Oscar Wilde: el pasado es la clave del futuro, y la forma de estudiarlo también (ft. Lourdes Pascual y Tucídides)

Contexto Condensado

Esta vez, el contexto viene de la mano de la traductora de este ensayo, Lourdes Pascual Gargallo, quien escribiera esta introducción hace 18 años, en agosto de 2006, para la publicación hecha por Ellago Ediciones desde un municipio de España llamado Castellón, un poquito al norte de Valencia. Abajo leemos, no su traducción, sino una propia, hecha en esta casa, porque esta serie será publicada como libro físico, y una traducción ajena requiere derechos de autor (más sobre esto, más adelante).

Prólogo de Lourdes Pascual Gargallo

It is to criticism that the future belongs
(Oscar Wilde, The critic as an artistIntentions, 1891)

Algunos autores han afirmado que las obras de Oscar Wilde no necesitan ninguna introducción porque se explican a sí mismas. Por este motivo, dicen, siempre suponen un reto para la ingenuidad de editores y comentaristas y, en mi opinión, este reto se ve acrecentado cuando la introducción se escribe desde el punto de vista de la traductora, como es el caso. Ítalo Calvino asevera que «traducir es la manera de leer de verdad un texto», y, por ello, a pesar de las recomendaciones sobre lo contrario, me atreveré a aportar algunos apuntes y notas marginales que fui realizando durante la lectura y la traducción de este ensayo. Estas anotaciones personales, que empezaron como un intento de estudiar el contexto, la estructura y el estilo, se convirtieron para mí en un testimonio de la brillantez de esta obra tan breve como densa y compleja. En cada una de ellas, me descubro cautivada ante la elegancia y la sutileza del texto, ante la habilidad y la profesionalidad del autor, ante la profundidad y el conocimiento de causa con que se trata la materia. Así pues, considero imprescindible rendir el debido tributo de honor a un escritor que se caracterizó por su búsqueda constante de la verdad y por poseer la misma iluminación intelectual que él atribuye a los antiguos habitantes de Grecia.

Oscar Wilde nació el 16 de octubre de 1854 en Dublín. Entre 1871 y 1874 asistió al Trinity College, donde fue un destacado estudiante y ganó diversos premios, incluyendo la Berkeley Gold Medal for Greek. Esta condecoración era el reconocimiento más elevado que se podía conceder a los estudiantes de griego y latín del Trinity College. Posteriormente, se le concedió una beca para estudiar en el Magdalen College de Oxford. The Rise of Historical Criticism vio la luz en 1879. Wilde presentó el texto al premio de ensayo Chancellor’s English Essay Prize de Oxford bajo el título Historical Criticism amongst the Ancients («El Criticismo Histórico entre los antiguos»), pero el jurado no lo consideró merecedor de tal distinción. Como el espíritu griego, el ensayo permaneció olvidado durante años, hasta después del fallecimiento del autor.

Tras la muerte de Wilde en 1900, su gran amigo Robert Ross, cuyas cenizas descansan junto a las del escritor en su tumba de Père Lachaise, se convirtió en su albacea literario y en editor de sus obras. Esta tarea no fue fácil porque significó localizar y adquirir los derechos de todos los textos de Wilde, que se habían vendido junto con todas sus pertenencias cuando el autor se declaró en bancarrota. Ross tuvo que luchar también contra la proliferación de obras de Wilde en el mercado negro que se produjo tras su arresto, y especialmente contra la publicación de libros, normalmente de temática erótica, que el autor no había escrito pero que se publicaron ilegalmente bajo su nombre.

The Rise of Historical Criticism apareció por primera vez, incompleto, en 1905, en un volumen denominado Miscellanies. En concreto, el fragmento que se publicó corresponde a la cuarta parte de la versión que ahora presenta Ellago Ediciones. Robert Ross explica en la introducción que, al parecer, cuando Miscellanies ya estaba en prensa, descubrió las partes restantes del ensayo escritas del puño y letra del autor. Además de este hecho, como prueba añadida de la autenticidad del manuscrito Ross aporta la referencia a un pasaje concreto de la obra, que identifica como característico de Wilde:

For, it was in vain that the middle ages strove to guard the buried spirit of progress. When the dawn of the Greek spirit arose, the sepulchre was empty, the grave clothes laid aside. Humanity had risen from the dead.

El texto íntegro de The Rise of Historical Criticism apareció por primera vez en 1908, en la primera edición de las obras completas de Oscar Wilde en 14 volúmenes editada por Ross y publicada por Methuen. En la edición de 1966 de Collins, cuyo prólogo fue escrito por Vyvyen Holland, hijo del autor, Ross afirma acerca de este ensayo que es una obra muy temprana, aunque singularmente avanzada y madura, y que posiblemente fue escrita cuando Wilde se hallaba o bien en Dublín o bien en Oxford. Además, insiste en que la obra tiene un carácter singular que la diferencia del resto de la producción del autor como dramaturgo y pone de manifiesto que en ocasiones su interpretación es oscura. Según explica, tuvo que recurrir a especialistas para que establecieran la autenticidad del texto y corrigieran las pruebas, porque parece ser que una persona o personas desconocidas habían publicado el ensayo de forma ilegal.

El valor de este texto que ahora presentamos radica en que es una de las obras más desconocidas del autor y que apenas ha tenido difusión en nuestro país. Además, por tratarse de una obra de juventud, es un compendio de todos los motivos que aparecerán de manera recurrente en su obra posterior, entre los cuales destacan la búsqueda de la verdad, la firme apuesta por los postulados de la antigüedad griega como forma de vida y, sobre todo, su faceta como crítico.

En concreto, el ensayo se centra en la crítica de la Historia. La Historiografía alcanzó su perfección científica durante el siglo XIX, que ha sido denominado «el siglo de la Historia». Sin embargo, el interés del ser humano por conocer sus raíces ya proviene de la antigüedad, y Oscar Wilde se dedicó a recoger una tradición cultural que formaba parte de la civilización de Occidente. The Rise of Historical Criticism refleja el nacimiento de uno de los métodos que se utiliza para la investigación histórica, el Criticismo Histórico, y su evolución posterior, y focaliza nuestra atención muy especialmente en las épocas griega y romana, de las cuales, como ya hemos visto, Wilde era un gran conocedor.

El autor aborda en esta obra dos de los puntos que más interés han suscitado en Historiografía y que han sido fuente de acalorados debates a lo largo del tiempo: los métodos de investigación histórica y la pregunta sobre el sentido total que tiene la Historia, a la cual intentó dar respuesta la Filosofía de la Historia. La finalidad principal de la Historia, como exigencia científica, es la búsqueda de la verdad en la reconstrucción del pasado, y la metodología de la investigación histórica dicta precisamente las reglas para la búsqueda de esta verdad. Por su parte, la Filosofía de la Historia se cuestiona cuál es la unidad más adecuada para estudiar el pasado del ser humano (el individuo, la ciudad, la civilización, la especie...) y qué patrones podemos distinguir en el estudio de nuestro pasado (progreso, ciclos...).

El ensayo se divide en cuatro partes. En la primera, el autor comienza destacando el gran valor del Criticismo Histórico como factor de progreso en la Historia de la humanidad y subraya por encima de todo la importancia de la metodología que lo sustenta. Adscribe su origen a la civilización griega, y para estudiar su evolución distingue entre la Historia sagrada y la Historia profana. En cada caso, proporciona una relación de los autores cuyas aportaciones contribuyeron al progreso del Criticismo Histórico. Esta estructura (presentación de una idea y aportación de los autores que la abordaron) se mantiene a lo largo de todo el texto.

La segunda parte del ensayo se centra en el tratamiento que el Criticismo Histórico proporcionó al mito y la leyenda en la esfera de la Historia sagrada y subraya la evolución desde la fe hasta la ciencia que experimentó la sociedad griega. Seguidamente, pasa a tratar la presencia en la Historia profana del Criticismo Histórico y reflexiona sobre su espíritu racionalista.

En la tercera parte se abordan el origen de la sociedad y la Filosofía de la Historia. Wilde pondera aquí la cientificidad de diferentes métodos de investigación, compara diversas teorías sobre la génesis de la humanidad y resalta la importancia de los conceptos de ley y orden y de causa y efecto.

En la cuarta y última parte, el autor establece cuáles son las premisas que debe seguir el estudio científico de la Historia. A modo de conclusión, Wilde avanza desde Grecia hasta la civilización romana, de la cual destaca la ausencia total de método en su investigación histórica y su nula contribución al progreso intelectual, que se extendió a la Edad Media. Tras ella, el Renacimiento supuso un retornar a las formas de pensar griegas, y en su progresión temporal llega hasta la sociedad de su época («nosotros, ‘los modernos’»), a la cual censura que apenas haya aportado ningún método nuevo a la ciencia del Criticismo Histórico. En último lugar, propone honrar a los pioneros, la civilización griega, cuyo legado más importante, fundamental para nuestros días, fue el espíritu crítico.

Cerraré esta introducción con algunos apuntes acerca de la traducción de The Rise of Historical Criticism, que he titulado La aparición del Criticismo Histórico. El original en que nos basamos para realizarla es el publicado en 1999 dentro del volumen Collins Complete Works of Oscar Wilde. Centenary Edition, de la editorial Harper Collins.

El principal escollo que planteó la traducción provenía del nivel de erudición del ensayo, de los vastísimos conocimientos clásicos que el autor plasma sobre el papel. Una buena muestra de ello son las abundantes referencias en griego, y también en francés y alemán, que contiene el original, las cuales se han mantenido en la traducción junto con las notas del autor. Para hacer frente a estas y otras cuestiones, fue necesario recurrir a una no menos amplia documentación.

Los textos literarios se caracterizan porque se recrean en el uso estético de la lengua, particularidad que Wilde domina con una maestría más que evidente, y por el hecho de que son capaces de generar emociones en la persona que los lee. Aunque en nuestro caso nos hallemos ante un ensayo, básicamente expositivo, podemos descubrir en él una riqueza de matices que espero que no pase inadvertida. Estas dos premisas fueron las que adopté como punto de partida a la hora de enfrentarme al encargo de la traducción de este texto que muy acertadamente seleccionó Ellago Ediciones para su publicación.

Ahora sí: dejemos que la obra se explique a sí misma y recojamos el testigo de esa llama sagrada, que nos alumbra en esta búsqueda incesante de la verdad que es la Historia, que los griegos fueron los primeros en prender y que Oscar Wilde se encargó de mantener encendida, al tiempo que avivó la potencia transformadora de su luz como instrumento de cambio social.


Contexto Condensado

Una nueva serie empezó aquí, sin querer, llamada a posteriori La eterna revolución de los tiranos. Empieza con la cita que hace Wilde de Tucídides al final de este capítulo, el tercero del ensayo susodicho. Empieza con Tucídides narrando, por primera vez para el canon occidental, la lucha por el poder entre dos facciones de una sociedad. Empieza en Córcira, pero desde entonces todas las guerras civiles, todas las luchas partidarias por el poder han sido iguales —y eso también inaugura Tucídides: la idea de la historia cíclica y repetitiva—, con los unos queriendo dominar a los otros, y los otros esperando su turno para vengarse, turno que, inevitablemente, siempre llega. Y así la lucha por el poder convierte al poder en un instrumento de dominio totalitario.

La versión impresa de este texto no contiene el prólogo de Pascual —por motivos obvios de copyright—, pero sí contiene varias alusiones y algunas citas. No es este el mismo texto que el que está impreso, porque aquí me rehúso a eliminar semejante introducción, que me parece que debería ser leída por más gente. De todos modos, no aporto mucho al otro lado, excepto la explicación de que quizás parecerá un despropósito leer sobre el criticismo histórico y la filosofía de la historia para empezar una serie sobre la lucha partidaria por el poder, pero es que aquí comenzó este viaje, sin querer, y luego de haber publicado primero apenas el 20% final de este capítulo, me pareció también un despropósito no publicarlo completo (duplicando el tiempo de lectura de la primera publicación). Es una joya. Abre muchos caminos con sus muchas llaves. Una que puede usar todo político, revolucionario, publicista, o cualquier otro tipo de manipulador, es eso de que las ideas no se propagan, al inicio, con datos y razones, sino con emociones. Otra es una de las más importantes, clave en este juego que es Conectorium, es la frase de que “el pasado es la clave del futuro”, no sólo por la relación causa y efecto, sino también por la repetición de teatros dado que la psicología humana no ha cambiado durante miles de años: a las mismas causas, los mismos efectos, again and again and again...

Algo más para agregar sobre lo dicho por Pascual. Wilde, en este ensayo, como un pavo real, despliega y alardea todos sus colores, llenando el texto de citas en otros idiomas, asumiendo que el lector las conoce o presumiendo que las conoce él, y problema del lector si le falta erudición. No hay que olvidar que escribe esto siendo joven y para un concurso, es decir, tratando de impresionar doblemente (it takes one to know one porque been there done that). Por eso el texto es, quizás, para algunos, más denso de lo que «debería». Digo para algunos porque yo disfruto mucho de los autores enciclopédicos, y de este tipo de textos que me obligan a buscar, a curiosear, a aprender, a divagar... Como Pascual, dejo en el idioma original las frases que Wilde no escribió en inglés, pero acompaño a las letras griegas con aproximaciones en español entre corchetes por motivos obvios: lo demás, compartiendo el mismo alfabeto, es más comprensible. Por lo demás, confío en que el lector curioso sabrá preguntarle a la inteligencia artificial de su preferencia sobre las cosas que no comprende, y la IA le dará el contexto necesario, así nosotros aquí no nos explayamos más, alargando innecesariamente esta lectura.

Oscar Wilde (1854 - 1900)

Libro: El surgimiento del Criticismo Histórico (1879)
> Capítulo 3

La investigación de los dos grandes problemas del origen de la sociedad y de la filosofía de la historia ocupa un lugar tan importante en la evolución del pensamiento griego que, para obtener una visión clara del funcionamiento del espíritu crítico, será necesario rastrear en cierta medida su surgimiento y desarrollo científico, vistos, no solo en las obras de los historiadores, sino también en los tratados filosóficos de Platón y Aristóteles. Es difícil sobrestimar la importancia que estos dos grandes pensadores tienen en el progreso del criticismo histórico. No me refiero solamente a su tratamiento de la «Biblia griega», ni a los esfuerzos de Platón por depurar la historia sagrada de su inmoralidad mediante la aplicación de cánones éticos, al mismo tiempo en que Aristóteles comenzaba a socavar las bases de los milagros con su concepción científica de la ley, sino con respecto a esas dos preguntas más amplias del surgimiento de las instituciones civiles y la filosofía de la historia.

Y, primero, con respecto a las teorías sobre la condición primitiva de la sociedad, había en la sociedad helénica una amplia divergencia de opiniones, como también ocurre ahora. Mientras la mayoría del público ortodoxo —de quienes Hesíodo puede tomarse como representante— miraba hacia atrás, como muchos de nuestros contemporáneos lo hacen todavía, a una edad fabulosa de felicidad inocente, una bell’ età dell’auro, donde el pecado y la muerte eran desconocidos y los hombres y mujeres eran como dioses, los principales intelectuales —como Aristóteles, Platón, Esquilo y muchos otros de los poetas— veían en el hombre primitivo «unas pocas chispas de humanidad preservadas en las cimas de montañas después de algún diluvio», «sin idea alguna de ciudades, gobiernos o leyes», «viviendo la vida de bestias salvajes en cuevas sin sol», «siendo su única ley la supervivencia del más apto». 

Y esta era también la opinión de Tucídides, cuya Arqueología contiene una la más valiosa investigación sobre el estado primitivo de la Hélade, que será necesario examinar con cierto detalle.

Ahora bien, con respecto a los métodos empleados generalmente por Tucídides para esclarecer la historia antigua, ya he señalado cómo, aunque reconoce que «es tendencia de todo poeta exagerar, como lo es de todo cronista procurar ser atractivo a expensas de la verdad», asume de forma plenamente evemerística que bajo el velo del mito y la leyenda existe aún un fundamento racional, que puede descubrirse mediante el rechazo de toda interferencia sobrenatural, así como de cualquier motivación extraordinaria que influya sobre los actores. Es en plena concordancia con este espíritu que apela, por ejemplo, al epíteto homérico ἀφνειός [opulento], aplicado a Corinto, como prueba de la temprana prosperidad comercial de esa ciudad; o al hecho de que el nombre genérico de los helenos no aparezca en la Ilíada como corroboración de su teoría del carácter esencialmente desunido de las tribus griegas primitivas; y argumenta, a partir del verso “para reinar sobre muchas islas y todo Argos”, aplicado a Agamenón, que sus fuerzas debieron ser en parte navales, “pues el poder de Agamenón era continental, y no podía haber dominado sino las islas adyacentes, y éstas no serían muchas sin la posesión de una flota”.

Anticipándose en cierta medida al método comparativo de investigación, sostiene que el hecho de que las tribus griegas más bárbaras —como los etolios y los acarnanios— llevaran todavía armas en su propia época, indica que esa costumbre existía originalmente en todo el país. “El hecho —dice— de que la gente en estas partes de la Hélade todavía viva a la antigua usanza, apunta a una época en que ese mismo modo de vida era igualmente común para todos”. Similarmente, en otro pasaje, muestra cómo su teoría sobre el carácter respetable de la piratería en la antigüedad queda corroborada tanto por “el honor con que algunos habitantes del continente todavía respetan al saqueador exitoso”, como por el hecho de que la pregunta “¿sos pirata?” es una característica común de la sociedad primitiva según los poetas; y, finalmente, tras observar cómo la antigua costumbre griega de usar cinturones en los concursos gimnásticos sobrevivía aún entre las tribus asiáticas más incivilizadas, observa que hay muchos otros aspectos en los que puede trazarse una semejanza entre la vida de los helenos primitivos y la de los bárbaros de hoy.

Con respecto a las pruebas aportadas por los restos antiguos, aunque aduce como prueba del carácter inseguro de la sociedad griega primitiva el hecho de que sus ciudades siempre fueran construidas a cierta distancia del mar, es sin embargo cuidadoso en advertirnos —y esta advertencia debería ser tomada en cuenta por todo arqueólogo— que no tenemos derecho a concluir, a partir de los escasos restos de una ciudad, que su grandeza legendaria en tiempos primitivos haya sido una mera exageración. “No estamos justificados —dice— en rechazar la tradición sobre la magnitud del ejército troyano porque Micenas y las demás ciudades de esa época nos parezcan pequeñas e insignificantes. Porque si Lacedemonia quedara desierta, cualquier anticuario que juzgara soalmente por sus ruinas estaría inclinado a considerar el relato de la hegemonía espartana como un mito vano; porque la ciudad no es más que un conjunto de aldeas al modo antiguo de la Hélade, y no tiene ninguno de esos espléndidos edificios públicos y templos que caracterizan a Atenas, y cuyos restos —en el caso de esta última— serían tan maravillosos como para llevar al observador superficial a una estimación exagerada del poder ateniense”. Nada puede ser más científico que los cánones arqueológicos propuestos, cuya verdad es ilustrada contundentemente a cualquiera que haya comparado los campos baldíos de la llanura del Eurotas con los monumentos señoriales de la acrópolis ateniense.

Por otro lado, Tucídides es muy consciente del valor de la evidencia positiva aportada por los restos arqueológicos. Apela, por ejemplo, al tipo de armadura hallado en las tumbas de Delos y al peculiar modo de sepultura, como corroboración de su teoría de la preeminencia del elemento cario entre los isleños primitivos; y también a la concentración de todos los templos ya sea en la Acrópolis o en sus inmediaciones, al nombre de ἄστυ [villa] con que aún se la conocía, y a la extraordinaria sacralidad del manantial ahí, como prueba de que la ciudad primitiva estaba originalmente confinada a la ciudadela y al distrito que se extendía justo debajo de ella (ii. 16). Y, finalmente, en la mismísima apertura de su historia, anticipando uno de los métodos modernos más científicos, señala cómo, en los primeros estados de civilización, la inmensa fertilidad del suelo tiende a favorecer el engrandecimiento personal de ciertos individuos, y con ello a frenar el progreso normal del país mediante “el surgimiento de facciones, esa fuente interminable de ruina”; y también, por las tentaciones que ofrece a un invasor extranjero, a provocar un cambio continuo de población, una inmigración tras otra. Ejemplifica su teoría señalando las interminables revoluciones políticas que caracterizaron a Arcadia, Tesalia y Beocia —los tres lugares más ricos de Grecia—, así como con el ejemplo contrario del estado imperturbable en los tiempo primitivos de Ática, que siempre fue notable por la sequedad y pobreza de su suelo.

Ahora bien, aunque es indudable que en estos pasajes podemos reconocer la primera anticipación de muchos de los principios más modernos de investigación, debemos recordar cuán esencialmente limitado es el alcance de la arqueología, y cómo no ofrece ninguna teoría sobre las cuestiones más amplias relativas a las condiciones generales del surgimiento y el progreso de la humanidad, un problema que se aborda científicamente por primera vez en la República de Platón.

Y hay que dejar sentado desde el inicio que, aunque el estudio del hombre primitivo es una ciencia esencialmente inductiva —que se basa más en la acumulación de evidencias que en la especulación—, entre los griegos se practicaba más bien sobre principios deductivos. Tucídides supo realmente aprovechar las oportunidades que le ofrecía el desigual desarrollo de la civilización en su propia época en Grecia, y en los lugares que he señalado parece haber anticipado el método comparativo. Pero no encontramos escritores posteriores que hayan aprovechado los maravillosamente precisos y pintorescos relatos que ofrece Heródoto sobre las costumbres de las tribus salvajes. Por dar un ejemplo, que tiene bastante relevancia para cuestiones modernas, encontramos en las obras de este gran viajero claramente manifestadas las etapas graduales y progresivas en el desarrollo de la vida familiar, en la mera agrupación gregaria de los agatirsos, su parentesco primitivo a través de mujeres en común, y el surgimiento de un sentimiento de paternidad desde un estado de poligamia femenina. Esta tribu se hallaba entonces en esa zona fronteriza entre la relación umbilical y la familia, que ha resultado tan difícil de ubicar para los antropólogos modernos.

Los autores antiguos, sin embargo, son unánimes en insistir en que la familia es la unidad última de la sociedad, aunque, como he dicho, un estudio inductivo de las razas primitivas, o incluso los relatos que se dan sobre ellas en Heródoto, les habría mostrado que la νεοττιὰ ἴδια [nido privado] del hogar personal, por usar la expresión de Platón, es en realidad una noción sumamente compleja que aparece siempre en una etapa avanzada de civilización, junto con el reconocimiento de la propiedad privada y los derechos del individualismo.

También la filología, que en manos de los investigadores modernos ha demostrado ser un instrumento espléndido de investigación, era en la antigüedad estudiada con principios demasiado poco científicos como para resultar de gran utilidad. Heródoto señala que la palabra «eridanos» es esencialmente griega en su carácter, y por lo tanto el río que se suponía circundaba el mundo es probablemente una mera invención griega. Sus observaciones sobre el lenguaje, sin embargo, como en el caso de «Piromis» o de los sufijos en los nombres persas, muestran sobre qué base tan frágil descansaban sus conocimientos lingüísticos.

En las Bacantes de Eurípides hay un pasaje extremadamente interesante en el que las historias inmorales de la mitología griega se explican por el principio del malentendido de palabras y metáforas, al que la ciencia moderna ha dado el nombre de enfermedad del lenguaje. En respuesta al impío racionalismo de Penteo —una especie de filisteo moderno—, Tiresias, a quien podríamos llamar el Max Müller del ciclo tebano, señala que la historia de Dioniso siendo encerrado en el muslo de Zeus se originó realmente por la confusión lingüística entre μηρός [muslo] y ὅμηρος [rehén].

En conjunto, sin embargo —porque he citado estos dos ejemplos sólo para mostrar el carácter no científico de la filología temprana—, podemos afirmar que este importante instrumento para reconstruir la historia del pasado no fue realmente usado por los antiguos como medio de criticismo histórico. Tampoco emplearon los antiguos ese otro método, usado en nuestros días con tanto provecho, que permite detectar, en los símbolos y fórmulas de una civilización avanzada, la supervivencia inconsciente de antiguas costumbres; porque, mientras que en la falsa captura de la novia durante el banquete de bodas —costumbre común hasta hace poco en Gales— podemos discernir el recuerdo persistente del hábito bárbaro de la exogamia, los escritores antiguos solo veían una conmemoración deliberada de un hecho histórico.

Aristóteles no nos dice por qué método descubrió que los griegos solían comprar a sus esposas en tiempos primitivos, pero, a juzgar por sus principios generales, probablemente fue a través de alguna leyenda o mito sobre el tema que se conservaba en su época, y no, como haríamos nosotros, razonando retrospectivamente a partir de los regalos de boda ofrecidos a la novia y a sus parientes.

El origen del conocido proverbio «vale tantos bueyes», en el cual percibimos la supervivencia inconsciente de un estado de sociedad puramente pastoral, anterior al uso de metales, es atribuido por Plutarco al hecho de que Teseo había acuñado una moneda con la cabeza de un toro. Similarmente, el festival amatusio en el que un joven imitaba los esfuerzos de una mujer en parto, es interpretado por él como un rito instituido en honor de Ariadna; y la adoración caria del espárrago como una simple conmemoración de la aventura de la ninfa Perigune. En el primero de estos ejemplos, nosotros percibimos el inicio de la agnación y el parentesco por línea paterna, que aún subsiste en la «couvee» de las tribus de Nueva Zelanda; mientras que el segundo es un vestigio del culto totémico y fetichista a las plantas.

Ahora bien, en entera oposición a este principio de investigación moderno e inductivo, se encuentra el filosófico Platón, cuya explicación del hombre primitivo es enteramente especulativa y deductiva.

Él atribuye el origen de la sociedad a la necesidad, la madre de todas las invenciones, y se imagina que el hombre individual comenzó a reunirse deliberadamente con otros debido a las ventajas del principio de división del trabajo y a la satisfacción de necesidades mutuas.

Debe tenerse en cuenta, sin embargo, que el objeto de Platón en todo este pasaje de la República era, quizás, no necesariamente analizar las condiciones de la sociedad primitiva, sino ilustrar la importancia de la división del trabajo —el shibboleth de su economía política—, mostrando cuán poderoso debió de haber sido este factor tanto en los estados más primitivos como en los más complejos; del mismo modo que en las Leyes casi que reescribe completamente la historia del Peloponeso para probar la necesidad de un equilibrio de poder. Quiero decir, seguramente debió de reconocer por sí mismo cuán esencialmente incompleta era su teoría, al no considerar el origen de la vida familiar, la posición e influencia de la mujer, y otras cuestiones sociales, así como al desestimar esos motivos más profundos de la religión, que son factores tan importantes en la civilización temprana, y cuya influencia Aristóteles parece haber comprendido claramente cuando dice que el fin de la sociedad primitiva no era simplemente la vida, sino la vida superior, y que en el origen de la sociedad la utilidad no es el único motivo, sino que hay en ello algo espiritual, si es que «espiritual» logra expresar el sentido de esa compleja expresión τὸ καλόν [lo bello, lo noble (sort of)]. Por lo demás, todo el relato de Platón en la República sobre el hombre primitivo quedará siempre como una advertencia contra la intromisión de especulaciones a priori en un dominio que pertenece a la inducción.

Ahora bien, la teoría de Aristóteles sobre el origen de la sociedad, como su filosofía de la ética, se apoya en última instancia en el principio de las causas finales, no en el sentido teológico de una finalidad o tendencia impuesta desde fuera, sino en el sentido científico de una función correspondiente a un órgano. “La naturaleza no hace nada en vano” es el texto de Aristóteles en esta como en otras inquisiciones. Siendo el hombre el único animal dotado de la facultad del habla racional, sostiene él, está destinado por naturaleza a ser social, más aún que la abeja o cualquier otro animal gregario.

Es φύσει πολιτικός [político por naturaleza], y la tendencia nacional hacia formas superiores de perfección lleva al «salvaje armado que solía vender a su esposa» hasta la independencia libre del estado libre, y a la ἰσότης τοῦ ἄρχειν καὶ τοῦ ἄρχεσθαι [igualdad para gobernar y ser gobernado], que era la prueba de la verdadera ciudadanía. Las etapas que atraviesa la humanidad comienzan con la familia como unidad última.

La congregación de familias forma una aldea regida por esa autoridad patriarcal que es la forma más antigua de gobierno del mundo, como lo muestra el hecho de que todos los hombres la consideran la constitución misma del cielo; y las aldeas se funden luego en el estado, y aquí se detiene la progresión.

Porque Aristóteles, como todos los pensadores griegos, encontraba su ideal dentro de los muros de la πόλις [ciudad-estado], pero quizás en su afirmación de que una Grecia unida gobernaría el mundo podamos percibir cierta anticipación de esa «unión federal de estados libres en un solo imperio consolidado» que, más que la πόλις, representa para nosotros la forma política finalmente perfecta.

Hasta qué punto estaba justificado Aristóteles al considerar a la familia como la unidad última, con los materiales que le ofrecía la literatura griega, ya lo he señalado. Además, puedo remarcar, si Aristóteles hubiera reflexionado sobre el sentido de aquella ley ateniense que, mientras prohibía el matrimonio con una hermana de madre, lo permitía con una hermana de padre y madre; o sobre la tradición común en Atenas de que, antes de la época de Cécrope, los hijos llevaban el nombre de sus madres; o sobre algunas de las regulaciones espartanas; difícilmente habría dejado de ver la universalidad del parentesco por línea materna en los tiempos antiguos, y la aparición tardía de la monogamia femenina. Sin embargo, aunque pasó por alto este punto —algo en común, hay que reconocerlo, con muchos autores modernos, como Sir Henry Maine—, es esencialmente como explorador de instancias inductivas que reconocemos su mejora con respecto a Platón. El tratado περὶ πολιτείων [Sobre las constituciones], si nos hubiera llegado entero, podría haber sido uno de los hitos más valiosos en el progreso del criticismo histórico, y el primer tratado verdaderamente científico sobre la ciencia de la política comparada.

Todavía conservamos algunos fragmentos, entre los cuales encontramos a Aristóteles apelando a la autoridad de una inscripción antigua en el «Disco de Ífito» —una de las antigüedades griegas más célebres— para corroborar su teoría de la restauración del festival olímpico atribuido a Licurgo; mientras que su enorme investigación se manifiesta en la explicación minuciosa que ofrece del origen histórico de proverbios como οὐδεῖς μέγας κακὸς ἰχθῦς [ningún pez grande es malo], de cantos religiosos como el ἰῶμεν ἐς Ἀθήνας [vamos hacia Atenas] de las vírgenes bóticas, o de los himnos al amor y la guerra.

Y, finalmente, hay que observar cuánto más amplia que la de Platón es su teoría del origen de la sociedad. Ambas se posan sobre una base psicológica, pero el reconocimiento de Aristóteles de la capacidad de progreso y de la tendencia hacia una vida superior revela cuánto más profundo era su conocimiento de la naturaleza humana.

Imitando a estos dos filósofos, Polibio ofrece un relato del origen de la sociedad en la apertura de su filosofía de la historia. Más o menos en la línea de Platón, imagina que, tras uno de los diluvios cíclicos que arrasan a la humanidad en determinados periodos y aniquilan toda civilización preexistente, los pocos supervivientes se juntan por protección mutua, y, como en el caso de los animales ordinarios, el que se distingue por su fuerza física es elegido rey. Al poco tiempo, debido a la acción de la simpatía y el deseo de aprobación, comienzan a aparecer las cualidades morales, y la excelencia intelectual, en vez de la corporal, se convierte en el requisito para la soberanía.

Otros puntos, como el surgimiento de la ley y similares, son tratados con un enfoque algo moderno, y aunque Polibio no parece haber empleado el método inductivo de investigación en esta cuestión —o, mejor dicho, no lo aplicó al orden jerárquico del progreso racional de las ideas en la vida—, no se encuentra lejos de lo que nos han ofrecido las laboriosas investigaciones de los viajeros modernos.

Y, de hecho, con respecto al funcionamiento de la facultad especulativa en la creación de la historia, resulta admirable en todos los sentidos que los relatos más veraces sobre el paso del barbarismo a la civilización en la literatura antigua provengan de las obras de los poetas. Las investigaciones minuciosas de Edward Burnett Tylor y Sir John Lubbock no han hecho mucho más que verificar las teorías expuestas en el Prometeo encadenado y en el De Rerum Natura; sin embargo, ni Esquilo ni Lucrecio siguieron el camino moderno, sino que alcanzaron la verdad mediante cierto poder casi místico de imaginación creativa, el mismo que hoy buscamos desterrar de la ciencia por considerarlo un poder peligroso, aunque a él parece deberle la ciencia muchas de sus generalizaciones más espléndidas.

Dejando ahí la cuestión del origen de la sociedad tal como fue tratada por los antiguos, paso ahora a la otra y más importante cuestión de hasta qué punto puede decirse que llegaron a lo que hoy llamamos filosofía de la historia. 

Ahora bien, debemos notar desde el inicio que, aunque las concepciones de la ley y el orden han sido universalmente recibidas como los principios rectores de los fenómenos de la naturaleza en la esfera de la ciencia física, sin embargo, su intrusión en el dominio de la historia y la vida del hombre siempre ha encontrado una fuerte oposición, sobre la base de la naturaleza incalculable de dos grandes fuerzas que actúan sobre la acción humana, una cierta espontaneidad sin causa que los hombres llaman libre albedrío, y la interferencia extra-natural que atribuyen como un atributo constante a Dios.

Ahora bien, que existe una ciencia de los fenómenos aparentemente variables de la historia es una concepción que tal vez nosotros sólo recientemente hemos comenzado a apreciar; sin embargo, como todos los demás grandes pensamientos, parece haber llegado a la mente griega espontáneamente, a través de un cierto esplendor de la imaginación, en la marea matutina de su civilización, antes de que la investigación inductiva los hubiera armado con los instrumentos de verificación. Porque creo que es posible percibir en algunas de las especulaciones místicas de los primeros pensadores griegos ese deseo de descubrir qué es esa «existencia invariable de la que hay estados variables», e incorporarla en alguna fórmula de ley que pueda servir para explicar las distintas manifestaciones de todos los cuerpos orgánicos, incluido el hombre, que es el germen de la filosofía de la historia; el germen, en verdad, de una idea sobre la que no es exagerado decir que todo criticismo histórico, digno de ese nombre, debe apoyarse en última instancia.

Porque el primer requisito para cualquier concepción científica de la historia es la doctrina de la secuencia uniforme: en otras palabras, que habiendo sucedido ciertos acontecimientos, ciertos otros acontecimientos correspondientes a ellos también sucederán; que el pasado es la clave del futuro.

Ahora bien, en el nacimiento de esta gran concepción presidió la ciencia, es cierto, pero fue la religión la que al principio la revistió con su propio ropaje y familiarizó a los hombres con ella, apelando primero a sus corazones y luego a sus intelectos; sabiendo que, al principio, es a través de la naturaleza moral, y no a través de lo intelectual, como se difunden las grandes verdades.

Así, en Heródoto, que puede tomarse como representante del tono ortodoxo del pensamiento, la idea de la secuencia uniforme de causa y efecto aparece bajo el aspecto teológico de Némesis y Providencia, que es en realidad la concepción científica de la ley, sólo que vista desde un punto de vista ético.

Ahora bien, en Tucídides la filosofía de la historia se apoya en la probabilidad —ofrecida por la uniformidad de la naturaleza humana— de que el futuro, en el curso de las cosas humanas, se parecerá al pasado, si es que no lo reproduce. Él parece contemplar la recurrencia de los fenómenos de la historia como algo tan cierto como el retorno de la epidemia de la Gran Peste.

A pesar de lo que hayan escrito los críticos alemanes sobre el tema, debemos cuidarnos de considerar esta concepción como una mera reproducción de esa teoría cíclica de los acontecimientos que no ve en el mundo más que la rotación regular de Estrofa y Antistrofa, en el eterno coro de la vida y la muerte. 

Porque, en sus observaciones sobre los excesos de la revolución en Córcira, Tucídides apoya claramente su idea de la recurrencia de la historia en los argumentos psicológicos de la similitud general de la humanidad.

“Los sufrimientos —dice— que la revolución trajo a las ciudades fueron muchos y terribles, como los que han ocurrido y seguirán ocurriendo siempre mientras la naturaleza humana permanezca igual, aunque de forma más grave o más leve, y variando en sus síntomas según la variedad de los casos particulares. En la paz y la prosperidad, los Estados y los individuos tienen mejores sentimientos, porque no se enfrentan a necesidades imperiosas; pero la guerra priva a los hombres del fácil abastecimiento de sus deseos, y por lo tanto resulta ser un duro capataz, que pone el carácter de la mayoría de los hombres a la altura de sus suertes”.


Cita a:

Tucídides: lo que pasa en todas las guerras civiles (y su forma de hacer historia)
Muchos fueron los horrores que sufrieron las ciudades en las revoluciones, horrores que pasan y pasarán siempre mientras sea la misma la naturaleza humana. La guerra, al suprimir la facilidad de la vida cotidiana, es un duro maestro; la mayoría de los hombres se comportará según las circunstancias.

Citado en:

Una cita con la pálida muerte
Sobre los intentos de asesinato y sobre la pálida muerte, la gran igualadora. Sobre el precio de la libertad, ¿por cuánto se vende? La historia se cuenta diferente, pero siempre se repite y termina con la misma moraleja. Featuring Horacio, Esopo, Marco Aurelio, Borges, Vallejo, Cadalso, Cervantes.

Continúa en:

Herbert Spencer: el individuo vs el Estado (o, gimme the power)
La mayoría de esos que hoy se hacen pasar por liberales son un nuevo tipo de conservadores. Se ha sustituido un déspota por otro. ¿Cómo es que el liberalismo, a medida que ha ido ganando poder, se ha vuelto cada vez más coercitivo en su legislación?

Complementar con:

José Cadalso: epígrafes por si me muero
Una muestra de la repetición de la historia. Una sátira sobre la costumbre de poner epígrafes al pie de cada ensayo, no porque ayude al lector o enriquezca el texto, sino para dar “a entender al vulgo que uno se halla dueño de todo el siglo de Augusto”. Oh curas hominum! quantum est in rebus inane!