Schopenhauer: sobre lo que uno tiene (y lo que no)

Contexto Condensado

Vamos con Schopenhauer y la obra que lo sacó del cuasi anonimato, y que lo convirtió: en uno de los filósofos más leídos en Europa el resto de su vida (murió 9 años después de publicarla), en el alemán más leído en la segunda mitad del siglo 19, y luego en uno de los filósofos más influyentes de la historia: sus Parerga y Paralipómena: Escritos filosóficos menores.

Se publicó en 1851. Schopenhauer la terminó luego de trabajar en ella durante seis años todos los días. El filósofo alemán Rüdiger Safranski dice que “se trata de «escritos secundarios» y «cosas pendientes», o, como él mismo dice, «pensamientos dispersos, aunque sistemáticamente ordenados, sobre diversos temas»”.

Entre los que componen el primer volumen de los Parerga encontramos una, digamos, mini-serie (como ésta en la que estamos siguiendo referencias a la Carta a Meneceo de Epicuro); es “el núcleo central” de la obra, según el editor de una edición en español, Francisco Volpi. Este primer volumen se llama Aforismos sobre el arte de vivir, y se publicó después como libro aparte — muy famoso, además, por su título auto-ayudesco (también salió bajo los títulos Aforismos sobre la sabiduría del vivir y Aforismos sobre la sabiduría de la vida).

De cómo entendemos contemporáneamente los aforismos, estos ensayos no tienen nada. No son reflexiones cortas y concisas como las de Marco Aurelio o las máximas Epicuro, sino reflexiones largas (re-flexiones). Pero, como los aforismos —acudo de nuevo a Volpi—, son textos de “libre asociación, un procedimiento no estructurado”, “más adecuado al carácter fragmentario de la existencia y sus contingencias y acaecimientos imprevisibles”. Son ensayos que siguen el mismo orden de lo que ocurre en el mundo, tipo los ensayos de Séneca, Montaigne, Bacon.

Empieza Schopenhauer el libro haciendo una división del tema, y luego encara hablando de lo que uno es, de lo que uno representa, de la diferencia de las edades de la vida, haciendo un paréntesis para tirar máximas que sí son aforismos. Leemos ahora el tercer capítulo, que trata De lo que uno tiene, y que comienza Schopenhauer citando directamente una de las Máximas capitales de Epicuro y haciendo referencia a su Carta a Meneceo (también conocida como Sobre la felicidad). No es, como podrás ver, la única referencia que hace el alemán. Los geht's!
Autor: Arthur Schopenhauer (1788-1860)

Libro: Aforismos sobre el arte de vivir
> Capítulo 3: De lo que uno tiene

Publicados por primera vez en 1851

Traducido del alemán por Fabio Morales García (2009)

Epicuro, ese gran maestro de la felicidad, dividió con gran corrección y belleza las necesidades en tres clases. En primer lugar, están las necesidades naturales y necesarias: son aquellas que nos causan dolor cuando no son satisfechas. Por consiguiente, esta clase consta únicamente del rictus et amictus [«comida y vestido»], y son fáciles de saciar. En segundo lugar, están las necesidades que son naturales pero no necesarias: tal es la necesidad de satisfacción sexual; aunque, a decir verdad, Epicuro no dice esto en la exposición de Laercio (y, en general, yo presento aquí su doctrina algo enderezada y pulida). Saciar esta necesidad es ya más difícil. En tercer lugar, están las necesidades que no son naturales ni necesarias: son las del lujo, la opulencia, la ostentación y el brillo; son innumerables y su satisfacción es muy difícil. (Véase Diógenes Laercio, libro X, capítulo 27, §149, también §127; y Cicerón, De finibus, I, 14 y 16).

Fijar el límite de nuestros deseos razonables en relación con las posesiones es difícil, cuando no imposible. Pues lo que satisface a cada individuo a este respecto no es una magnitud absoluta, sino sólo relativa, a saber, la relación entre sus aspiraciones y lo que posee; de ahí que la propiedad, considerada por sí misma, esté tan desprovista de sentido como el numerador de una fracción que carece de denominador. Un hombre jamás echa en falta aquellos bienes a los que jamás se le ha ocurrido aspirar, y puede estar plenamente satisfecho aunque no los posea; mientras que otro podrá tener cien veces más que él y, sin embargo, sentirse infeliz porque carece de uno solo al que aspira. Cada cual posee, también respecto a esto, un horizonte privado de lo que puede alcanzar, y que marca el límite de sus aspiraciones. Cada vez que siente que puede confiar en obtener alguno de los objetos situados dentro de ese horizonte, se siente feliz; y desdichado si, interponiéndose dificultades, se frustra su esperanza de alcanzarlo. Lo que cae fuera de su campo de visión no lo afecta en absoluto. De ahí que las grandes pertenencias de los ricos no inquieten a los pobres, ni que a los ricos, cuando no obtienen lo que persiguen, les sirva de consuelo la opulencia que ya tienen. (La riqueza se parece al agua de mar: cuanto más se bebe de ella, más sediento se está; y otro tanto vale para la fama). El hecho de que tras la pérdida de la riqueza o del bienestar el estado de ánimo, una vez superada una primera etapa de sufrimiento, no sea muy diferente del que se poseía antes de la pérdida se debe a que, cuando el destino disminuye la cifra de nuestro patrimonio, nosotros reducimos en la misma proporción la de nuestras aspiraciones. Es esta operación lo verdaderamente doloroso; pero una vez superada, el dolor se siente cada vez menos, hasta que finalmente desaparece: la herida cicatriza. Y al revés, en casos de buena fortuna el índice de nuestras aspiraciones se dispara y estas se expanden; en ello consiste la alegría resultante. Pero tampoco esta dura más que la operación correspondiente: nos acostumbramos a la magnitud ensanchada de las nuevas aspiraciones y nos hacemos indiferentes al grado de riqueza que les corresponde. Así lo expresa el pasaje homérico Odisea, XVIII, 130-137, que concluye así:

Τοῖ ος γὰρ νόος ἐστὶ ν ἐπιχθονίων ἀνθρώπων,
Οἷ ον εφ ̓ ἦμαρ ἄγει πατὴρ ἀνδρῶν τε, θεῶν τε.
[Pues el espíritu de los habitantes de la tierra,
es tal como el día que el padre de los hombres y los dioses trae sobre ellos.]

La fuente de nuestra insatisfacción reside, pues, en nuestros esfuerzos siempre recomenzados por elevar más de lo debido el índice de nuestras aspiraciones, mientras se mantiene inmóvil aquella otra cifra que se le contrapone.

No es de extrañar que en una especie animal tan precaria como la humana, cuya naturaleza consta totalmente de necesidades, nada se valore, e incluso se venere, más intensa y abiertamente que la riqueza, hasta el punto de que también el poder es buscado como medio para lograrla; y que para obtenerla, se descuide o abandone cualquier otra cosa, como, por ejemplo, la filosofía por parte de los profesores de la misma. A menudo se les reprocha a los hombres el hecho de que casi todos sus deseos estén orientados hacia el dinero y que lo amen más que a ninguna otra cosa. Sin embargo, es natural y acaso inevitable amar lo que, como un Proteo incansable, está dispuesto a transformarse a cada instante en objeto de nuestros versátiles deseos y nuestras múltiples necesidades. Todo otro bien, en efecto, se presta a satisfacer un solo deseo, una sola necesidad: los alimentos únicamente son buenos para los hambrientos, el vino para los sanos, los medicamentos para los enfermos, un abrigo de piel para el invierno, las mujeres para la juventud, etc. Todas estas cosas son, por lo tanto, ἀγαθὰ πρός τι, es decir, bienes meramente relativos. En cambio, el dinero es el único bien absoluto, en la medida en que no da respuesta a una sola necesidad in concreto, sino a la necesidad por antonomasia, in abstracto.

Los bienes de fortuna disponibles han de considerarse como una muralla protectora contra el gran número de calamidades y accidentes posibles; y no como una posibilidad o una obligación de procurarse los plaisirs del mundo. La gente que, no habiendo heredado bienes materiales, llega a ganar mucho dinero gracias a sus talentos, sean estos del tipo que fueren, casi siempre termina pensando que su talento es su capital principal, y sus ganancias sólo sus intereses. De ahí que no reserven una parte de lo ganado para ir creando un capital permanente, sino que gasten todo a medida que entra. Por eso, terminan siendo pobres en su mayoría; pues sus ingresos se estabilizan o desaparecen al agotarse su talento, si es que este era de naturaleza pasajera, como ocurre por ejemplo en casi todas las bellas artes; o porque este sólo podía ser aprovechado bajo circunstancias y coyunturas especiales que han cesado de estar presentes. Acaso los artesanos puedan darse el lujo de comportarse así, debido a que no es fácil que pierdan las facultades exigidas por sus destrezas, o porque cuando faltan las suple el trabajo de sus ayudantes; y a que sus productos satisfacen ciertas necesidades y, por lo tanto, siempre tienen salida; de donde se echa de ver lo acertado del adagio «un oficio es una mina de oro». Pero no sucede lo mismo con los artistas y virtuosi de cualquier especie. Ello explica que estos reciban una remuneración tan alta. Con mayor razón deberían, pues, destinar una parte de sus ganancias a incrementar su capital; mientras que ellos suelen, insensatamente, considerarlas como meros intereses y se labran así su propia desgracia. En cambio, la gente que hereda un patrimonio al menos tiene desde el principio una idea clara de la distinción entre el capital y los intereses. La mayoría, por lo tanto, intenta conservar su capital, no lo toca bajo ningún concepto, e incluso, si es posible, reserva como mínimo un octavo de los intereses para afrontar recesiones futuras. De ahí que, en general, tales personas conserven su riqueza. Esta reflexión no es aplicable a los comerciantes; pues, en su caso, el dinero es un medio para negocios ulteriores y, en esa medida, una especie de herramienta; por lo que, aun cuando lo hayan obtenido por sus propios medios, lo acumulan y tratan de incrementarlo a través de inversiones. Ello explica que en ningún otro estamento la riqueza esté tan consolidada como en este.

En general, se constatará que aquellos que conocen de primera mano estrecheces y las privaciones suelen tenerles, paradójicamente, mucho menos miedo y están mucho más inclinados al derroche que aquellos que sólo las conocen de oídas. Entre los primeros se cuentan todos los que, favorecidos por algún golpe de suerte o por talentos especiales, han pasado con bastante rapidez de la pobreza a la riqueza: los otros, en cambio, habían nacido en la opulencia y han permanecido en ella. Piensan mucho más en el futuro que aquellos, y son, por ende, mucho más ahorrativos. Se podría pensar, en consecuencia, que la necesidad no es, después de todo, algo tan malo como parece cuando es vista de lejos. Sin embargo, la verdadera razón de este fenómeno es que quien nace con bienes de fortuna los considera indispensables, un elemento tan esencial de la única existencia posible como el aire que se respira; por lo que los cuida como a su propia vida y, en consecuencia, es amante del orden, cauteloso y ahorrativo. Pero quien ha nacido sin recursos considera la pobreza como un estado natural; y si eventualmente llega a hacerse de fortuna, la verá como algo superfluo que está ahí para ser disfrutado y devorado, y entenderá que, en caso de perderla, se las arreglará sin ella, e incluso tendrá una cosa menos de la que preocuparse. Ocurre, pues, lo que dice Shakespeare:

The adage must be verified,
That beggars mounted run their horse to death.

(Henry VI, part 3, act 1)
[Se cumple necesariamente el adagio:
dale un caballo a un mendigo y lo matará de cansancio.]

Bien es cierto que tales individuos poseen —no tanto en su cabeza, sino en su corazón— una confianza ciega y exagerada ya sea en su destino, ya sea en sus propios medios, con los que lograron en el pasado sobreponerse a la necesidad y a la pobreza; y que, por consiguiente, a diferencia de quienes han nacido ricos, no creen que los abismos de la pobreza sean infinitamente profundos, sino que piensan que una vez que hayan tocado fondo podrán de nuevo salir a flote. Esta característica humana explica también por qué las mujeres que han sido pobres en su juventud suelen ser mucho más exigentes y derrochadoras que aquellas que recibieron una dote cuantiosa; pues casi siempre las jóvenes ricas no sólo aportan cierto patrimonio, sino también exhiben una mayor perseverancia, cuando no un instinto heredado, para conservarlo que las pobres. Quien pretenda afirmar lo contrario podría apelar a la autoridad de Ariosto, en su primera sátira; en cambio, el Dr. Johnson opina lo mismo que yo: A woman of fortune being used to the handling of money, spends it judiciously; but a woman who gets the command of money for the first time upon her marriage, has such a gust in spending it, that she throws it away with great profusion. [«Una mujer de fortuna, acostumbrada a manejar dinero, lo emplea prudentemente; pero una mujer que sólo empieza a disponer de dinero cuando se casa tiene tanta afición a gastarlo que lo derrocha con gran profusión»] (James Boswell, Life of Samuel Johnson, ann. 1776, aetat. 67).

Sea como fuere, quisiera aconsejar a quien se case con una joven pobre que no le legue un capital, sino únicamente una renta; pero, sobre todo, que vele por que la herencia destinada a los hijos no caiga en sus manos.

En modo alguno creo estar incurriendo en algo indigno de mi pluma si recomiendo que se tenga sumo cuidado en conservar tanto el patrimonio adquirido como el heredado. Poseer de nacimiento lo necesario para vivir de manera holgada y verdaderamente autónoma, es decir, sin tener que trabajar, aunque se esté solo y sin familia, es una ventaja invalorable, pues representa la exoneración y la inmunidad frente a las carencias y los infortunios que aquejan la vida humana, es decir, la emancipación de una servidumbre generalizada, de un destino natural de todos los hijos de esta tierra. Sólo gracias a este auténtico privilegio del destino se nace realmente libre, sólo así se es de verdad sui juris, o sea dueño de su propio tiempo y de sus propias fuerzas, y se puede decir cada mañana: «el día me pertenece». Por idéntica razón, la diferencia entre quien recibe una renta de mil talentos y el que la recibe de cien mil es mucho menor que la que existe entre el primero y quien no posee nada. El patrimonio heredado alcanza, sin embargo, su máximo valor cuando quien lo recibe está dotado de facultades intelectuales de orden superior y persigue objetivos poco compatibles con los negocios, pues ello significa que ha sido doblemente favorecido por la fortuna y puede consagrarse a su genio, y saldará cien veces su deuda con la humanidad si logra aquello que nadie más alcanzó y produce algo que redunde en mayor provecho o gloria del conjunto de la misma. Acaso otra persona en situación igualmente ventajosa adquiera méritos ante el género humano con sus proyectos filantrópicos. Pero quien, habiendo nacido con bienes de fortuna, no lleve a cabo ni lo uno ni lo otro, aunque sea parcialmente, o al menos se esfuerce en realizarlo, o se ponga en condiciones de ayudar a la humanidad aprendiendo concienzudamente alguna ciencia, no pasará de ser un vulgar ladrón, digno del mayor desprecio. Pero tampoco será feliz: pues el estar exento de necesidades lo pondrá a merced del otro polo de la miseria humana, el aburrimiento, que lo atormentará tanto que habría sido más dichoso de haber tenido que trabajar para satisfacer sus carencias materiales. Y este aburrimiento lo desviará hacia extravagancias capaces de destruir incluso aquella otra ventaja, de la que demostró ser indigno. De hecho, son incontables las personas que se han visto sumidas en la pobreza porque, habiendo dispuesto de dinero, lo gastaron para mitigar temporalmente el aburrimiento que las agobiaba.

Muy diferente es la situación cuando la finalidad es llegar lejos en la administración pública, lo cual requiere el procurarse favores, amigos y relaciones para ir escalando puestos y acceder algún día, con suerte, a la posición más encumbrada; en este caso es quizás preferible venir al mundo sin bienes de fortuna. En especial, es una verdadera ventaja para alguien no perteneciente a la aristocracia, pero dotado de un talento especial, no ser más que un pobre diablo. Pues lo que cada uno busca y prefiere por encima de todo, ya en la conversación, pero sobre todo en la administración pública, es que la otra persona sea inferior a él. Y ocurre que sólo un pobre diablo está —en el grado que se requiere aquí— plenamente convencido y penetrado de su propia inferioridad completa, profunda, inequívoca y multifacética y de su total insignificancia y carencia de valor. Sólo él es capaz de inclinarse un número suficiente de veces y con el énfasis debido, y sólo sus reverencias alcanzan los noventa grados; sólo él aguanta cualquier regaño, y encima sonríe; sólo él está consciente de lo poco que valen los verdaderos méritos; sólo él alaba a los cuatro vientos como obras maestras, a viva voz o en grandes letras impresas, los adefesios literarios de quienes están por encima de él o poseen grandes influencias; sólo él sabe mendigar; sólo él, por lo tanto, puede convertirse a tiempo, o sea, desde joven, en un epopte [iniciado] de esa verdad oculta que Goethe nos ha revelado en los términos siguientes:

Über’s Niederträchtige
Niemand sich beklage:
Denn es ist das Mächtige,
Was man dir auch sage.
(
West-östlicher Divan).
Sobre lo rastrero
que nadie se queje:
pues mueve montañas,
aunque te digan lo contrario.
(Diván de Oriente y Occidente)1

En cambio, quien sea rico de cuna tenderá a asumir una actitud altanera: está acostumbrado a andar tête levée [«con la cabeza erguida»]; no habrá aprendido todas aquellas artes, a no ser por algún que otro talento, cuya insuficiencia frente al médiocre et rampant [«mediocre y rastrero»] debería comprender; es casi inevitable que al final reconozca la inferioridad de sus superiores; y cuando llegue la hora de las indignidades supremas, se mantendrá inmóvil y no querrá agachar la cabeza. Así no se promociona uno en el mundo: al contrario, puede que nuestro personaje tenga que unirse al atrevido Voltaire y decir: nous n’avons que deux jours à vivre: ce n’est pas la peine de les passer à ramper sous des coquins méprisables. [No vivimos sino dos días: no vale la pena emplearlos en arrastrarse frente a pillos despreciables]2. Por desgracia, este coquin méprisable [«pillo despreciable»] es un atributo que en el mundo cuadra a un número endiabladamente grande de sujetos. Se echa, pues, de ver que las palabras de Juvenal:

Haud facile emergunt, quorum virtutibus obstat
Res angusta Domi
.
[No ascienden fácilmente aquellos cuyas virtudes son opacadas por la penuria de su familia]3

se aplican mejor a la carrera de los hombres virtuosos que a la de los mundanos.

En lo que uno tiene no he contado a la esposa y a los hijos; pues sucede que uno es más bien tenido por ellos. A lo sumo habría que incluir aquí a los amigos; sólo que, en ese caso, el propietario tendría que ser, en la misma medida en que posee, propiedad del otro.


Notas del traductor:
1 Libro del desasosiego, La serenidad del viajero.
2 Correspondancia de Voltaire, A M. Helvetius, 16 de julio de 1760.
3 Saturae, 3, 164.

Cita a:

Shakespeare en el Día del Libro: las pasiones humanas, las rosas y Enrique VI
¿Qué valor tiene, cuando un perro gruñe, meter la mano entre sus dientes cuando se puede espantarlo a patadas? / Si no te odiara mortalmente lamentaría tu miserable estado. Zapatea y rabia, para que yo cante y baile / Se confirma el adagio: montados, los mendigos llevan sus caballos a la muerte
Epicuro: Máximas Capitales
No es dado que el hombre anule su temor a los seres esenciales si no sabe cuál es la Naturaleza del universo y lo único que hace es tener vagas nociones de lo explicado por los mitos. De modo que sin la ciencia de la Naturaleza no es dado obtener placeres puros.
Voltaire - Conectorium
François-Marie Arouet, aka Voltaire (París, 21/11/1694 - ibid., 30/05/1778). Escritor, historiador, filósofo y abogado, uno de los más grandes representantes de la Ilustración, clave en la historia de la literatura y la filosofía. Francmasón. Asiento 33 de la Academia francesa (1746). Alcanzó la celebridad gracias a sus escritos donde mostró su hipercriticismo. Fue muy rico gracias a inversiones y apuestas varias; ganó la lotería explotando un defecto del sistema con un amigo matemático.

Referencia a:

Epicuro: Sobre la felicidad
Cuando decimos que el placer es la única finalidad, no nos referimos a los placeres de los viciosos y libertinos, como afirman algunos que desconocen nuestra doctrina o no están de acuerdo con ella o la interpretan mal, sino al hecho de no sentir dolor en el cuerpo ni turbación en el alma.
Cicerón - Conectorium
Marco Tulio Cicerón​ (Arpino, 3/01/106 a.C. – Formia, 7/12/43 a.C.) fue un político, abogado, filósofo, escritor y orador romano. Uno de los más grandes retóricos y estilistas de la prosa en latín de la República, uno de los autores más importantes de la historia romana y uno de los máximos defensor…