, hay que dejar ese vicio. No lo digo como moralista, porque en todas las sociedades hay fiesta y drogas; lo digo desde el pragmatismo: no podés tener una sociedad educada si tu mano de obra sólo puede trabajar drogada, y si sus élites acompañan la práctica. Drogarse de vez en cuando, producir y vender droga, es lo normal en la historia humana, pero hacerlo crónicamente no puede ser bueno. El que no quiere aceptar esto, asumo que está contento con lo que ve a su alrededor en el país, y no necesita ni quiere algo mejor. Pero si queremos un “pueblo eminente, de límpida frente”, hay que librarse del acullico crónico, no porque sea una conquista cultural o una costumbre ajena, que al final nada es estático ni local, sino porque es un ataque a la higiene, un asalto a la inteligencia, y un tiro al pie para la lucha cívica.

Aunque quizá lo que más me molesta de todo esto no es su relación con la Virtud y la Lógica, sino con la Belleza, porque todo lo relacionado a este negocio y esta práctica es un agravio a la estética.

Santa Cruz, Semana Santa de 2023.

#pueblo eminente


Aculturación, con Vivian Reimers y Dwight B. Heath
Probablemente, ninguna sociedad o cultura es estática, por muy “homogénea”, “aislada”, o “tradicionalista” que sea la gente—y, obviamente, estos son términos relativos que nunca caracterizan a ningún grupo literalmente. Son varias las fuerzas que intervienen en la creación de cambios culturales…