Mary Shelley: el escape de Frankenstein

Contexto Condensado

Mary Goodwin Shelley empezó a escribir Frankenstein, obra considerada como la primera historia de ciencia ficción de la era moderna, cuando tenía apenas 19 años, en 1816, y en medio de circunstancias fantásticas: después de vivir un tiempo junto al que fue su marido, el poeta Percy Shelley, en casa de Lord Byron, en Ginebra, huyendo del frío infernal provocado en Europa por la erupción del volcán Tambora, en Indonesia, y del calor infernal de los chismes sobre su relación con Shelley. Cuando empezaron a juntarse, Shelley estaba casado. Se casaron, con Mary embrazada, poco después de recuperar del agua el cuerpo de la ex mujer, que se había suicidado. Su relación estuvo marcada por más polémicas y chismes, para los que no alcanza el tiempo ni el espacio en este texto. Su relación con su padre fue también conflictiva. Y su madre, precursora del feminismo, Mary Wollstonecraft, murió 11 días después de dar a luz a su hija, por complicaciones del parto. Vale decir que Mary sabía de alienación, de ostracismo, de sentirse un algo dañino, de sentir que a veces no encajaba con su alrededor, de exigir desesperadamente bendiciones a nuestros creadores, de hacerles reclamos, y de empatizar con los seres que conocen el infierno.

El capítulo que leemos a continuación es uno de los más filosóficos y profundos que tiene Frankenstein, donde el alma de la autora se impregna en la tinta, en las letras, y en el porvenir.

Antes de leerlo, un par de notas técnicas: la novela se publicó primero en 1818; anónimamente, claro, porque Mary era mujer y porque la historia era rara, y cruda. En 1823 apareció con su nombre, después del éxito de una adaptación al teatro. Y en 1831 salió una nueva versión aumentada, cambiada, reescrita por motivos que ella misma explicó en el prefacio. La edición original nació dividida en 3 volúmenes: el capítulo a continuación es el noveno y último del segundo volumen. En la edición de 1831, el libro no tiene volúmenes y se expande en el capítulo primero (dividiéndolo en dos), haciendo de este el capítulo 17, que es casi, casi exactamente igual al original. Excepto por los últimos 3 párrafos, que son acortados y cambiados por uno solo. En la reedición muere una de las citas más lindas del libro, una que hace Mary Shelley de la Divina Comedia de Dante. Sobra decir que aquí, que tanto me gusta perseguir y conectar citas, traigo para compartir la versión de 1818.

And if you cry, it's ok.

Autora: Mary Shelley

Novela: Frankenstein, o el Moderno Prometeo (1818)

Volumen 2, capítulo 9

La criatura terminó de hablar, y me miró fijamente esperando una respuesta. Pero yo me hallaba desconcertado, perplejo, incapaz de ordenar mis ideas lo suficiente como para entender la transcendencia de lo que me proponía.

–Debes crear para mí una compañera, con la cual pueda vivir intercambiando el afecto que necesito para poder existir. Esto sólo lo puedes hacer tú, y te lo exijo como un derecho que no puedes negarme.

La parte final de su narración había vuelto a reavivar en mí la ira que se me había ido calmando mientras contaba su tranquila existencia con los habitantes de la casita. Cuando dijo esto no pude contener mi furor.

–Pues sí, me niego –contesté–, y ninguna tortura conseguirá que acceda. Podrás convertirme en el más desdichado de los hombres, pero no lograrás que me desprecie a mí mismo. ¿Crees que podría crear otro ser como tú, para que uniendo vuestras fuerzas arraséis el mundo? ¡Aléjate! Te he contestado; podrás torturarme, ¡pero jamás consentiré!

–Te equivocas contestó el malvado ser–; pero, en vez de amenazarte, estoy dispuesto a razonar contigo. Soy un malvado porque no soy feliz; ¿acaso no me desprecia y odia toda la humanidad? Tú, mi creador, quisieras destruirme, y lo llamarías triunfar. Recuérdalo, y dime, pues, ¿por qué debo tener yo para con el hombre más piedad de la que él tiene para conmigo? No sería para ti un crimen, si me pudieras arrojar a uno de esos abismos, y destrozar la obra que con tus propias manos creaste. ¿Debo, pues, respetar al hombre cuando éste me condena? Que conviva en paz conmigo, y yo, en vez de daño, le haría todo el bien que pudiera, llorando de gratitud ante su aceptación. Mas no, eso es imposible; los sentidos humanos son barreras infranqueables que impiden nuestra unión. Pero mi sometimiento no será el del abatido esclavo. Me vengaré de mis sufrimientos; si no puedo inspirar amor, desencadenaré el miedo; y especialmente a ti, mi supremo enemigo, por ser mi creador, te juro odio eterno. Ten cuidado: me dedicaré por entero a la labor de destruirte, y no cejaré hasta que te seque el corazón, y maldigas la hora en que naciste.

Una ira demoníaca lo dominaba mientras decía esto; tenía la cara contraída con una mueca demasiado horrenda como para que ningún ser humano le pudiera contemplar. Al rato se calmó, y prosiguió.

–Tengo la intención de razonar contigo. Esta rabia me es perjudicial, pues tú no entiendes que eres el culpable. Si alguien tuviera para conmigo sentimientos de benevolencia, yo se los devolvería centuplicados; con que existiera este único ser, sería capaz de hacer una tregua con toda la humanidad. Pero ahora me recreo soñando dichas imposibles. Lo que te pido es razonable y justo; te exijo una criatura del otro sexo, tan horripilante como yo: es un consuelo bien pequeño, pero no puedo pedir más, y con eso me conformo. Cierto es que seremos monstruos, aislados del resto del mundo, pero eso precisamente nos hará estar más unidos el uno al otro. Nuestra existencia no será feliz, pero sí inofensiva, y se hallará exenta del sufrimiento que ahora padezco. ¡Creador mío!, hazme feliz; dame la oportunidad de tener que agradecer un acto bueno para conmigo; déjame comprobar que inspiro la simpatía de algún ser humano; no me niegues lo que te pido.

Me convenció. Sentía escalofríos al pensar en las posibles consecuencias que se derivarían si accedía a su petición, pero pensaba que su argumento no estaba del todo falto de justicia. Su narración, y los sentimientos que ahora expresaba, demostraban que era una criatura de sentimientos elevados, ¿y no le debía yo, como su creador, toda la felicidad que pudiera proporcionarle? Él advirtió el cambio que experimentaban mis sentimientos y continuó:

–Si accedes, ni tú ni ningún otro ser humano nos volverá a ver. Me iré a las enormes llanuras de Sudamérica. Mi alimento no es el mismo que el del hombre; yo no destruyo al cordero o al cabritilla para saciar mi hambre; las bayas y las bellotas son suficiente alimento para mí. Mi compañera será idéntica a mí, y sabrá contentarse con mi misma suerte. Hojas secas formarán nuestro lecho; el sol brillará para nosotros igual que para los demás mortales, y madurará nuestros alimentos. La escena que te describo es tranquila y humana, y debes admitir que, si te niegas, mostrarías una deliberada crueldad y tiranía. Despiadado como te has mostrado hasta ahora conmigo, veo sin embargo un destello de compasión en tu mirada; déjame aprovechar este momento favorable, para arrancarte la promesa de que harás lo que tan ardientemente deseo.

–Te propones –le contesté– abandonar los lugares donde habita el hombre, y vivir en parajes inhóspitos donde las bestias serán tus únicas compañeras. ¿Cómo podrás soportar tú este exilio, tú que ansías el cariño y la comprensión de los hombres? Volverás de nuevo, en busca de su afecto, y te volverán a despreciar; renacerá en ti la maldad, y entonces tendrás una compañera que te ayudará en tu labor destructora. No puede ser; deja de insistir porque no puedo acceder.

–¡Qué inestables son tus sentimientos! Hace sólo un momento te sentías conmovido, ¿por qué de nuevo ahora te vuelves atrás y te endureces contra mis súplicas? Te juro, por esta tierra en la que habito, y por ti, mi creador, que si me das la compañera que te pido, abandonaré la vecindad de los hombres, y para ello habitaré, si es preciso, los lugares más salvajes de la Tierra. No habrá lugar para instintos de maldad, pues tendré comprensión, mi vida transcurrirá tranquila y, a la hora de la muerte, no tendré que maldecir a mi creador.

Sus palabras suscitaron en mí una sensación extraña. Le compadecía, y hasta llegaba en algún momento a querer consolarlo; pero cuando lo miraba, cuando veía esa masa inmunda que hablaba y se movía, me invadía la repugnancia, y mis compasivos sentimientos se tornaban en horror y odio. Intentaba sofocar esta sensación; pensaba que, ya que no podía tenerle ningún afecto, no tenía derecho a denegarle la pequeña parte de felicidad que estaba en mi mano concederle.

–Juras le dije– que no causarás más daños; ¿no has demostrado ya un grado de maldad que debiera, con razón, hacerme desconfiar de ti? ¿No será esto una trampa que aumentará tu triunfo, al otorgarte mayores posibilidades de venganza?

–¿Pero cómo? Creí haberte conmovido, y, sin embargo, sigues negándote a concederme lo único que amansaría mi corazón y me haría inofensivo. Si no estoy ligado a nadie ni amo a nadie, el vicio y el crimen deberán ser, forzosamente, mi objetivo. El cariño de otra persona destruiría la razón de ser de mis crímenes, y me convertiría en algo cuya existencia todos desconocerían. Mis vicios son los vástagos de una soledad impuesta y que aborrezco; y mis virtudes surgirían necesariamente cuando viviera en armonía con un semejante. Sentiría el afecto de otro ser y me incorporaría a la cadena de existencia y sucesos de la cual ahora quedo excluido.

Reflexioné un rato sobre todo lo que me había dicho y sobre los diversos argumentos que había esgrimido. Pensé en la actitud prometedora de la que había dado muestras al comienzo de su existencia, y en la degradación posterior que habían sufrido sus cualidades a causa del desprecio y odio que sus protectores le demostraron. No olvidé en mis reflexiones su fuerza y sus amenazas; un ser capaz de habitar en las cuevas de los glaciares, y de zafarse de sus perseguidores entre las crestas de los abismos inaccesibles, poseía unas facultades con las cuales sería inútil intentar competir. Tras un largo rato de meditación, llegué al convencimiento de que acceder a lo que me pedía era algo que les debía a él y a mis semejantes. Consecuentemente, volviéndome hacia él, le dije:

–Accedo a la petición, bajo la solemne promesa de que abandonarás para siempre Europa, y de que evitarás cualquier otro lugar que el hombre frecuente, en cuanto te entregue la compañera que habrá de seguirte al exilio.

–¡Juro –gritó–, por el sol y por el cielo azul, que si escuchas mis súplicas jamás me volverás a ver mientras ellos existan! Parte hacia tu casa y comienza tu labor; seguiré tu proceso con inexpresable ansiedad. Y no temas; cuando hayas concluido, yo estaré allí.

No bien hubo terminado de hablar cuando me abandonó, temeroso quizá de que cambiara de nuevo mi decisión. Lo vi bajar por la montaña más rápido que el vuelo de un águila, y pronto lo perdí de vista entre las ondulaciones del mar de hielo. Su narración había durado todo el día, y el sol estaba a punto de ponerse cuando se marchó. Sabía que debía apresurarme a emprender mi descenso hacia el valle, pues pronto me envolvería la oscuridad, pero un gran peso me oprimía el corazón y lastraba mis pasos. El esfuerzo que tenía que hacer para caminar por los serpenteantes senderos de la montaña sin escurrirme me absorbía, aun con lo turbado que estaba por los sucesos que se habían producido durante aquella jornada. Ya muy entrada la noche, llegué al albergue situado a medio camino, y me senté junto a la fuente. Las estrellas brillaban intermitentemente, cuando no las ocultaban las nubes; los oscuros pinos se erguían ante mí, y aquí y allá se veían troncos tendidos por el hielo: era una escena de imponente solemnidad, que removió en mí extraños pensamientos. Lloré amargamente; y, juntando las manos con desesperación, exclamé:

–¡Estrellas, nubes, vientos!, ¡os queréis burlar de mí!: si en verdad me compadecéis, libradme de mis sensaciones y mis recuerdos; dejadme que me hunda en la nada; si no, alejaos, alejaos y sumidme en las tinieblas.

Eran éstos pensamientos absurdos y desesperados, pero me es imposible describir cuánto me hacía sufrir el centelleo de las estrellas, ni cómo esperaba que cada ráfaga de viento fuera un aborrecible siroco que viniera a consumirme.

Amaneció antes de que yo llegara a la aldea de Chamonix; mi aspecto cansado y extraño no contribuyó a sosegar a mi familia, que había pasado la noche en pie aguardando ansiosamente mi regreso. Volvimos a Ginebra al día siguiente. La intención de mi padre al venir había sido la de distraerme y devolverme la tranquilidad perdida, pero la medicina había tenido resultados nefastos. Al no poder entender la gran tristeza que parecía embargarme, se apresuró a organizar la vuelta a casa, confiando en que la paz y la monotonía de la vida familiar aliviaran mis sufrimientos, cualesquiera que fueran sus causas.

En cuanto a mí, permanecí al margen de todos sus preparativos; incluso el dulce cariño de mi querida Elizabeth era insuficiente para sacarme del abismo de mi desesperación. Pesaba sobre mí la promesa que le había hecho a aquel demonio, como la capucha de hierro que llevaban los infernales hipócritas de Dante. Todas las maravillas del cielo y de la tierra pasaban ante mí como un sueño, y un único pensamiento constituía la realidad. ¿Es de sorprender, pues, que a veces me invadiera un estado de demencia, o que continuamente viera a mi alrededor una multitud de repugnantes animales que me infligían torturas incesantes y a menudo me arrancaban horribles y amargos chillidos? No obstante, poco a poco, estos sentimientos se fueron calmando. De nuevo me incorporé a la vida cotidiana, si no con interés; sí al menos con cierto grado de tranquilidad.

[Fin del Volumen 2]


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