Alfredo Flores: Quietud de pueblo

Capítulo 1 de la Antología de Ensayos Cruceños 1825-2025 (Biblioteca Cruceña del Bicentenario)

Alfredo Flores: Quietud de pueblo
Contexto Condensado

Empezaremos dirigiéndonos al lector con un texto que retrata al mismo tiempo la Santa Cruz de antaño y la del futuro, que ahora se nos hizo presente. Creo que es la mejor forma de empezar esta aventura porque, además, resume el sentir de los cronistas.

En 1924, Alfredo Flores Suárez Arana publicaba Quietud de Pueblo bajo el pseudónimo6 de ‘Barón de Sauces’ (Imprenta Renacimiento, La Paz). Escribía con nostalgia anticipada. Ya había viajado y deambulado por las grandes ciudades que servían de modelo para la Santa Cruz del porvenir.

Don Alfredo nació en Santa Cruz de la Sierra en 1897. Luego de una larga vida como periodista, dibujante de mapas, político, diplomático y escritor —su obra más famosa, La virgen de las siete calles—, murió en su pueblo en 1987. Diez años después, el concejo municipal de Santa Cruz de la Sierra declaraba7, «como homenaje a su memoria» y «como justo reconocimiento del pueblo cruceño a su proficua labor literaria», el «Año del centenario del nacimiento de Don Alfredo Flores Suárez Arana», ilustre miembro de la Real Academia de la Lengua en Bolivia.

A continuación, sus dos entradas iniciales en esta obra.
Notas para nerds:

6 «Deliberadamente escribo psalmos», escribió Borges en una nota al pie del prólogo a Elogio de la Sombra.

7 Ordenanza Municipal Nº 10-1997.

Autor: Alfredo Flores

Libro: Quietud de Pueblo

Al lector

He reunido aquí algunos apuntes que conservo como recuerdo del terruño. Ellos no guardan entre sí otra relación que la espiritual surgida del ambiente y solo son pequeños ensayos trasladados al papel con la mayor buena voluntad.

Frente a lo mucho que hay que decir de Santa Cruz, estos apuntes significan muy poco. Hoy se habla de la tierra de Ñuflo de Chaves como de una tierra de promisión. Es la faz económica lo único que ocupa la pluma de nuestros escritores, en el justo afán de hacer conocer a nuestro pueblo y de prepararle su entrada al lugar que le corresponde por su riqueza fabulosa.

Y ellos tienen razón. Santa Cruz es un pueblo rico por excelencia. Algún día el riel revolucionará el silencio de su ambiente colonial y hará de la tranquila villa provinciana una ciudad moderna y bulliciosa. ¡Y con esto se habrá colmado el anhelo de todos!

Pero entonces, ya no gozaremos de ese apacible sol de la mañana, tan nuestro, tan claro, tan intenso, porque en las ciudades grandes hasta el brillo del sol parece que perdiera su pureza; ya no veremos pasar a la hora de la misa a las jovenzuelas cubiertas por negros mantones largos, ni a las viejas mascullando su rosario, porque el progreso ahuyenta la ingenuidad de las sencillas almas; ya no oiremos tampoco al pie de la ventana el rasgueo de las guitarras ni el canto apasionado de los galanes, porque eso sería ridículo frente a la música infernal de los vehículos y ante la seriedad gris de las enormes casas modernas; tampoco veremos la débil casucha de motacú sobre la pampa verde y el imponente silencio de nuestros bosques, será profanado por el estridente chillido de la locomotora.

Yo aplaudo a los que hablan de la riqueza de nuestra tierra, a los que trabajan por atraer la mirada del capital a su fecundo suelo, para que su transformación de pueblo en ciudad se lleve pronto a cabo; pero con profundo egoísmo, quizás con sacrílego egoísmo, declaro que añoraré siempre la rústica hermosura de mi pueblo, su reposo completo, su calma de aldea, que convida a soñar y es fuente inagotable de poesía.

Mi pueblo

Un cielo azul, gloriosamente azul. Una campiña fértil donde se yergue la verde espesura de los montes. Y, a lo lejos, en el fondo, la sierra plomiza ondulando suavemente en el horizonte.

Cerca a las orillas de un río largo, de anchas playas, y sobre un tapiz de arena y grama, se asienta el pueblo como una bandada de palomas blancas.

Sus viviendas coloniales son todas vaciadas en el mismo molde. Los frentes blanqueados de las casas, tienen corredores de alas anchas sostenidas por pilares gruesos, que enfilados, soportan como un largo toldo tendido de esquina a esquina. Sus amplios portales dejan entrever largos y umbrosos zaguanes; y sus ventanas enrejadas, tras las que asoman, de vez en cuando, rostros pálidos con ojos expresivos, evocan idilios y convidan a dulces confidencias.

Por las calles tortuosas, a la hora en que despierta el pueblo, en las mañanas claras, únicas por su sol y por la limpieza del cielo, cuando las campanas llaman, se ve pasar a las devotas cubiertas por negros mantos; y tras ellas, las criaditas paliduchas llevando los reclinatorios. A esa hora, las pesadas y crujientes carretas de madera, arrastradas por bueyes tristes, hunden sus ruedas toscas en la arena de las calles húmeda aún por el rocío.

Al atardecer, cuando llega la brisa suave trayendo un vaho penetrante de los montes, se reúnen al abrigo de los largos corredores las comadres del barrio y las jóvenes emperifolladas: allí hablan de lo que sucede y de lo que no sucede, al par que observan el ir y venir de los peatones. Mientras anochece, suenan lentamente las campanas llenando el ambiente de melancolía.

Y en las noches estrelladas, cuando la luna llena blanquea los tejados y pone sombras raras en las calles, se ven las torres altas de la catedral, erguidas cual dos mastines vigilantes, a cuyo derredor se agrupan las casas como manada de ovejas que descansa.

Las ciudades, como las personas, tienen alma. Hay algo en ellas que vaga sobre sus casas y que se cuela a lo largo de sus calles empapándolo todo y poniendo su sello indeleble sobre las cosas y personas. Algo que da carácter al pueblo, y que marca la primera impresión del forastero. Y así como hemos visto muchos pueblos anodinos, otros se nos han presentado tristes o cansados, alegres u optimistas.

Santa Cruz es un pueblo alegre con rasgos de soñador. Su gente tiene esa alegría de las almas sencillas y esa ingenuidad soñadora de los hombres de tierra adentro.

Allí, el más nimio acontecimiento familiar es pretexto suficiente para organizar el más buIlicioso de los bailes. Y es rara, rarísima la noche en que no se escuche al pie de las ventanas el canto del galán apasionado entre el sonoro bajeo de las guitarras.

No conozco España, pero he oído contar mucho de ella. Santa Cruz es para mí un girón de la hermosura sevillana.

Tiene, como la vieja Andalucía, un cielo azul de magistral pureza; un sol brillante que clarea las mañanas con una luz inconfundible; unas mujeres bellas de andar garboso, de tez pálida y de ojos rasgados, que ponen un tinte morisco a las ventanas enrejadas. Hay también allí costumbres añejas legadas por abuelos españoles; y hasta las viejas beatas y los mendigos harapientos parecen figuras escapadas de los lienzos inmortales de Velázquez.

Para los que vivimos lejos del terruño, en ciudades bulliciosas y bajo cielos teñidos de humo, con calles interminables donde se enfilan fríos los edificios modernos, los recuerdos del terruño, tienen un valor inapreciable. Añoramos la rústica belleza de nuestro pueblo y sentimos algo así como una pena, cuando pensamos que algún día podemos volver a él y encontrar que el progreso ha borrado de dos brochazos la clásica hermosura de su suelo, interrumpiendo la apacible quietud de su ambiente colonial.


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Antología de Ensayos Cruceños 1825-2025: Introducción
Contexto introductorio Se me ha otorgado la oportunidad de hacerle una picardía a la muerte, el sueño de todo ensayista y todo compilador. La chance de antologar ensayos de literatura cruceña de los últimos doscientos años, desde que Santa Cruz se independizara de la corona española. De entre todos los

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Plácido Molina: Las luchas políticas en Santa Cruz
Capítulo 2 de la Antología de Ensayos Cruceños 1825-2025 (Biblioteca Cruceña del Bicentenario)