Lo que provoca una regleta *

Hace un tiempito que vengo queriendo arreglar—o esconder—el cablererío en mi escritorio. Hoy encontré por fin la regleta que buscaba. Llegué a casa y me puse a acomodar lo que quería acomodar. Pero, como era de esperar, un cambio pequeño derivó en varios más grandes...

Lo que provoca una regleta *

Parte 1

Hace un tiempito que vengo queriendo arreglar—o esconder—el cablererío en mi escritorio. Hoy encontré por fin la regleta que buscaba: con la cantidad de enchufes que quería, en la disposición que necesitaba, del tamaño perfecto para encajar en la cajita que tenía preparada para el disimule.

Llegué a casa y me puse manos a la obra. Después de limpiar el escritorio, conseguir ligas, amarrar cables y usar varias tiritas de cintas aislante, todo en el escritorio estaba por fin en su lugar. Pero no todo.

Como siempre ocurre cuando uno empieza a ordenar algo, me encontré reacomodando, aseando esquinas, desempolvando y moviendo muebles. Bueno, en realidad, me encontró mi mujer, que tuvo la suerte o la desdicha de verme en fachas caseras en este ajetreo. Y de repente, como era de esperar, como hubiera sido si fuera al revés, movida por el mismo impulso—o impulsada por el mismo espíritu—, nos descubrimos limpiando, moviendo y reordenando el departamento. Botamos algunas cosas, separamos otras para regalar, y ahora la casa está más limpia, más bonita y el uso del espacio es más eficiente. Y todo por una regleta.

Es increíble la cantidad de cambios grandes que puede provocar uno pequeño.


Parte 2

Hace tiempo que vengo queriendo ordenar el cablererío que tiene tomado mi escritorio. Hoy encontré por fin la regleta que andaba buscando. Llegué a casa y me puse a acomodar lo que quería acomodar. Pero, como era de esperar, un cambio pequeño derivó en varios más grandes, y terminé—como decimos en Bolivia—haciendo policía. Policía de la que, cuando terminás con ella, te hace sentir mejor y más seguro.

Moviendo, reordenando, limpiando y desempolvando alrededor de la casa, encontré un par de cosas que necesitaba justo en ese instante y que iba a salir a comprar, porque, como estaban archivadas y entre tanto cachivache, ni sabía que las tenía. Es más, ni imaginaba que las pudiera tener. Para mí fue como encontrar un par de joyas de la nada.

Me acordé de esa historia de ese grupo de arqueólogos, que no recuerdo si eran italianos o franceses, y que querían venir a Bolivia a excavar, no recuerdo si en Samaipata o Tiahuanaco, con la idea de poner todos los recursos necesarios a cambio de una sola condición: parte de lo que encuentren se lo prestaban por x cantidad de años y lo exponían en algún museo grande de Europa. Pero el gobierno boliviano dijo que lo que pasa en Bolivia se queda en Bolivia, y nos quedamos sin saber qué hay debajo de estos tesoros, sin conocer nuestra historia, y sin publicidad gratis en las mejores vitrinas turísticas del mundo. Sin la soga y sin la cabra, como dice el dicho.

Me acordé también de ese amigo español que me dijo que España no le robó oro ni plata a Bolivia, porque: en primer lugar, en esa época el territorio era parte del reino—o sea, se era parte de España tanto como Cataluña, lo que técnicamente sería el equivalente a decir que Estados Unidos le roba petróleo a Alaska, pero todos sabemos que entre Iberia y Sudamérica no sólo estamos in different area codes sino también que nos separa un océano—; y en segundo lugar, porque los originarios no sabían lo que tenían—o cuánto tenían—, ni en qué usarlo masivamente.

Al mismo tiempo me atacó el recuerdo de esos hijos bastardos, o sobrinos, o nietos que viven ajustados al día día, y que no se han enterado que han heredado una fortuna.

En resumen, lo que no se sabe que se tiene, no se tiene.


#más sentido común, por favor