La amenaza de cambiar democracia por tiranía (Polibio, parte 2)

...¿A qué orígenes me refiero y de dónde afirmo que surgen las primeras comunidades políticas? Cada vez que por inundaciones, por epidemias, por malas cosechas o por otras causas por el estilo se produce un aniquilamiento de la raza humana, como los que sabemos que ya se han dado, razón que hace pensar que se repetirán, incluso con frecuencia, en tal caso desaparecen las costumbres y las habilidades de los hombres. Cuando los supervivientes se multiplican de nuevo como una simiente y, a medida que transcurre el tiempo, llegan a ser multitud, entonces ocurre, por descontado, lo mismo que con los seres vivos restantes: los hombres se reúnen.
Es lógico que lo hagan con sus congéneres, en razón de su debilidad natural. Ineludiblemente el que sobresalga por su vigor corporal o por la audacia de su espíritu dominará y gobernará. En efecto: lo que se comprueba en las otras especies irracionales vivientes, debemos considerarlo como obra rigurosamente auténtica de la naturaleza. Y entre los demás seres vivos es notorio que se imponen los más fuertes: así entre los toros, los jabalíes, los gallos y otras bestias semejantes. Es natural que al principio también las vidas de los hombres discurran así, en manadas, como los animales: se sigue a los más fuertes y vigorosos. Su límite en el gobierno es su fuerza; a eso podemos llamarlo «monarquía». Pero cuando, con el tiempo, en estos grupos de hombres la convivencia hace surgir el compañerismo se da el inicio de la realeza, y entonces por primera vez nacen entre los humanos las ideas de belleza y de justicia, e igualmente las de sus comentarios.
La manera como estas nociones nacen y se desarrollan es la siguiente; los seres humanos tienden por naturaleza a la unión sexual, de la que se sigue el nacimiento de hijos; cada vez que uno de ellos, llegado a la edad adulta, no agradece ni presta ayuda a los que le cuidaron en su crecimiento, sino que, por el contrario, les daña y habla mal de ellos, es lógico y natural que esto desagrade y ofenda a los que lo ven y saben los cuidados de los progenitores, las angustias que pasaron por sus hijos y cómo los alimentaron y se preocuparon de ellos. El linaje humano se distingue de los otros seres vivos en que sólo él puede razonar y calcular; no sería natural que los hombres no se apercibieran de la diferencia reseñada; los otros seres vivos, ciertamente, la desconocen. Los hombres tienen conciencia de lo sucedido y se indignan al punto, porque prevén el futuro y piensan que también a ellos les puede ocurrir algo parecido. Y así cuando, para poner otro ejemplo, alguien que está apurado recibe de otro una ayuda o un socorro, y no se muestra agradecido a su bienhechor, antes al contrario, procura dañarle: es claro y natural que los que se dan cuenta de ello se enojen contra un hombre así y les repugne, irritados por tal ofensa al prójimo e imaginándose a sí mismos en aquella situación.
De todo esto nace en cada hombre una cierta noción del deber, de su fuerza y de su razón, cosas que constituyen el principio y la perfección de la justicia. De modo semejante, siempre que un hombre defienda a los restantes en un riesgo y se oponga y resista la arremetida de los animales más fuertes, es natural que la masa del pueblo le otorgue distintivos de honor y de favor, pero de reprobación y de disgusto, a quien hubiera hecho lo contrario. Y así también es explicable que en las gentes nazca un concepto de lo bueno y de lo malo, así como de la diferencia que hay entre estas dos nociones. La primera será objeto de imitación y de emulación, por las ventajas que comporta; la segunda lo será de repulsa. Cuando, entre estos hombres, el jefe, el que detenta la suprema autoridad, pone su fuerza de acuerdo con las nociones citadas, en armonía con los pareceres de la multitud, de modo que sus súbditos llegan a creer que da a cada uno lo que merece, aquí ya no actúa el miedo a la fuerza bruta; es, más bien, por una adhesión a su juicio por lo que se le obedece y se conviene en conservarle el poder incluso cuando envejece; le protegen y combaten a su favor contra los que conspiran para derrocarlo. De esta manera se pasa inadvertidamente de la monarquía a la realeza, cuando la supremacía pasa de la ferocidad y de la fuerza bruta a la razón.
Así se forma naturalmente entre los hombres la primera noción de justicia y de belleza, y de sus contrarios, éste es el principio y la génesis de la realeza auténtica. Y el poder es reservado no solamente a estos reyes, sino también a sus descendientes, al menos en la mayoría de casos, pues el pueblo cree que los engendrados por tales hombres y educados por ellos tendrán unas disposiciones semejantes. Si eventualmente los descendientes de estos reyes son causa de disgusto, la elección de nuevos reyes y de gobernantes ya no se hace según el vigor corporal o el coraje, sino según la superioridad de juicio y de razón, pues las gentes ya tienen experiencia, basada en las mismas obras, de la diferencia existente entre los dos tipos de cualidades. Antiguamente, una vez elegidos para la realeza, los que detentaban esta potestad envejecían en ella: fortificaban y amurallaban los lugares estratégicos y adquirían tierras, tanto por razones de seguridad como para garantizar abundancia de lo necesario a sus subordinados.
Al propio tiempo, el afanarse por esto les libraba de toda calumnia y envidia, porque ni en los vestidos ni en la comida ni en la bebida se distinguían de los demás. Llevaban una vida muy semejante a la de sus conciudadanos, pues en realidad compartían la del pueblo. Pero cuando los que llegaban a la regencia por sucesión y por derecho de familia dispusieron de lo suficiente para su seguridad y de más de lo suficiente para su manutención, entonces tal superabundancia les hizo ceder a sus pasiones y juzgaron indispensable que los gobernantes poseyeran vestidos superiores a los de los súbditos, disfrutaran de placeres y de vajilla distinta y más cara en las comidas y que en el amor, incluso en el ilícito, nadie pudiera oponérseles. De ahí surgió la envidia y la repulsa que, a su vez, causó odio y una irritación maligna. En suma, la realeza degeneró en tiranía, principio de disolución y motivo de conspiraciones entre los gobernados. Los complots, los organizaba no precisamente la chusma, sino hombres magnánimos, nobles y valientes, porque eran ellos los que menos podían soportar las insolencias de los tiranos.
La masa, cuando recibe caudillos, junta su fuerza a la de ellos por las causas ya citadas y elimina totalmente el sistema real y el monárquico; entonces empieza y se desarrolla la aristocracia. El pueblo, en efecto, para demostrar al instante su gratitud a los que derribaron la monarquía, les convierte en sus gobernantes y acude a ellos para resolver sus problemas. Al principio, estas nuevas autoridades se contentaban con la misión recibida y antepusieron a todo el interés de la comunidad; trataban los asuntos del pueblo, los públicos y los privados, con un cuidado prudente. Pero cuando, a su vez, los hijos heredaron el poder de sus padres, por su inexperiencia de desgracias, por su desconocimiento total de lo que es la igualdad política y la libertad de expresión, rodeados desde la niñez del poder y la preeminencia de sus progenitores, unos cayeron en la avaricia y en la codicia de riquezas injustas, otros se dieron a comilonas y a la embriaguez y a los excesos que las acompañan, otros violaron mujeres y raptaron adolescentes: en una palabra, convirtieron la democracia en oligarquía. Suscitaron otra vez en la masa sentimientos similares a los descritos más arriba; la cosa acabó en una revolución idéntica a la que hubo cuando los tiranos cayeron en desgracia.
Porque si alguien se apercibe de la envidia y del odio que la masa profesa a los oligarcas y se atreve a decir o a hacer algo contra los gobernantes, encuentra al pueblo siempre dispuesto a colaborar. Inmediatamente, tras matar a unos oligarcas y desterrar a otros, no se atreven a nombrar un rey, porque temen todavía la injusticia de los pretéritos; no quieren tampoco confiar los asuntos de estado a una minoría selecta, pues es reciente la ignorancia de la anterior. Entonces se entregan a la única confianza que conservan intacta, la radicada en ellos mismos: convierten la oligarquía en democracia y es el pueblo quien atiende cuidadosamente los asuntos de estado. Mientras viven algunos de los que han conocido los excesos oligárquicos, el orden de cosas actual resulta satisfactorio y se faenen en el máximo aprecio la igualdad y la libertad de expresión. Pero cuando aparecen los jóvenes y la democracia es transmitida a una tercera generación, ésta, habituada ya al vivir democrático, no da ninguna importancia a la igualdad y a la libertad de expresión. Hay algunos que pretenden recibir más honores que otros; caen en esto principalmente los que son más ricos. Al punto que experimentan la ambición de poder, sin lograr satisfacerla por sí mismos ni por sus dotes personales, dilapidan su patrimonio, empleando todos los medios posibles para corromper y engañar al pueblo. En consecuencia, cuando han convertido al vulgo, poseído de una sed insensata de gloria, en parásito y venal, se disuelve la democracia, y aquello se convierte en el gobierno de la fuerza y de la violencia; porque las gentes, acostumbradas a devorar los bienes ajenos y a hacer que su subsistencia dependa del vecino, cuando dan con un cabecilla arrogante y emprendedor, al que, con todo, su pobreza excluye de los honores públicos, desembocan en la violencia. La masa se agrupa en torno de aquel hombre y promueve degollinas y huidas. Redistribuye las tierras y, en su ferocidad, vuelve a caer en un régimen monárquico y tiránico.
Éste es el ciclo de las constituciones y su orden natural, según se cambian y transforman para retornar a su punto de origen. Quien domine el tema con profundidad puede que se equivoque en cuanto al tiempo que durará un régimen político, pero en cuanto al crecimiento de cada uno, a sus transformaciones y a su desaparición es difícil que yerre, a no ser que su juicio resulte viciado por la envidia o por la animosidad. En lo que, particularmente, atañe a la constitución romana, es principalmente a partir de estas consideraciones como llegaremos a entender su formación, su desarrollo y su culminación, y, al propio tiempo, el cambio en dirección inversa que se producirá a partir de este estado. Porque si hace poco tiempo que lo he dicho de otras constituciones, la romana posee igualmente un principio natural desde sus comienzos, un desarrollo y una culminación, así que experimentará de modo semejante una recesión hacia sus principios, cosa que se podrá comprobar por las partes que seguirán a ésta…
Finalmente, añade Navarro: “Ciertamente, el problema de Atenas consiste en no haberse dado una constitución mixta”. Así lo pensaba probablemente Polibio. Pero Maquiavelo se quiere distanciar de él de alguna manera. Continúa Navarro: “resulta sorprendente que en un capítulo en el que no se ha puesto ninguna salvedad al ciclo de constituciones (excepto la «tímida» a las vueltas perpetuas) se anuncie aquí [en los Discursos de Maquiavelo] un cambio de gobierno que no sigue ese ciclo sino que se mueve directamente entre democracia y tiranía”. Ya ha pasado antes, puede pasar ahora, ya lo advirtieron desde Platón hasta Maquiavelo hasta Taleb. La alternativa al sistema occidental que tenemos hoy, y esto ya sucedió en la primera mitad del siglo pasado, es cambiar democracia por tiranía, cambiar libertad por autoritarismo. ¿Vamos a volver a cometer el mismo error? Por supuesto, si de eso se trata la historia.
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