Ouida: El estado como preceptor inmoral — primera mitad
La tendencia de los últimos años es hacia el aumento de los poderes del estado y disminución de los del ciudadano; el gobierno es una maquinaria que sustituye la elección y libertad individual.
Ouida
“El estado como preceptor inmoral“
La tendencia de los últimos años del siglo 19 es hacia el aumento de los poderes del estado y la disminución de los poderes del ciudadano individual. Ya sea que en este momento el gobierno de un país sea nominalmente libre, o declaradamente despótico; ya sea un imperio, una república, una monarquía constitucional, o un principado autónomo y neutro; el gobierno real es una maquinaria estatal que sustituye la elección y la libertad individual. En Serbia, en Bulgaria, en Francia, en Alemania, en Inglaterra, en Estados Unidos, en Australia; donde quiera que sea, las formas externas de gobierno difieren ampliamente, pero debajo de todo está la misma interferencia del estado con la voluntad personal, la misma obligación del individuo a aceptar lo que dicta el estado en reemplazo de su propio juicio. La única diferencia es que tal pretensión es natural y excusable en una autocracia: en un estado constitucional o republicano es una anomalía, incluso un absurdo. Pero ya sea que esto fuese admirable o maldito, es llamativo el hecho de que cada año aumentan las pretensiones y los poderes del estado, y cada año disminuye la libertad personal del hombre. Cualquiera sea el origen del hecho, está ahí; y es probable que se deba al incremento de una educación enteramente doctrinaria, que aumenta a su vez el número de personas que miran a la humanidad como un sargento de instrucción mira los batallones de reclutas: estos tienen que aprender a moverse mecánicamente en masa, y no se debe permitir que ninguna sola unidad de ellos murmure o se salga de las filas. Que este o aquel recluta pueda estar bajo tortura todo el tiempo, al sargento no le importa nada. Que lo que hubiera sido un excelente ciudadano sea un recluta rebelde o ineficiente tampoco es asunto suyo: él requiere solamente un batallón que se mueva con precisión mecánica. El estado no es más que un sargento de instrucción a gran escala, con toda una nacionalidad marchando en el patio de armas.
Como sea que hayan sido en otros aspectos los males que acompañaron otras épocas además de esta, esas épocas fueron favorables para el desarrollo de la individualidad y, por lo tanto, del genio. La época actual se opone a tal desarrollo; y a mayor manipulación del hombre por el estado, más completa la destrucción de la individualidad y la originalidad. El estado necesita una maquinaria militar en la que no haya tropiezo, una hacienda en la que nunca haya déficit, y un público monótono, obediente, descolorido, sin espíritu, moviéndose unánime y humildemente como un rebaño de ovejas por un camino recto entre dos muros.[1] Ese es el ideal de toda burocracia, ¿y qué es el estado sino una burocracia cristalizada? Es hábito de los que sostienen el despotismo del gobierno hablar como si fuera una entidad impersonal, una guía infalible, una cosa semi-divina como el pilar de fuego que los israelitas imaginaban que los conducía en su éxodo. En realidad, el estado es solo el ejecutivo; representando las decisiones momentáneas de una mayoría que ni siquiera es una mayoría genuina todo el tiempo, sino que en casos frecuentes es una preponderancia fabricada y ficticia, producida artificial y arbitrariamente. No puede haber nada noble, sagrado o infalible en tal mayoría: es falible y falaz; puede estar bien, puede estar mal; puede caer accidentalmente en la sabiduría, o puede sumergirse en la locura por medio del pánico. No hay nada en su origen o en su construcción que pueda mostrar al estado de forma imponente a la vista de un hombre inteligente y vivaz. Pero la masa de los hombres no es inteligente ni vivaz, y por eso soportan el íncubo que yace sobre ellos a través del estado como el camello soporta su carga, sudando debajo por cada poro. El estado es el sombrero de Gessler, ante el cual todos menos Tell consienten en inclinarse.
Se ha reprochado a los siglos precedentes a este que en ellos el privilegio ocupase el lugar de la ley; pero, aunque el privilegio haya sido caprichoso, y a menudo injusto, siempre fue elástico, a veces benigno: la ley—la ley civil, como la que el estado monta e impone—nunca es elástica y nunca es benigna. Es un motor que rueda sobre sus propias líneas de hierro y aplasta lo que encuentra opuesto a él, sin tener en cuenta la excelencia de lo que puede destruir. La nación, como el niño, o se embrutece porque la taladran, o queda castrada porque se le prescriben continuamente todas las acciones y opiniones. Es dudoso si alguna precaución o algún sistema puede abarcar lo que el estado, en muchos países, se está esforzando en hacer ahora, por regulación y prohibición, para prevenir la propagación de enfermedades infecciosas. Pero es cierto que los terrores nerviosos inspirados por las leyes y reglamentos del estado engendran una enfermedad de la mente más dañina que los males corporales que tanto absorben al estado. Ya sea que la inoculación de Pasteur contra la rabia sea una maldición o una bendición para la humanidad, no puede haber duda de que las ideas exageradas que crea, la importancia ficticia que le presta a lo que antes era una enfermedad muy rara, los horrores de pesadilla que invoca, y las mentiras que sus propagandistas, para justificar sus pretensiones, se ven obligados a inventar, producen una demencia y una histeria en la mente pública que es una enfermedad mucho más extendida y peligrosa que la que podría haber sido la mera rabia (sin la ayuda de la ciencia y el gobierno).
La diseminación de la cobardía es un mal mayor que lo que sería el aumento de cualquier mal físico. Dirigir las mentes de los hombres en terror nervioso hacia sus propios cuerpos es convertirlos en un grupo tembloroso y estremecido de idiotas postrados. El microbio puede o no existir; pero los terrores nerviosos generados en nombre del microbio son males peores que cualquier bacilo. Es oficio del fisiólogo incrementar estos terrores; vive por ellos, y solo por ellos existe; pero cuando el estado toma sus extravagancias y charlatanerías en serio y las obliga sobre el público como ley, el efecto es física y mentalmente desastroso. El cólera es lo suficientemente malo como enfermedad; pero es mucho peor el egoísmo brutal, el terror que paraliza, las agonías convulsivas con las que se enfrenta y que el estado hace tanto por aumentar en todos los países. Solo el miedo mata a las cinco décimas partes de sus víctimas, y durante su última visita a las calles de Nápoles, la gente saltaba de sus asientos, gritaba que tenía cólera y caía muerta en convulsiones causadas por puro pánico, mientras que en muchos lugares del campo los aldeanos disparaban contra los trenes que imaginaban que podrían llevar la temida enfermedad entre ellos. Este tipo de pánico no puede ser completamente controlado por ningún estado, pero puede ser mitigado por una moderación juiciosa, en vez de ser, como ahora, intensificado y perseguido por la prensa, los fisiólogos y los gobiernos de todo el mundo conocido.
El estado ya ha puesto sus fríos, duros y férreos brazos entre padres y descendientes, y los está arrastrando y separando a diario. La antigua ley moral puede decir: “Honra a tu padre y a tu madre”, etc., pero el estado dice, por el contrario: “Deja a tu madre enferma y desatendida mientras te ocupas de tu propia educación; y convoca a tu padre para que sea multado y encarcelado si se atreve a ponerte una mano encima cuando lo deshonras y te burlas de él”. El otro día, un obrero de Londres fue sentenciado a quince días de prisión con trabajo forzado, porque, estando justamente enojado con su hijita por desobedecer sus órdenes y quedarse noche tras noche en las calles, la golpeó dos veces con una correa de cuero, y ella estaba “ligeramente magullada”. El hombre preguntó pertinentemente a qué se estaba convirtiendo el mundo si un padre no podía corregir a su hijo como creía conveniente. ¿Cuál puede ser la relación de este padre y su hija cuando salga de la prisión a la que ella lo envió? ¿Qué autoridad puede tener él ante ella? ¿Qué obediencia podrá exigirle? Las magulladuras de la correa pasarán pronto, pero la ruptura de los lazos paternos y filiales, por sentencia del tribunal, nunca podrá curarse. El daño moral provocado a la niña por esta interferencia del estado es irreparable, imborrable. El estado prácticamente le ha dicho que la desobediencia no es ofensa, y le ha permitido ser la acusadora y carcelera de quien, tanto por el criterio de ley de Dios como por el de los hombres, se dice que tiene autoridad sobre ella.
Solo la ley moral y la civil decretan y hacen cumplir la inviolabilidad de la propiedad: cualquier cosa que sea propiedad de otro, aunque sea del valor de una moneda de cobre, no puede ser tomada por nadie sin que esté sujeto al castigo de un ladrón. Esto se ha estimado correcto, justo y necesario por consentimiento general de la humanidad. Pero el estado rompe esta ley, la ridiculiza, y la pisotea cuando requiere para sus propios fines la propiedad de una persona privada: pone a este proceso varios nombres—condenación, expropiación, anexión, etcétera; pero es apropiación, apropiación violenta, y, esencialmente, apropiación contra la voluntad del dueño. Si un hombre entra a la huerta de tu jardín y toma unas cuantas cebollas, o unas papas, podés aprenderlo, procesarlo y encarcelarlo: el estado toma toda la huerta y te expulsa de ella, y la convierte en cualquier otra cosa que parezca buena o ventajosa por el momento, y contra este ladrón impersonal no podés hacer nada. El estado considera compensación suficiente pagar un valor arbitrario; pero no solo hay muchas posesiones, especialmente de tierra, cuya pérdida no podría conciliar ningún equivalente, sino que también el estado establece aquí un principio que no está nunca de acuerdo con la ley. Si el hombre que roba las cebollas ofrece pagar su valor, no se le permite hacerlo, ni se le permite al dueño de las cebollas aceptar tal compensación: se le llama “delito agravado”. Solo el estado puede cometer este delito con impunidad.
El estado manipula y atropella continuamente la propiedad privada, tomando para si mismo lo que quiere, donde y como le place: el ejemplo dado al público es profundamente inmoral. El motivo dado como excusa para su acción es el del beneficio público: los intereses del público no pueden, afirma, ser sacrificados al interés, propiedad, o derechos privados de ningún tipo. Pero aquí sienta un precedente peligroso. El hombre que roba las papas podría argumentar como justificación que es mejor para el interés público que una persona pierda unas pocas papas a que otra muera de hambre por falta de ellas, y así, ya sea en prisión o en un asilo para pobres, convertirse en una carga para la nación. Si los derechos privados y la cualidad sagrada de la propiedad pueden ser anulados por el estado para sus propios fines, lógicamente, no pueden considerarse sagrados en sus tribunales de justicia para ningún individuo.
El estado reclama inmunidad por robo en aras de la conveniencia: entonces también puede hacerlo el individuo. Si la ley civil está en conflicto y contradicción con la ley religiosa, como se ha demostrado en otra parte,[2] no deja de estar en perpetua oposición a la ley moral y a todos los instintos más finos y generosos del alma humana. Predica el egoísmo como el primer deber del hombre, e inculca cuidadosamente la cobardía como la mayor sabiduría. En su intensa labor de curar los males físicos, no atiende las infamias que pueda sembrar en los campos espirituales de la mente y el corazón. Trata el altruismo como criminal cuando el altruismo simboliza indiferencia al contagio de cualquier enfermedad infecciosa. Las precauciones impuestas en tal enfermedad, despojadas de sus pretensiones, simbolizan realmente un desnudo egoísmo del sauve qui peut [sálvese quién pueda]. El hacha usada sobre el rebaño que ha estado en contacto con otro rebaño infectado por pleuroneumonía o ántrax se usaría sobre el rebaño humano que sufre de tifoidea, o viruela, o fiebre amarilla, o difteria, si el estado tuviera el coraje de seguir sus propias enseñanzas hasta sus conclusiones lógicas. ¿Quién puede decir que no se usará así algún día en el futuro, cuando el aumento de la población haya alcanzado números insignificantes, y los terrores excitados por los fisiólogos una fuerza ingobernable? Hemos ganado poco con la emancipación de la sociedad humana de la tiranía de las iglesias si en su lugar la sustituimos por la tiranía del estado. Bien puede ser uno quemado en la hoguera como obligado a someterse a la profilaxis de Pasteur o a la linfa de Koch. Una vez admitimos que la ley puede obligar a la vacunación contra la viruela, no hay razón lógica para negarse a admitir que la ley podrá imponer cualquier infusión o inoculación que sus asesores químicos y médicos puedan sugerirle. El primero de mayo de 1890, un cirujano francés, M. Lannelongue, tuvo en su hospital a un niño imbécil; se le ocurrió que le gustaría intentar trepanar al niño como cura para la imbecilidad. En palabras del informe:
“Cortó la sutura sagital y paralela a ella una incisión craneal larga y angosta desde la sutura frontal hasta la sutura occipital; esto resultó en una pérdida de sustancia de la parte ósea de 9 centímetros de largo y 6 milímetros de ancho; y, para el cerebro, un verdadero desbridamiento”.
Si este niño vive, y deja de ser imbécil, los padres de todos los idiotas, presumiblemente, se verán obligados por ley a someter a sus hijos a esta operación de trepanación y escisión. Una ley así sería el único problema lógico de las leyes higiénicas existentes. En el campo de batalla, el estado exige de sus hijos la más inquebrantable fortaleza; pero en la vida civil les permite, incluso les ordena, ser estúpidos desvergonzados. Un oficial enviado este año por la Oficina de Guerra Inglesa a ocupar un puesto distinguido en Hong Kong, recibió la orden de ser vacunado antes de ir allí; la vacunación se convirtió en una condición del nombramiento. En este caso, se consideró a un hombre de treinta años como digno de confianza y empleo por parte del estado, pero tan tonto, un bebé, en sus asuntos personales, que no se podía confiar en que cuidara de su propia salud. No se puede convertir un carácter humano en uno temeroso y nervioso, y luego llamarlo para que tenga las más altas cualidades de determinación, capacidad y coraje. No se puede coaccionar y atormentar a un hombre, y luego esperar de él intrepidez, presencia e inventiva pronta en momentos peligrosos.
Hace unos años nadie pensaba que la mordedura de un perro sano tuviera la más mínima consecuencia: como bien ha dicho un veterinario, un rasguño de un clavo oxidado o de la lata dentada de una caja de sardinas es mucho más peligrosa que un diente de perro. Sin embargo, en los últimos cinco años, los fisiólogos y el estado, que los protege en todos los países, han logrado inocular la mente pública con terrores sin sentido que incluso el toque accidental de los labios de un cachorrito o la amable lamida de su lengua arrojan a miles de personas en una locura de miedo. El Dr. Bell ha dicho bien: “Pasteur no cura la rabia: la crea”. De la misma manera, el estado no cura ni la locura ni el miedo: crea ambos.