Stefan Zweig sobre el estado alemán antes de la Primera Guerra Mundial

Contexto Condensado

Ernesto Sabato habla del alemán como un idioma que, cuando tomó el trono del Olimpo de la filosofía, todos estaban enamorados “de su rigor ejemplar, de su solidez sintáctica, de su riqueza”; olvidando que hasta antes de Kant “había sido considerada como una lengua de bárbaros”. Pero después de Kant y Federico II de Prusia: “¡qué preciso, qué férreo! Acero y filosofía. Por una misteriosa asociación de impresiones, el idioma alemán quedaba respaldado por una gran industria pesada y una formidable metafísica”.

Férrea era la poesía de Ernst Lissauer, uno de los poetas más famosos de Alemania antes de la Primera Guerra Mundial por su patriotismo alemán convertido en propaganda, sobre todo por su Canto de odio a Inglaterra, poema que le valió la cima de la literatura antes de la guerra, y luego el ostracismo. Y no sólo porque la gente, después de la Gran Guerra, quiso distanciarse del sentimiento nacionalista que la causó, sino porque Lissauer era judío, y fue desterrado de la patria que tanto amó. Cuenta Stefen Zweig que “lo conocía bien”, que “escribía pequeños poemas concisos y duros y, a pesar de todo, era el hombre más bonachón que quepa imaginar... A pesar de tantas ridiculeces, uno le tomaba cariño a la fuerza, porque era de lo más cordial, amigable, leal y poseído por una devoción casi demoníaca por su arte”.

Hasta el más bonachón puede caer víctima de la propaganda. El patriotismo y el nacionalismo son cosas que apelan a la emoción e incendian corazones que necesitan motivos para incendiarse, porque a su vida les falta fuego y pertenencia, porque les sobra el frío sentimiento de la soledad y les falta vida. Este poeta judío-alemán, en la primera guerra, dice Zweig, “corrió a enlistarse”, pero su físico no lo acompañaba. La traición y la desilusión que debe haber sentido luego del final del conflicto, es para sentir pena. Se cree que todos somos dueños y culpables de nuestros actos, pero no tenemos la culpa de nacer en la cuna en la que nacemos, que mucho condiciona lo que hacemos durante la vida: lugar, tiempo, religión, color de piel, situación financiera, cultura y sociedad... todo esto es al azar. Y no sé si todo el mundo tiene la culpa de que le falte mundo. Lissauer, nacido en Berlín, “era quizás el judío más prusiano o más asimilado a los prusianos que he conocido. No hablaba otra lengua viva y nunca había salido de Alemania. Para él Alemania era el mundo y, cuanto más alemana era una cosa, más le entusiasmaba, creía con más fervor en Alemania que el alemán más creyente”.

Zweig, para su suerte o su mala suerte, no cayó víctima de “esta repentina embriaguez de patriotismo”. Recordemos que Zweig, judío, muere en Petrópolis, Brasil, en 1942, suicidándose junto a su esposa, huyendo del mal cometido por los nazis, que creían que era inevitable que conquiste todo el mundo. La gente, en el mediodía de la Segunda Guerra Mundial, veía la victoria del nacionalismo y el racismo contra los judíos como inexorable; algunos incluso creían que podía cruzar el Atlántico. Es muy difícil imaginar y poder empatizar con ese miedo porque no sé si lo podemos siquiera imaginar; sobre todo hoy, 77 años después de la capitulación alemana. Hoy pensamos las guerras “mundiales” como cosa salvaje del pasado, como cosa que nunca más va a volver a suceder, porque creemos que hemos evolucionado moralmente como especie. Lo mismo pensaba la gente en 1914, al inicio de la Primera Guerra Mundial. El mismo Zweig nos los cuenta (traducción de Agata Orzeszek y Joan Fontcuberta):

Autor: Stefan Zweig

Libro: El Mundo de Ayer (1942)

Capítulo 9: Las Primeras Horas de la Guerra de 1914 (extracto)

...Además, en 1914, después de casi medio siglo de paz, ¿qué sabían las grandes masas de la guerra? No la conocían. Apenas habían pensado en ella. Era una leyenda y precisamente la distancia la había convertido en algo heroico y romántico. Seguían viéndola desde la perspectiva de los libros de texto y de los cuadros de los museos: espectaculares cargas de caballería con flamantes uniformes; el balazo mortal siempre disparado noblemente en medio del corazón; la campaña militar entera era una clamorosa marcha triunfal. «Por Navidad volveremos todos a casa», gritaban a sus madres los reclutas, sonriendo, en agosto de 1914. ¿Quién, en los pueblos y ciudades, recordaba la guerra «de verdad»? A lo sumo, cuatro viejos que en 1866 habían combatido contra Prusia [guerra austro-prusiana], el país aliado de aquel momento, ¡y vaya una guerra más rápida, incruenta y lejana!: una campaña de tres semanas que terminó sin muchas víctimas y antes de haber tomado aliento siquiera. Una veloz excursión al romanticismo, una aventura alocada y varonil: he aquí cómo se imaginaba la guerra el hombre sencillo de 1914, y los jóvenes incluso temían que les faltara este maravilloso y apasionante episodio en su vida; por eso corrieron fogosos a agruparse bajo las banderas, por eso gritaban y cantaban en los trenes que los llevaban al matadero, la roja oleada de sangre corría impetuosa y delirante por la venas de todo el imperio. La generación de 1939, en cambio, ya no se engañaba. Conocía la guerra. Sabía que no era romántica, sino bárbara. Sabía que duraría años y más años, un lapso de tiempo insustituible en la vida. Sabía que los soldados no iban al encuentro del enemigo engalanados con hojas de encina en la cabeza y cintas de colores, sino que holgazaneaban durante semanas en las trincheras y los cuarteles, comidos por los piojos y medio muertos de sed, que los harían añicos y los mutilarían desde lejos sin siquiera haber visto al enemigo cara a cara. Conocían de antemano, a través de los periódicos y el cine, las nuevas artes de aniquilamiento, de una técnica diabólica, sabían que los enormes tanques aplastaban a los heridos que encontraban a su paso y que los aviones despedazaban a mujeres y niños en la cama; sabían que una guerra mundial en el año 1939, gracias a su mecanización inhumana, sería mil veces más vil, brutal y cruel que cualquier otra anterior. Ya nadie de la generación de 1939 creía en la justicia de una guerra querida por Dios, y peor aún: ya nadie creía siquiera en la justicia y en la durabilidad de la paz conseguida por medio de la guerra, pues todavía estaba demasiado vivo el recuerdo de todos los desengaños que había traído la última: miseria en vez de riqueza, amargura en vez de satisfacción, hambre, inflación, revueltas, pérdida de las libertades civiles, esclavitud bajo la férula del Estado, una inseguridad enervante y una desconfianza de todos hacia todos.

He aquí la diferencia. La guerra del 39 tenía un cariz ideológico, se trataba de la libertad, de la preservación de un bien moral; y luchar por una idea hace al hombre duro y decidido. La guerra del 14, en cambio, no sabía de realidades, servía todavía a una ilusión, al sueño de un mundo mejor, justo y en paz. Y sólo la ilusión, no el saber, hace al hombre feliz. Por eso las víctimas de entonces iban alegres y embriagadas al matadero, coronadas de flores y con hojas de encina en los yelmos, y las calles retronaban y resplandecían como si se tratara de una fiesta.

El hecho de que yo no sucumbiera a esta repentina embriaguez de patriotismo no se debió a ninguna sobriedad o clarividencia especiales, sino a la forma de vida que había llevado hasta entonces. Dos días antes me encontraba aún en «tierra enemiga» y así había podido convencerme de que las grandes masas belgas eran tan pacíficas y estaban tan desprevenidas como nuestro pueblo. Además, había llevado una vida cosmopolita durante demasiado tiempo como para poder odiar de la noche a la mañana a un mundo que era tan mío como lo era mi padre. Desde hacía tiempo desconfiaba de la política y, precisamente en los últimos años, en innumerables conversaciones con amigos franceses e italianos, había discutido lo absurdo de la posibilidad de una guerra. En cierto modo, pues, mi desconfianza me había vacunado contra una infección de entusiasmo patriótico y, preparado como estaba contra el ataque febril de las primeras horas, me mantuve firme y decidido a no permitir que una guerra fratricida, provocada por torpes diplomáticos y brutales industrias bélicas, hiciera tambalear mi convicción y fe en la necesaria unidad de Europa.

Me da la impresión de que hoy vemos la guerra de la misma manera que la gente en 1914: como una cosa lejana, como una cosa de libros y películas: en realidad, no la conocemos. Los soldados rusos marcharon a Ucrania pensando lo mismo que hace un siglo: “en tres meses volvemos a casa”. Y muchos piensan y recitan, repito, que es cosa que no puede volver a suceder. Sin embargo, en esta casa ya hemos citado el artículo de Nassim Taleb y Pasqualle Cirilo ¿Cuáles son las chances de una guerra?, de 2016. Luego de estudiar una muestra de 565 enfrentamientos bélicos con un mínimo de 3000 muertos, cada uno, entre el año 1 y el 2015, para resumir, llegaron a la conclusión de que:

Para un conflicto que genera al menos 10 millones de víctimas, un evento menos sangriento que la Primera o la Segunda Guerra Mundial, el tiempo de espera es en promedio de 136 años. Los 70 años de lo que se llama la «Paz Larga» claramente no son suficientes para afirmar mucho sobre la posibilidad de una Tercera Guerra Mundial en un futuro cercano.”

Para que podamos decir que hemos superado nuestra naturaleza beligerante deberían pasar, por lo menos, no 60 años más, porque ahí recién estaríamos en el promedio entre gran guerra y gran guerra, sino, am mindestens, como se dice en alemán, unos 250 años más. En el artículo susodicho incluso citan a Henry Thomas Buckle, que en 1858 cometió el mismo error de algún pensador famoso hoy en día como Steven Pinker, y que yo que no soy famoso he cometido dejándome llevar por lo que otros dicen y por lo que veía cuando mi horizonte de tiempo era cortísimo (un error no tan malo como el de Francis Fukuyama, que predicó El fin de la historia y las guerras ideológicas en 1992). Buckle, en su Historia de la Civilización, escribe:

“Si comparamos un país con otro, encontraremos que durante un período muy largo las guerras han sido cada vez menos frecuentes; y ahora el movimiento está tan claramente marcado, que, hasta el reciente comienzo de las hostilidades, habíamos permanecido en paz durante casi cuarenta años: una circunstancia sin precedentes ... Se plantea la cuestión de cuánta participación han tenido nuestros sentimientos morales en la consecución de esta gran mejora”.

Menos de seis décadas después de esta publicación que dice que nuestros sentimientos morales evolucionan, empezó el período “más asesino en la historia humana”. Y hoy, ni siquiera ocho décadas después del final de las guerras más crueles de nuestra historia, predicamos que somos mejores y que nuestra moral ha cambiado. Pero este error se comete en todos los siglos, no podemos culparnos.

No obstante, ¿dónde estábamos? Vuelvo a Prusia, que de Prusia hablamos un poco en el capítulo con Sabato, que nombraba a Federico el Grande, gran impulsor del sentimiento alemán, aunque haya estudiado y escrito en francés. Luego de su muerte, el nacionalismo y el orgullo alemán comienzan a perforar con firmeza lo que hoy conocemos como Alemania, que entonces, antes de ser una confederación, era un territorio desmembrado en varios gobiernos, la mayoría dependientes del Sacro Imperio Romano Germánico.

Hoy vemos repetirse muchos errores cometidos en esa época de ostentoso y altanero patriotismo. Hoy vemos un resurgir de los nacionalismos peligrosos, del patriotismo de gente que no ha salido del patio de su casa (¿patiotismo?), gente a la que “le falta mundo”—como bien describe Zweig que se sentía comparado con sus amigos—, gente que piensa en la guerra como en 1914, como algo romántico, como un deber, con aires de superioridad y ganas de conquista. Los que han perdido la memoria, los que no han leído historia, algunos de ellos piden a gritos una guerra (civil o con otros países). Pero no tienen idea de lo que desean, a no ser que hayan ido a la guerra antes, y en ese caso ya están locos. Igual, locos y guerras son inevitables, y lo único que podemos hacer es prepararnos para convivir con ellos. Es fácil pedir una guerra en la que uno no va a arriesgar su vida.

Vuelvo al patriotismo, y a Zweig, y decime si lo que escribe el año de su muerte, hace ochenta años, no se parece a algunos lugares y a algunas cosas que vemos hoy (a los que tenemos acceso inmediato gracias al internet, cosa que antes no se podía). He aquí el poder de la propaganda y del propagar cosas que no son ciertas, a.k.a. fake news (que existen desde siempre, no desde internet). Y he aquí la conexión entre el prestigio de cierta lengua, sobre la que filosofaba Sabato, y el nacionalismo y el patriotismo, causas de guerras entre países. Sabato cuenta que “al nacionalismo francés comenzaba a oponerse el nacionalismo alemán”—esta es la forma en la que se hizo esta oposición a principios del siglo 20 en el Deutsches Reich, el Imperio Alemán que duró hasta 1945. El resto de la historia la conocemos de memoria, pero la creemos superada 🤷🏽‍♂️.

En consecuencia, desde el primer momento, en mi fuero interno me sentí seguro como ciudadano del mundo; más difícil me resultó encontrar la actitud idónea como ciudadano de una nación. Aunque había cumplido los treinta y dos años, de momento no tenía ninguna obligación militar, porque en todas las revisiones me habían declarado inútil, algo de lo que en su momento me había alegrado de corazón. En primer lugar, el haber pasado a la reserva me ahorró todo un año que habría desperdiciado estúpidamente en el servicio militar y, en segundo lugar, me parecía un criminal anacronismo que, en el siglo XX, se adiestrara a las personas en el manejo de instrumentos homicidas. La actitud correcta para un hombre de mis convicciones habría sido declararme conscientious objector, algo que en Austria, al contrario que en Inglaterra, estaba castigado con las más duras penas imaginables y requería un auténtico espíritu de mártir. Debo decir, y no me avergüenza confesar públicamente este defecto, que el heroísmo no forma parte de mi carácter. En todas las situaciones peligrosas, mi actitud natural ha sido siempre la de esquivarlas y en más de una ocasión tuve que tragarme el reproche, quizá justificado, de persona indecisa, que tantas veces le habían hecho también a mi venerado maestro de un siglo ajeno, Erasmo de Rotterdam. Por otro lado, en aquella época resultaba igualmente insoportable para un hombre relativamente joven esperar a que lo sacaran de la oscuridad para dejarlo en algún lugar que no le correspondía. De modo que busqué una actividad en la que pudiera hacer algo sin parecer un agitador, y la circunstancia de que un amigo, oficial de alta graduación, trabajara en el Archivo [de guerra] hizo posible que me emplearan allí. Tenía que prestar servicio en la biblioteca, para lo cual resultaba útil mi conocimiento de lenguas, y también corregir estilísticamente muchos comunicados dirigidos al público. Desde luego no era una actividad gloriosa, lo reconozco de buen grado, pero sí algo que a mí personalmente me parecía más adecuado que clavar una bayoneta en las tripas de un campesino ruso. No obstante, lo que acabó por decidirme a aceptarlo fue el hecho de que al terminar la jornada de aquel servicio no demasiado fatigoso, me quedaba tiempo para dedicarlo a otro que para mí era el más importante en aquella guerra: el servicio al futuro entendimiento mutuo.

Más difícil que mi situación oficial era la que ocupaba en mi círculo de amigos. Con poca formación europea, viviendo en un horizonte plenamente alemán, la mayoría de nuestros escritores creía que su mejor contribución consistía en alimentar el entusiasmo de las masas y en cimentar la presunta belleza de la guerra con llamadas poéticas o ideologías científicas. Casi todos los escritores alemanes, con Hauptmann y Dehmel a la cabeza, se creían obligados, como los bardos en épocas protogermánicas, a enardecer a los guerreros con canciones e himnos rúnicos para que entregaran sus vidas con entusiasmo. Llovían en abundancia los poemas que rimaban krieg (guerra) con sieg (victoria) y not (penuria) con tod (muerte). Los escritores juraron solemnemente que jamás volverían a tener relación cultural con ningún francés ni inglés, y más aún: de la noche a la mañana negaron que hubiera existido nunca una cultura inglesa y una cultura francesa. Todo aquello era inferior y fútil comparado con la esencia alemana, el arte alemán y el modo de ser alemán. Los eruditos fueron aún más severos. De repente, los filósofos no conocían otra sabiduría que la de explicar la guerra como un benéfico «baño de aguas ferruginosas» que guardaba del decaimiento a las fuerzas de los pueblos. Los apoyaban los médicos, los cuales elogiaban tanto sus prótesis, que uno casi tenía ganas de amputarse una pierna sana y sustituirla por otra artificial. Los sacerdotes de todas las confesiones tampoco querían quedar rezagados y se unían al coro; a veces era como oír a una horda de poseídos, pero en realidad eran los mismos a los que, una semana o un mes antes, admirábamos por su sentido común, su fuerte personalidad y su actitud humana.

Ahora bien, lo más estremecedor de ese desvarío era la sinceridad de la mayoría de estos hombres. Los más, demasiado viejos o físicamente ineptos para el servicio militar, se creían honestamente obligados a colaborar con cualquier «servicio». Todo lo que habían creado lo debían a la lengua y, por lo tanto, al pueblo. Y, así, querían servir al pueblo a través de la lengua y le daban a oír lo que quería oír: que en aquella guerra la justicia se inclinaba únicamente de su lado y la injusticia del de los demás, que Alemania ganaría y los adversarios sucumbirían ignominiosamente... Y todo ello sin pensar ni por un momento en que de este modo traicionaban la verdadera misión del escritor, que consiste en defender y proteger lo común y universal en el hombre. Algunos, cierto, pronto experimentaron el amargo sabor del hastío de sus propias palabras, cuando se evaporó el aguardiente del primer entusiasmo. Pero en aquellos primeros meses se oía más a los que vociferaban con más furia y por eso cantaban y gritaban, aquí y allí, en un coro chillón.

Para mí, el caso más típico y trágico de aquel éxtasis a la vez sincero e insensato fue el de Ernst Lissauer. Lo conocía bien. Escribía pequeños poemas concisos y duros y, a pesar de todo, era el hombre más bonachón que quepa imaginar. Todavía hoy recuerdo que tuve que morderme la lengua para reprimir una sonrisa la primera vez que me visitó. Maquinalmente me lo había imaginado como un joven delgado, fuerte y huesudo, en consonancia con sus versos lapidarios alemanes que en todo buscaban la máxima concisión. Pero la persona que entró balanceándose en mi habitación era un hombrecito corpulento, gordo como un tonel, de cara simpática sobre una doble papada, rebosante de celo y de amor propio, que tartamudeaba a veces, obsesionado por la poesía e imparable cuando se proponía citar y recitar sus versos. A pesar de tantas ridiculeces, uno le tomaba cariño a la fuerza, porque era de lo más cordial, amigable, leal y poseído por una devoción casi demoníaca por su arte. Procedía de una familia alemana acaudalada, se había educado en el instituto [que llevaba el nombre del segundo rey de Prusia] «Federico Guillermo» de Berlín y era quizás el judío más prusiano o más asimilado a los prusianos que he conocido. No hablaba otra lengua viva y nunca había salido de Alemania. Para él Alemania era el mundo y, cuanto más alemana era una cosa, más le entusiasmaba. Sus héroes eran Yorck, Lutero y Stein, y su tema preferido era la guerra de la independencia alemana; a Bach, su dios de la música, lo interpretaba a la perfección a pesar de sus dedos cortos, gordos y fofos. Nadie conocía la lírica alemana mejor que él, nadie estaba más enamorado y cautivado que él por la lengua alemana: como muchos judíos cuyas familias se habían integrado tarde en la cultura alemana, creía con más fervor en Alemania que el alemán más creyente.

Cuando estalló la guerra, lo primero que hizo fue correr al cuartel para alistarse como voluntario. Me imagino la carcajada del sargento mayor y del cabo cuando aquella gruesa mole subió jadeando las escaleras. En seguida lo despacharon. Lissauer estaba desesperado, pero, como los demás, quiso servir entonces a Alemania al menos con la poesía. Para él era una verdad más que garantizada todo cuanto publicaban los periódicos alemanes y lo que decían los comunicados de guerra alemanes. Su país había sido atacado y el peor criminal era, según la escenificación difundida desde la Wilhelmstrasse, aquel pérfido lord Grey, ministro de Asuntos Exteriores inglés. El sentimiento de que Inglaterra era la principal culpable de la guerra contra Alemania lo expresó en un Canto de odio a Inglaterra, un poema que, no lo tengo delante de mí, en versos duros, concisos y expresivos elevaba el odio hacia Inglaterra a la condición de un juramento eterno de no perdonarla jamás por su «crimen». Fatalmente pronto se hizo evidente lo fácil que resulta trabajar con el odio (aquel judío rechoncho y obcecado, Lissauer, se anticipó al ejemplo de Hitler). El poema cayó como una bomba en un depósito de municiones. Quizá nunca otro poema, ni siquiera Guardia a orillas del Rhin, corrió en Alemania de boca en boca tan deprisa como el famoso Canto de odio a Inglaterra. El emperador estaba entusiasmado con él y concedió a Lissauer la Cruz del Águila Roja, todos los periódicos publicaron el poema, los maestros lo leían a los niños en las escuelas, los oficiales mandaban formar a los soldados y se lo recitaban, hasta que todo el mundo acabó por aprenderse de memoria aquella letanía de odio. Pero no fue suficiente. El poemita, musicalizado y adaptado para coro, se representó en los teatros; entre los setenta millones de alemanes pronto no había ni uno que no supiera el Canto de odio a Inglaterra de cabo a rabo, como también pronto lo supo el mundo entero (aunque, claro está, con menos entusiasmo). De la noche a la mañana, Ernst Lissauer conoció la fama más ardiente que ningún otro poeta consiguiera en aquella guerra: una fama, por cierto, que lo quemó como la túnica de Neso, porque, justo al terminar la guerra y cuando los comerciantes quisieron volver a hacer negocio, los políticos se apresuraron honradamente a llegar a un acuerdo e hicieron lo posible para desmentir aquel poema que fomentaba la enemistad eterna con Inglaterra. Y para librarse de la parte de culpa que les correspondía, pusieron en la picota al pobre «Lissauer del odio», acusándolo públicamente de ser el único culpable de la insensata histeria de odio que en 1914 habían compartido todos, del primero al último. En 1919 le volvieron la espalda todos aquellos que en 1914 lo habían elogiado. Los periódicos no volvieron a publicar su poema; cuando Lissauer se presentaba ante sus colegas, se hacía un silencio de consternación. Después, abandonado por todos, Hitler lo desterró de la Alemania que él había amado con todas las fibras de su ser y murió olvidado, trágica víctima de un poema que lo había encumbrado tanto para luego hundirlo más todavía.

Tal como Lissauer eran todos los demás. Sus sentimientos eran sinceros y también lo eran sus intenciones, como las de todos aquellos escritores, profesores y patriotas de última hora. No lo niego. Pero no se tardó mucho en ver el terrible daño que causaron con su apología de la guerra y sus orgías de odio. En 1914 todos los países beligerantes se encontraban ya de por sí en un tremendo estado de sobre excitación; el peor rumor en seguida se convertía en verdad y la calumnia más absurda era creída a pies juntillas. Docenas de personas juraban en Alemania que justo antes de estallar la guerra habían visto con sus propios ojos automóviles cargados de oro que iban de Francia a Rusia; las historias sobre ojos vaciados y manos cortadas, que en todas las guerras empiezan a circular puntualmente al tercer o cuarto día, llenaban los periódicos. Ah, los ignorantes que difundían tales mentiras no sabían que la técnica de culpar a los soldados enemigos de todas las crueldades imaginables forma parte del material bélico tanto como la munición y los aviones, y que se sacan regularmente de los arsenales en todas las guerras. No se puede armonizar la guerra con la razón y el sentimiento de justicia. La guerra, que necesita de un estado de exaltación sentimental, exige entusiasmo por la causa propia y el odio al enemigo...


Cf.:

Ernesto Sabato sobre el prestigio de ciertas lenguas (featuring Prusia)
Las razones que se invocan para probar la superioridad de una lengua son prejuicios, deseos y peticiones de principio. Y, en última instancia, están afectivamente determinadas por el orgullo nacional o por la tímida admiración que los pueblos chicos sienten por los grandes.
Francisco Pi y Margall: federalismo, localismo, libertad y Proudhon
Está muy en boga una teoría: la de las nacionalidades. Créese que la naturaleza y la historia determinan a una los límites de los diversos pueblos que ha de haber en el mundo, y que la tarea política de hoy consiste en reducirlos a esas fronteras o restituírselas. Esta teoría ¿es verdadera?

#alemán#Alemania#guerra y paz#autobiografía